—¿Qué podemos hacer? Los hombres de Ser Jaime están prisioneros, o muertos, o han huido; los Stark y los Tully han cortado nuestras líneas de suministros. ¡Estamos aislados del oeste! Si quieren pueden atacar Roca Casterly, ¿qué se lo impide? Nos han derrotado, mis señores. Tenemos que pedir la paz.
—¿La paz? —Tyrion volvió a agitar el vino, pensativo. Apuró la copa de un trago y la estrelló contra el suelo, de manera que saltó en mil pedazos—. Ésta es la paz que tendremos, Ser Harys. Mi querido sobrino la hizo añicos cuando decidió adornar la Fortaleza Roja con la cabeza de Lord Eddard. Intentad beber vino de esa copa; os será más fácil que convencer a Robb Stark de que firme la paz. Está ganando... ¿o no lo habéis notado?
—Dos batallas no hacen una guerra —insistió Ser Addam—. No nos ha derrotado, ni mucho menos. A mí me gustaría enfrentarme con ese muchacho Stark, acero contra acero.
—Puede que acepten una tregua y un intercambio de prisioneros —sugirió Lord Lefford.
—A menos que quieran cambiar tres por uno, nos sacan mucha ventaja —replicó Tyrion con tono ácido—. ¿Y qué podemos ofrecer a cambio de mi hermano? ¿La cabeza putrefacta de Lord Eddard?
—Tengo entendido que la reina Cersei retiene prisioneras a las hijas de la Mano —dijo Lefford, esperanzado—. Si le devolvemos a sus hermanas...
—Tendría que ser muy idiota para canjear la vida de Jaime Lannister por la de dos niñas —dijo Ser Addam con un bufido desdeñoso.
—Entonces tendremos que pagar un rescate, por alto que sea —insistió Lord Lefford.
Tyrion puso los ojos en blanco.
—Si los Stark quisieran oro, sólo tendrían que fundir la armadura de Jaime.
—Y si pedimos una tregua, pensarán que somos débiles —argumentó Ser Addam—. Tenemos que atacarlos enseguida.
—Sin duda, nuestros amigos de la corte podrán aportarnos nuevas tropas —dijo Ser Harys—. Y alguien podría volver a Roca Casterly para reunir otro ejército.
Lord Tywin Lannister se puso en pie.
—Tienen a mi hijo —repitió Lord Tywin Lannister poniéndose en pie, con una voz que cortó las conversaciones como una espada corta el sebo—. Fuera de aquí todos. Dejadme solo. —Tyrion, siempre obediente, se levantó para salir con los demás, pero su padre lo miró y añadió—: Tú no, Tyrion. Quédate. Y tú también, Kevan. Los demás, fuera.
Tyrion, mudo de asombro, volvió a acomodarse en el banco. Ser Kevan cruzó la sala en dirección a los barriles de vino.
—Tío —lo llamó Tyrion—, si tienes la bondad...
—Toma. —Su padre le ofreció su copa, con el vino intacto.
El asombro de Tyrion fue abismal. Bebió. Lord Tywin se sentó.
—Lo que has dicho de Stark es cierto. Si Lord Eddard estuviera vivo nos habría servido para firmar la paz con Invernalia y Aguasdulces: una paz que nos daría el tiempo que necesitamos para encargarnos de los hermanos de Robert. En cambio, muerto... —Apretó el puño—. Es una locura. Una locura.
—Joff no es más que un niño —señaló Tyrion—. A su edad yo también hice tonterías.
—Aún podemos dar las gracias porque no se haya casado con una puta. —Su padre le lanzó una mirada dura. Tyrion bebió un sorbo de vino, y se preguntó qué haría su padre si le tiraba la copa a la cara—. La situación es peor de lo que crees —siguió su padre—. Al parecer tenemos un nuevo rey.
—¿Un nuevo...? —Ser Kevan se quedó boquiabierto—. ¿Quién? ¿Qué le han hecho a Joffrey?
Durante una fracción de segundo los labios finos de Lord Tywin se fruncieron en una mueca de repugnancia.
—Por ahora, nada. Mi nieto sigue ocupando el Trono de Hierro, pero el eunuco ha oído rumores procedentes del sur. Hace dos semanas, Renly Baratheon se casó con Margaery Tyrell, y ahora reclama la corona. Y el padre y los hermanos de la novia le han jurado fidelidad.
—Son noticias graves. —Cuando Ser Kevan fruncía el ceño, las arrugas de su frente eran profundas como cañones.
—Mi hija ordena que acudamos de inmediato a Desembarco del Rey, para defender la Fortaleza Roja de Renly y del Caballero de las Flores. —Apretó los labios—. Nos lo «ordena». En nombre del Rey y del Consejo.
—¿Cómo se ha tomado la noticia el rey Joffrey? —preguntó Tyrion, con cierto humor negro.
—Cersei no ha considerado oportuno decírselo por el momento —respondió Lord Tywin—. Tiene miedo de que se empeñe en atacar él mismo a Renly.
—¿Con qué ejército? —quiso saber Tyrion—. Supongo que no pensarás en darle el mando de éste...
—Dice que iría a la cabeza de la Guardia de la Ciudad.
—Si se lleva la Guardia, dejará la ciudad indefensa —señaló Ser Kevan—. Y estando Lord Stannis en Rocadragón...
—Sí. —Lord Tywin bajó la vista para mirar a su hijo—. Siempre había pensado que el bufón eras tú, Tyrion. Ya veo que estaba equivocado.
—Vaya, padre —respondió Tyrion—. Eso casi parece una alabanza. —Se inclinó hacia adelante—. ¿Qué pasa con Stannis? Es el hermano mayor; ¿qué le ha parecido lo que ha hecho su hermano?
—Siempre he tenido la sensación de que Stannis era más peligroso que todos los demás juntos —contestó su padre con el ceño fruncido—. Pero no hace nada. Cierto, a Varys le han llegado rumores. Stannis construye barcos, Stannis contrata mercenarios, Stannis ha llamado a un portador de sombras de Asshai... ¿Qué significa todo eso? ¿Son verdaderos los rumores? —Se encogió de hombros, irritado—. Kevan, trae el mapa. —Ser Kevan hizo lo que le habían dicho.
Lord Tywin desenrolló el cuero y lo alisó sobre la mesa.
—Jaime nos ha dejado en una situación pésima. Roose Bolton y los restos de sus huestes están al norte de aquí. Nuestros enemigos tienen en su poder los Gemelos y Foso Cailin. Robb Stark está al oeste, de manera que no podemos retirarnos hacia Lannisport y la Roca a menos que presentemos batalla. Tienen a Jaime prisionero, y a todos los efectos, su ejército ya no existe. Thoros de Myr y Beric Dondarrion siguen atacando nuestras partidas de aprovisionamiento. Al este tenemos a los Arryn, Stannis Baratheon está en Rocadragón, y en el sur, Altojardín y Bastión de Tormentas están llamando a sus abanderados.
—Ánimo, Padre. —Tyrion sonrió, malévolo—. Al menos, Rhaegar Targaryen sigue muerto.
—Tenía la esperanza de que nos aportaras algo más que sarcasmo, Tyrion —replicó Lord Tywin Lannister.
—A estas alturas, Robb Stark ya contará con Edmure Tully y con los señores del Tridente. —Ser Kevan miraba el mapa con el ceño fruncido—. Sus fuerzas combinadas superan a las nuestras. Y con Roose Bolton pisándonos los talones... Me temo que, si nos quedamos aquí, acabaremos atrapados entre tres ejércitos, Tywin.
—No tengo intención de quedarme aquí. Tenemos que zanjar este asunto con el joven Lord Stark antes de que Lord Renly Baratheon se ponga en marcha en Altojardín. Bolton no me preocupa. Es hombre cauteloso, y en el Forca Verde le dimos más motivos para serlo. No se apresurará mucho a la hora de perseguirnos. De manera que, por la mañana, partiremos hacia Harrenhal. Kevan, quiero que los oteadores de Ser Addam encubran nuestros movimientos, y que vayan en grupos de cuatro. No quiero oír hablar de desapariciones.
—Como ordenes. Pero... ¿por qué a Harrenhal? Ese lugar trae mala suerte. Hay quien dice que está maldito.
—Que lo digan —replicó Lord Tywin—. Suéltale la correa a Ser Gregor y que nos preceda con su canalla. Envía también por delante a Vargo Hoat con sus jinetes libres, y a Ser Amory Lorch. Que se lleven cada uno trescientos hombres a caballo. Diles que quiero que prendan fuego a las aldeas de las orillas del río, desde el Ojo de Dioses al Forca Roja.
—Arderán, mi señor —respondió Ser Kevan al tiempo que se levantaba—. Daré las órdenes oportunas. —Hizo una reverencia, y se dirigió hacia la puerta.
Cuando estuvieron a solas, Lord Tywin clavó la mirada en Tyrion.
—A tus salvajes les sentará bien un poco de rapiña. Diles que pueden cabalgar con Vargo Hoat y saquear cuanto quieran, objetos, ganado, mujeres... Que se queden con lo que les guste y prendan fuego al resto.
—Decir a Shagga y a Timett cómo deben saquear —señaló Tyrion—, es como decir a un pollo cómo debe piar, pero prefiero que se queden conmigo. —Los salvajes eran bárbaros e indómitos, pero suyos, y confiaba en ellos más que en cualquiera de los hombres de su padre. No pensaba perderlos así como así.
—En ese caso, más vale que aprendas a controlarlos; no quiero que saqueen la ciudad.
—¿La ciudad? —Tyrion no entendía nada—. ¿Qué ciudad?
—Desembarco del Rey. Te voy a enviar a la corte.
Era la última cosa que Tyrion Lannister se habría imaginado. Cogió el vino y bebió un sorbo para disponer de unos segundos y poder meditar.
—¿Y qué voy a hacer allí?
—Gobernar —replicó su padre con tono seco.
Tyrion se echó a reír a carcajadas.
—¡Seguro que mi querida hermana tiene algo que decir al respecto!
—Que diga lo que quiera. Hay que meter en cintura a su hijo antes de que acabe con todos nosotros. La culpa la tienen esos mequetrefes del Consejo: nuestro amigo Petyr, el venerable Gran Maestre, y ese cerdo capado de Lord Varys. ¿Qué consejos le dan a Joffrey, que no hace más que cometer una locura tras otra? ¿De quién fue la idea de otorgar el título de Lord a Janos Slynt? Su padre era un vulgar carnicero, ¡y le ha entregado Harrenhal! ¡Harrenhal, que fue asentamiento de reyes! Pero, si de mí depende, no llegará a poner el pie allí. Me han dicho que ha elegido como blasón una lanza ensangrentada. Un cuchillo de desollar ensangrentado habría sido más apropiado. —Todavía no había alzado la voz, pero Tyrion veía la rabia relampagueando en los ojos dorados de su padre—. ¿Y cómo se le ocurrió echar a Selmy? Cierto, estaba viejo, pero el nombre de Barristan
el Bravo
es una leyenda en el reino. Tenerlo a su servicio era un honor para cualquier hombre. ¿Se puede decir lo mismo del Perro? A un perro se le echan huesos cuando está debajo de la mesa, no se lo sienta en el banco principal. —Apuntó a Tyrion con un dedo—. Si Cersei no es capaz de dominar a ese chico, tendrás que hacerlo tú. Y si esos consejeros nos intentan jugar una mala pasada...
—Picas —suspiró Tyrion que sabía cómo terminaba la frase—. Cabezas. Murallas.
—Ya veo que has aprendido algo de mí.
—Más de lo que te imaginas, padre —respondió Tyrion con voz queda. Apuró el vino y dejó la copa sobre la mesa, pensativo. En cierto modo se sentía más complacido de lo que quería reconocer, pero otra parte de su ser recordaba demasiado bien la batalla río arriba, y se preguntaba si lo volverían a enviar a defender el flanco izquierdo.
—¿Por qué yo? —preguntó, inclinando la cabeza a un lado—. ¿Por qué no envías a mi tío? ¿O a Ser Addam, o a Ser Flement, o a Lord Serrett? ¿Por qué no envías a un hombre... más grande?
—Tú eres mi hijo —dijo Lord Tywin levantándose bruscamente.
Entonces fue cuando se dio cuenta.
«Lo das por perdido —pensó—. Hijo de la gran puta, crees que Jaime se puede dar por muerto, así que soy lo único que te queda.» Tyrion hubiera querido abofetearlo, escupirle a la cara, sacar el puñal y arrancarle el corazón para ver si estaba hecho de oro viejo y duro, como decía el pueblo llano. Pero se quedó allí, sentado, en silencio.
Los fragmentos de la copa rota crujieron bajo los talones de su padre cuando Lord Tywin cruzó la estancia.
—Una última cosa —dijo ya junto a la puerta—. No te lleves a la puta a la corte.
Tyrion se quedó sentado largo rato, a solas en la sala común, después de la salida de su padre. Por último, subió por los peldaños que llevaban a su acogedora buhardilla, bajo la torre del campanario. El techo era bajo, pero para un enano eso no suponía ningún problema. Desde la ventana se veía la horca que su padre había alzado en el patio. El cuerpo de la tabernera colgaba de la cuerda, y se mecía con cada ráfaga de viento nocturno. A aquellas horas tenía ya las carnes tan escasas y maltrechas como las esperanzas de los Lannister.
Shae musitó algo en sueños cuando se sentó al borde del lecho de plumas, y se giró hacia él. Tyrion deslizó la mano bajo la manta, y le acarició un pecho suave. Ella abrió los ojos.
—Mi señor —dijo con una sonrisa adormilada.
Tyrion sintió que el pezón se endurecía, y la besó.
—¿Sabes, pequeña? Voy a llevarte a la corte, a Desembarco del Rey.
La yegua relinchó suavemente cuando Jon Nieve le apretó las cinchas.
—Calma, preciosa —dijo en voz baja, tranquilizándola con una caricia.
El viento que soplaba en el establo era un frío aliento de muerte en el rostro, pero Jon no le prestó atención. Ató el rollo a la silla, pese a la torpeza y rigidez de los dedos heridos.
—
Fantasma
—susurró—. Conmigo. —Y el lobo acudió, con sus ojos como brasas.
—Jon, por favor, no lo hagas.
Montó, cogió las riendas con una mano, e hizo que el animal se volviera hacia la noche. Samwell Tarly estaba ante la puerta del establo; la luna llena asomaba por encima del hombro. La sombra que proyectaba era inmensa y negra, como la de un gigante.
—Apártate de mi camino, Sam.
—No puedes, Jon —dijo el muchacho—. No te lo permitiré.
—Preferiría no tener que hacerte daño —dijo Jon—. Apártate a un lado, o te arrollaré.
—No me lo creo. Por favor, tienes que hacerme caso...
Jon picó espuelas, y la yegua emprendió el galope hacia la puerta. Sam se mantuvo firme un instante, con la cara tan pálida y redonda como la luna a su espalda, la boca abierta en una inmensa «o» de sorpresa. En el último momento, cuando ya casi estaba sobre él, saltó a un lado, como Jon había sabido que haría, tropezó y cayó al suelo. La yegua saltó por encima de él y salió a la noche.
Jon se echó sobre la cabeza la capucha de la gruesa capa y encaminó a la yegua en la dirección correcta. Se alejó a caballo del Castillo Negro, que estaba sumergido en el silencio.
Fantasma
corría a su lado. Sabía que había hombres de guardia sobre el Muro, pero miraban siempre hacia el norte, no hacia el sur. Nadie lo vería partir, sólo Sam Tarly, que todavía estaría en los viejos establos, intentando ponerse en pie. Esperaba que Sam no se hubiera hecho daño en la caída. Era tan gordo y torpe que sería propio de él romperse una muñeca o torcerse un tobillo.
—Se lo advertí —dijo Jon en voz alta—. Además, no tenía por qué entrometerse.
Flexionó los dedos de la mano herida mientras cabalgaba, abriéndolos y cerrándolos. Le seguían doliendo, pero al menos ya le habían quitado las vendas.