Islas en la Red (51 page)

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Authors: Bruce Sterling

Tags: #Ciencia-Ficción

BOOK: Islas en la Red
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La celda no tenía sanitario. Pero aprendió rápidamente la rutina, tras oír a los otros prisioneros. Uno golpeaba la puerta y gritaba, en francés criollo malí, si lo sabía. Tras un cierto período, según la voluntad, uno de los guardias aparecía y lo llevaba a las letrinas: una celda muy parecida a las demás, pero con un agujero en el suelo.

Oyó por primera vez los gritos el sexto día. Parecían rezumar hacia arriba desde el grueso suelo debajo de sus pies. Nunca había oído gritar de una forma tan inhumana, ni siquiera durante los disturbios en Singapur. Había una cualidad primigenia en esos gritos que podía atravesar las barreras más sólidas: cemento, metal, hueso, el cráneo humano. Comparados con estos aullidos, los gritos de pánico de una multitud eran algo risible.

No pudo captar ninguna palabra, pero apreció que había pausas, y ocasionalmente creyó oír un leve zumbido eléctrico.

Le quitaban las esposas para comer y para ir a la letrina. Luego volvían a ponérselas, apretada, cuidadosamente, muy altas en sus muñecas, de modo que no pudiera escurrirse a través del círculo de sus propias manos y conseguir situarlas delante de su cuerpo. Como si importara, como si pudiera liberarse de un solo salto y arrancar la puerta de hierro de sus bisagras con sus uñas.

Al cabo de una semana sus hombros estaban en un estado constante de sordo dolor, y tenía la piel terriblemente irritada en su barbilla y mejilla de dormir boca abajo. Sin embargo, no se quejaba. Había visto brevemente a uno de sus compañeros prisioneros, un hombre asiático, japonés creyó. Iba esposado, con grilletes en los pies y una venda en los ojos.

Durante la segunda semana, empezaron a esposarle las manos delante. Eso significó una sorprendente diferencia. Tuvo la sensación, con una mareante irracionalidad, de que había conseguido realmente algo, de que la administración de la prisión le había enviado alguna especie de pequeño pero definido mensaje.

Seguramente, pensó mientras esperaba tendida a que llegara el sueño, con su mente desintegrándose suave y sensualmente, se había hecho alguna marca en algún sitio, quizá sólo una señal en una tablilla, pero con ello se había producido alguna especie de formalidad institucional. Ella existía.

Por la mañana se convenció a sí misma de que eso no podía significar nada. Empezó a hacer flexiones.

Mantenía la cuenta de los días rascando la granulosa pared debajo de su camastro con el borde de sus esposas. En su día número veinte fue sacada de su celda, le administraron otra ducha y otro examen corporal, y fue llevada a ver al Inspector de Prisiones.

El Inspector de Prisiones era un blanco norteamericano muy bronceado, con una amplia sonrisa. Llevaba una larga chilaba de seda, pantalones azules y unas elaboradas sandalias de cuero. Se reunió con ella en una oficina con aire acondicionado en la planta baja, con sillas de metal y un largo escritorio de acero con la parte superior de madera contrachapada lacada. Había retratos enmarcados en dorado en las paredes, hombres de uniforme: GALTIERI, NORTH, MACARTHUR.

Un terrorista sentó a Laura en una silla plegable metálica frente al escritorio. Tras los bochornosos días en su celda, el aire acondicionado parecía algo ártico; se estremeció.

El terrorista soltó sus esposas. La piel debajo de ellas estaba encallecida, la muñeca izquierda tenía una supurante llaga.

—Buenas tardes, señora Webster —dijo el inspector.

—Hola —dijo Laura. Su voz sonó oxidada.

—Tome un poco de café. Es muy bueno. Keniano. —El inspector deslizó una taza y un plato por encima del escritorio—. Han tenido buenas lluvias este año.

Laura asintió torpemente. Tomó la taza y dio un sorbo al café. Llevaba comiendo la comida de la prisión desde hacía semanas: escop, con algún ocasional cuenco de gachas. Y bebiendo la dura y metálica agua, dos litros cada día, salada, para evitar las insolaciones. El ardiente café golpeó su boca con una sorprendente oleada de riqueza, como chocolate belga. Su cabeza empezó a girar.

—Soy el Inspector de Prisiones —dijo el Inspector de Prisiones—. En mi habitual turno de ronda aquí, ¿sabe?

—¿Qué es este lugar?

El inspector sonrió.

—Esto es el Instituto de Reforma Penal Moussa Traore, en Bamako.

—¿Qué día es hoy?

—Es… —comprobó su relófono—, el seis de diciembre de 2023. Miércoles.

—¿Sabe mi gente que todavía estoy viva?

—Veo que va usted directamente al fondo del asunto —dijo lánguidamente el inspector—. De hecho, señora Webster, no. No lo saben. Entienda, usted representa una seria brecha en nuestra seguridad. Esto nos está causando algunos dolores de cabeza.

—Algunos dolores de cabeza.

—Sí… Entienda: gracias a las peculiares circunstancias en las que salvamos su vida, ha averiguado usted que poseemos la Bomba.

—¿Qué? No entiendo.

El hombre frunció ligeramente el ceño.

—La
Bomba,
la bomba atómica.

—¿Es eso? —dijo Laura—. ¿Me están reteniendo aquí a causa de una bomba atómica?

El fruncimiento de ceño se hizo más profundo.

—¿A qué viene todo esto? Usted ha estado en el
Thermopylae.
Nuestra nave.

—¿Quiere decir usted el
barco,
el submarino?

Él la miró fijamente.

—¿Debo hablarle más claramente?

—Estoy un poco confusa —dijo Laura, desconcertada—. Acabo de pasar tres semanas en solitario. —Depositó la taza sobre el escritorio, cuidadosamente, con mano temblorosa.

Hizo una pausa, intentando ordenar sus pensamientos.

—No le creo —le dijo finalmente al hombre—. Vi un submarino, pero ignoro que sea un auténtico submarino portamisiles. Sólo tengo su palabra respecto de eso, y la palabra de la tripulación a bordo. Cuanto más pienso en ello, más difícil me resulta de creer. Ninguno de los antiguos gobiernos nucleares fue lo suficientemente estúpido como para perder todo un submarino. En especial con misiles nucleares a bordo.

—Evidentemente, posee usted una fe emocionante en los gobiernos —dijo el inspector—. Si disponemos de la plataforma de despegue, apenas importa dónde o cómo obtuvimos las ojivas nucleares, ¿no? Lo importante es que la Convención de Viena
cree
en nuestro disuasor, y nuestros tratos con ellos requieren que mantengamos ese disuasor secreto. Pero usted conoce el secreto, ¿entiende?

—No creo que la Convención de Viena haga ningún trato con terroristas nucleares.

—Posiblemente no —admitió el inspector—. Pero nosotros somos contraterroristas. Viena conoce muy bien que estamos haciendo su trabajo por ellos. Pero imagine la poco favorable reacción si se difundiera la noticia de que nuestra República de Malí se ha convertido en una superpotencia nuclear.

—¿Qué reacción? —dijo torpemente Laura.

—Bueno —respondió el hombre—, los no comprometidos, la multitud global, caería presa del pánico. Alguien podría hacer algo imprudente, y nosotros nos veríamos obligados a usar nuestro disuasor, de forma innecesaria.

—Quiere decir hacer estallar una bomba atómica en algún lugar.

—No tendríamos otra elección. Aunque no es un curso de acción que nos guste.

—De acuerdo, suponga que le creo —dijo Laura. El café estaba empezando a golpearla ahora, activando sus nervios como fino champán—. ¿Cómo puede permanecer sentado aquí y decirme que es probable que tengan que hacer estallar una bomba atómica? ¿Acaso no puede ver que esto está fuera de proporción con cualquier cosa que deseen conseguir?

El inspector sacudió lentamente la cabeza.

—¿Sabe usted cuánta gente ha muerto en África durante los últimos veinte años? Algo más de ochenta millones. Es algo que hace que la mente se tambalee, ¿no?: ochenta millones. Y lo peor de todo ello es que ni siquiera
eso
ha arreglado las cosas: la situación se está haciendo
peor.
África está enferma, necesita cirugía de urgencia. El espectáculo marginal que hemos ofrecido en Singapur y Granada no es más que
acontecimientos de relaciones públicas
comparado con lo que es necesario aquí. Pero, sin un disuasor, no seremos dejados tranquilos para poder realizar todo lo necesario.

—Quiere decir genocidio.

El hombre agitó pesaroso la cabeza, como si ya hubiera oído todo aquello antes y esperara algo mejor de ella.

—Queremos salvar África de sí misma. Podemos proporcionar a esa gente el orden que necesitan para sobrevivir. ¿Qué es lo que ofrece Viena? Nada. ¡Porque los regímenes de África son gobiernos nacionales soberanos, la mayor parte de ellos signatarios de Viena! A veces Viena se ocupa de subvertir algún régimen particularmente odioso…, pero Viena no da soluciones permanentes. El mundo exterior ha borrado África del mapa.

—Nosotros todavía enviamos ayuda, ¿no?

—Eso sólo se añade a la miseria. Fomenta la corrupción.

Laura se frotó la sudorosa frente.

—No lo entiendo.

—Es simple. Debemos tener éxito allá donde Viena ha fracasado. Viena no hizo nada acerca de los paraísos terroristas de datos, nada acerca de África. Viena es débil y está dividida. Se acerca un nuevo orden global, y no está basado en obsoletos gobiernos nacionales. Está basado en grupos modernos como su Rizome y mi Ejército Libre.

—Nadie les ha votado a ustedes —dijo Laura—. No tienen autoridad. ¡Son vigilantes!

—Usted también es una vigilante —dijo con calma el Inspector de Prisiones—. Una vigilante diplomada. Interfiriendo con los gobiernos en bien de su multinacional. Lo tenemos todo en común, ¿entiende?

—¡No!

—Nosotros no hubiéramos podido
existir
de no ser por la gente como ustedes, señora Webster. Ustedes nos financiaron. Ustedes nos crearon. Nosotros servimos a sus necesidades. —Dejó escapar el aliento y sonrió—. Nosotros somos su espada y su escudo.

Laura se dejó caer hacia atrás en su silla.

—Si estamos en el mismo lado, entonces, ¿por qué me retienen en su cárcel?

Él se inclinó hacia delante y unió los dedos.

—Ya se lo
dije,
señora Webster…, ¡es por razones de seguridad atómica! Por otra parte, no vemos ninguna razón por la que usted no deba contactar con sus compañeros y familiares si así lo quiere. Dejemos que sepan que está viva y a salvo y bien. Eso significará mucho para ellos, estoy seguro. Puede usted redactar un comunicado.

Laura habló aturdidamente. Había sabido que iba a venir algo así.

—¿Qué tipo de comunicado?

—Un comunicado preparado de antemano, por supuesto. No podemos dejar que se ponga a farfullar nuestros secretos atómicos en una conexión telefónica en directo con Atlanta. Pero puede grabar usted una videocinta. Que nosotros nos encargaremos de transmitir por usted.

El estómago de Laura dio un vuelco.

—Primero tengo que ver ese comunicado. Leerlo. Y pensar sobre él.

—Hágalo. Piense sobre él. —El hombre pulsó su relófono, habló por él en francés—. Háganos saber su decisión.

Otro terrorista llegó. La llevó a una celda diferente. No le pusieron las esposas.

La nueva celda tenía la misma longitud que la primera, pero disponía de dos camastros y era un paso y medio más ancha. Ya no se veía obligada a llevar las esposas. Se le proporcionó un orinal y una jarra grande de agua. Hubo más escop, y las gachas eran de mejor calidad, y a veces incluso tenían trozos de tocino de soja.

Le proporcionaron un mazo de cartas, y una Biblia de bolsillo que había sido distribuida por la Misión de los Testigos de Jehová de Bamako en 1992. Pidió un lápiz para tomar notas para su comunicado. Le fue proporcionada una máquina de escribir infantil con una pequeña pantalla. Escribía muy bien, pero no tenía impresora, y no podía ser usada para deslizar mensajes secretos.

Los gritos se oían más fuertes debajo de la nueva celda. Varias voces distintas, pensó, y también diferentes idiomas. Los gritos solían durar más o menos una hora. Luego se producía una pausa en la que los torturadores debían de tomar café. Tras lo cual volvían al trabajo. Imaginaba que debía de haber varios torturadores distintos. Sus hábitos diferían. A uno de ellos le gustaba cantar melancólicas baladas francesas durante la pausa para el café.

Una noche fue despertada por un ahogado tableteo de ametralladora. Fue seguido por cinco secos tiros de gracia. Habían matado a gente, pero no a la gente que estaba siendo torturada…, dos de ellos estaban de vuelta al día siguiente.

Le tomó dos semanas redactar su comunicado. Fue peor de lo que había imaginado. Deseaban que dijera a Rizome y al mundo que había sido secuestrada en Singapur por los granadinos y que había sido retenida en el complejo de túneles subterráneos del Campo Fedon. Aquello era ridículo; no creía que la persona que lo había escrito comprendiera enteramente el inglés. Partes de la declaración le recordaban el comunicado del ELAT emitido tras el asesinato de Winston Stubbs.

Ya no dudaba de que el ELAT había matado a Stubbs y ametrallado su casa. Era evidente. El asesinato a control remoto olía a ellos. No hubiera podido ser Singapur, el pobre, brillante y siempre luchando por abrirse camino Singapur. Los militares de Singapur, soldados como Hotchkiss, hubieran matado a Stubbs cara a cara y nunca hubieran alardeado de ello después.

Debieron de lanzar el abejorro desde un barco de superficie en alguna parte cerca de la costa. No podía haber procedido de su submarino nuclear…, a menos que tuvieran más de uno, un horrible pensamiento. El submarino no podía haber viajado lo bastante aprisa como para atacar Galveston, Granada y Singapur durante el tiempo de su aventura. (Ya estaba pensando en ello como su aventura…, algo que ya había terminado, algo de su pasado, algo precautividad.) Pero los Estados Unidos eran un país abierto, y buena parte de los ELAT eran estadounidenses. Alardeaban abiertamente de que podían ir a cualquier parte, y ella les creía.

Ahora creía que tenían a alguien —un soplón, un espía, uno de sus Henderson/Hesseltine— en la propia Rizome. Sería tan fácil para ellos infiltrarse, no como en Singapur. Todo lo que tendrían que hacer sería presentarse y trabajar duro y sonreír.

Se negó a leer el comunicado preparado. El Inspector de Prisiones la miró con desagrado.

—¿Realmente cree que este desafío suyo va a conseguir algo?

—Este comunicado es desinformación. Es propaganda negra, una provocación, dirigida a conseguir que muera más gente. No ayudaré a matar gente.

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