Inés y la alegría (53 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

BOOK: Inés y la alegría
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—¿Qué quieres? —y fue como si no le conociera de nada, como si nunca hubiera visto a aquel hombre, como si no supiera por qué no había dormido.

—Mira, yo no sé lo que te han contado… —olía a madera y a tabaco, a clavo y a cansancio, y la explicación obvia no era la buena, pero no tenía otra—. Yo no conocía de nada a ese chico, te lo juro, pregúntaselo a Romesco, él estaba delante cuando le conocí, vino a decirme que quería ayudar y le pedí comida, eso fue lo único que hice, pedirle que nos trajera comida, Romesco lo sabe, sabe que no le conocía, y ayer, cuando se me tiró encima, me lo sacudí tan deprisa como pude, esa es la verdad y tienes que creerme, créeme, por favor, por lo que más quieras, yo…

—Te has acostado conmigo sin conocerme de nada, ¿no? —le miré, y lo que vi en sus ojos me enseñó que la noche anterior apenas había aprendido algo de la naturaleza del frío—. Así que no hace falta que me des explicaciones. Puedes acostarte con otro, con cualquiera…

—No me hables así —murmuré, y apenas logré escucharme a mí misma, como si aquellas palabras me hubieran dejado sin aire en los pulmones.

—¿Por qué? Es la verdad —sus labios se curvaron en una mueca retorcida, que quizás quisiera ser una sonrisa pero no llegó a tanto—. No necesitas conocer a un hombre para meterte en la cama con él, desde luego…

—¡No me hables así! —descubrí que hasta sin aire en los pulmones podía gritar y me lancé sobre él con los puños cerrados, para estrellarlos contra su pecho una, dos, tres veces—. ¡No me digas esas cosas! No me hables así porque tú no piensas eso, no lo crees, no puedes decirlo, sabes de sobra que… —yo creía que en España ya no quedaban mujeres como tú, recordé, y no supe por dónde seguir.

—Lo único que sé —sujetó mis brazos con sus manos para privarme hasta del consuelo de pegarle— es que he picado como un pardillo. Eso sí que lo sé.

—¿Que has picado? —y ni siquiera logré sospechar a qué se refería—. ¿En qué has picado? No te entiendo.

—¿No? —me soltó del todo y dio un paso hacia atrás—. Pues lo que no entiendo yo es qué hacía ese tío ayer, registrando la casa, mientras tú le cubrías desde la cocina, con el pretexto de llenar la despensa de patatas.

—¿Que yo…? —mis pies trastabillaron por su cuenta mientras me doblaba por la cintura, la boca abierta, los brazos muertos, un asombro tan inmenso que ni con todo el cuerpo podía albergarlo—. ¿De verdad crees que hice eso? —me alejé de él sin controlar mis pasos, mis ojos moviéndose sin cesar, sin hallar un punto donde fijarse—. ¿Qué yo le cubría mientras…? No puede ser —le miré, me miró, y me di cuenta de que estaba empezando a dudar—. No puede ser, dime que no es verdad —pero por eso, porque ya dudaba, cuando intenté avanzar hacia él, se dio la vuelta—. Es imposible, no puedo creerlo… —entró en la casa—. Es que no me lo creo, ¿me oyes? —y levanté la voz—. ¡No me lo creo!

Todavía di algunos tumbos más, moviéndome sin objeto, sin dirección, mis pies trazando un caos de curvas sin sentido, eses de bailarina borracha más allá de los límites de la peor borrachera. Al principio, ni siquiera lograba procesar las palabras que acababa de escuchar. Comprenderlas resultó peor, mucho peor, más asqueroso que lo que hubiera podido imaginar yo sola en los días de mi vida. Dar tanto, entregar tanto, sufrir tanto y haber sido tan feliz durante tan poco tiempo, sólo había servido para que al final pensaran que ni siquiera era una impostora, una pusilánime o una cobarde, sino una infiltrada, el enemigo en casa, una mala puta capaz de hacer cualquier cosa sólo para engañarles, para hacerles daño, para abrirle la puerta a sus verdugos cuando menos lo esperaran. Eso era lo que pensaban de mí y no me habían dado la oportunidad de hablar, de defenderme, eso no, eso nunca, porque nosotros no hacíamos las cosas así, mejor la inquietud que ablanda, la incertidumbre que destroza los nervios, la expulsión fulminante antes que nada, y después, el miedo de no saber, de no entender jamás lo que está pasando.

—Inés…

Montse volvía de su casa con el Zurdo, y al escuchar su voz, dejé de pensar en círculo, de moverme como una peonza, y me enderecé despacio, me quité el pelo de la cara, la miré, la vi acercarse, dar un paso, después otro, antes de que su amante la cogiera por la cintura, para besarla en la cabeza y apartarla de mí. Ella hizo un gesto extraño con la mano, a medio camino entre un saludo y una caricia en el aire, pero él no me miró y el centinela dejó de hacerlo cuando nos quedamos solos en la calle. Mientras le miraba yo, rígido, tieso como si tuviera el cuello escayolado, terminé de comprender mi condición, una mujer transparente, incorpórea y sordomuda, a la que no se podía mirar, ni hablar, ni escuchar, ni siquiera ver por muy cerca que estuviera. En ese instante, y aunque la comprensión no alivió ni un ápice mi sufrimiento, mi razón se recuperó, y cuando Montse me contó lo que había pasado, ya lo sabía todo, o casi todo. Lo había adivinado yo sola, agazapada en el portalón de aquel establo, mientras les veía salir, reunirse con sus hombres, despedirse hasta la noche. El Zurdo fue el último en marcharse, pero cuando atravesó la puerta, Galán todavía estaba allí, mirando en todas direcciones, y era evidente que me estaba buscando, pero más evidente todavía que no me iba a encontrar. Me pegué a la puerta hasta que escuché a Comprendes reclamándole, recordándole a gritos el nombre del pueblo al que deberían llegar antes de la hora de comer.

El ruido, pisadas, voces, algún motor que se alejaba, se fue amortiguando hasta cesar por completo, pero no me moví hasta que distinguí la silueta de Montse en el umbral de la puerta, un paso por detrás de la línea visual del centinela. Entonces salí de mi escondite, me dejé ver y le hice una seña para que me esperara. Salí del pueblo, atravesé el Garona por un puente alejado de las casas, rodeé el campamento por detrás y tardé casi una hora en llegar hasta la ventana de la cocina. No vi a Montse, pero cuando golpeé con los nudillos en el cristal, vino enseguida.

—¡Inés! —y estaba tan nerviosa que no atinó a abrirla a la primera—. Inés, ¿qué ha pasado? Espera un momento, que ahora mismo salgo…

—No, no salgas. Es mejor que no te vean hablando conmigo —y no la dejé preguntar por qué—. Escúchame, Montse, tranquilízate, eso lo primero. Necesito saber qué pasó ayer, cuando me echaron de aquí.

—¿Te echaron? —y abrió mucho los ojos—. Yo creía que…

—Sí, me echaron, y creo que sé por qué. Luego te lo cuento, pero primero quiero que me cuentes tú… —la vi cerrar los ojos, ponerse seria, asentir con la cabeza, y no terminé la frase.

—Yo estaba en mi casa. Habíamos recogido ya, te acuerdas, ¿no? El Zurdo todavía no había vuelto, y llegaron el Lobo, Comprendes y Galán… —lo único que no había podido adivinar por mi cuenta era que habían forzado la puerta del despacho, que habían visto a Arturo andando por el piso de arriba—. Y me preguntaron que si creía que tú estabas de acuerdo con él, y les dije que no, porque… Tú no le conocías de nada, ¿verdad, Inés?

—No, Montse, claro que no —tampoco pude entender cómo había podido ser tan imbécil, picar de aquella manera, una pardilla yo, la más pardilla, deslumbrada por la luz de aquellos días y aun más por la luz de aquellas noches, como si el mundo entero sólo pudiera moverse en la dirección correcta, la que mi vida había recuperado—. Te juro que no le conocía de nada.

—Lo sabía —me sonrió, y su sonrisa fue el primer indicio de que el calor seguía existiendo, aunque todavía estuviera fuera de mi alcance—. Lo sabía.

—¿Y les oíste hablar entre ellos?

Meneó la cabeza para darme a entender que preferiría no contármelo, pero yo era inocente, ella mi amiga, y así salieron a relucir Pedro Palacios y una larga serie de casualidades de las que nunca había sido consciente. Cuando creí que habíamos terminado, descubrí que no me lo había contado todo.

—Y luego, Galán, pues… —pero arrugó los labios y se resistió a volver a abrirlos—. Nada.

—No, nada no. Luego, ¿qué, Montse?

—Luego… Luego, Galán le pegó una patada a una carretilla, que debió de hacerse polvo el pie, y dijo, «pues la detenemos, la detengo yo, si queréis, voy ahora mismo a por ella y la encierro donde me digáis…» No llores, Inés.

—No estoy llorando —era sólo que se me caían dos lágrimas de los ojos—. Sigue, por favor.

—Pues eso, nada más. Me dieron las gracias y se marcharon. Y por la noche, cuando vine, yo creía que seguías aquí, arriba, con Galán, porque no le vi, y pensé, pues habrán tenido una bronca, y… —dejó la frase a medias y miró a sus espaldas—. Espera aquí un momento. Viene alguien.

Cerró la ventana y me senté en el suelo, para unir los fragmentos hasta que integraron un relato completo, pero eso, Galán ofreciéndose a detenerme, a encerrarme donde le dijeran, no fue lo peor. Lo peor era que les entendía, que podía entender su recelo, sus sospechas, me hacía mucho daño pero podía entenderlo, y al llegar a ese punto, ya había descubierto dos verdades más. La primera era que nunca lograría resolver aquel problema a mi manera. La segunda, que sólo lograría arreglarlo a la suya.

—Inés, ¿sigues ahí? —y eso era lo que iba a hacer, arreglar aquello como lo haría uno de ellos—. Era el carnicero… ¿Y qué hago yo ahora con el cerdo?

El cerdo, pensé, y sentí lo mismo que si acabara de caérseme encima, el cerdo…

—Filetes —pero yo era su amiga, y no podía dejarla sola—. Dile que te haga filetes de aguja, que para fritos tendrán demasiada grasa, pero guisados, con aceitunas, por ejemplo, salen muy buenos…

Y nunca, durante el resto de mi vida, descubriría de dónde saqué la serenidad suficiente para explicarle la receta paso a paso mientras ella la iba apuntando en un papel, y hasta para recomendarle al final que escurriera muy bien las aceitunas y tuviera cuidado con la harina, porque si la salsa salía demasiado espesa, el plato se echaba a perder.

—Dile que te limpie los lomos —añadí todavía—, que trocee las costillas, y que lo traiga todo. Lo guardas en la despensa, en el sitio más fresco, en una fuente bien tapada con un paño limpio, y esta noche, o mañana, cuando vuelva, lo adobamos entre las dos.

—Porque vas a volver, ¿verdad?

—Claro. Bueno, si tú me ayudas… —asintió con la cabeza y con tanto énfasis como si quisiera asegurarme que podía pedirle cualquier cosa—. Pues sube arriba, ¿quieres? En el maletero del armario, entre dos mantas, tiene que haber una pistola. Tráemela. Es mía.

—No, ni hablar —me dedicó una mirada espantada antes de empezar a negar con la cabeza—. Una pistola no. ¿Qué vas a hacer?

—Tú, tráemela, Montse, por favor. No pienso suicidarme, si eso es lo que estás pensando.

—¿Suicidarte? —mi última afirmación sólo había logrado asustarla más todavía—. ¿Pero cómo voy a pensar yo…? Tú te has vuelto loca.

—No —y de repente me sentí tan fuerte que volví a sonreír—. Yo voy a ir a por Arturo. Voy a ir a por él de todas formas, lo tengo decidido y eso es lo que voy a hacer. Con mi pistola, si tú me la traes, o sin ella, y entonces será peor, aunque yo siga teniendo dos brazos y él uno solo. Así que tú verás.

Me quedé mirándola y dejé que me mirara, hasta que la expresión de mi cara la convenció mejor que mis palabras.

—¡Ay, madre mía! —y volvió a cabecear, más despacio—. Madre mía, madre mía… Madre mía.

Pero sin dejar de invocar a su madre, se apartó de la ventana, salió de la cocina y volvió con mi pistola en la mano.

—¡Joder, Inés! Yo no debería hacer esto —me la puso en la mano con una inquietud casi maternal—. Si te pasa algo…

—Ya me ha pasado, Montse —respondí, mientras comprobaba que nadie había vaciado tampoco el cargador—. Me ha pasado lo peor que podía pasarme. No tengo nada que perder. Sólo hace falta que me digas dónde vive el manco.

—Espera un momento. Ahora sí que salgo.

—Que no, de verdad, que… —pero ya había cerrado la ventana.

Vino corriendo y nos abrazamos sin hablar, un abrazo muy fuerte que duró mucho tiempo, balanceándonos como lo que éramos, dos crías asustadas, porque las dos teníamos mucho miedo, aunque ella lo demostrara y yo no. Me explicó cómo se llegaba a la masía, y nos despedimos sin hablar, pero cuando salí del establo llevando a
Lauro
de las riendas, todavía estaba allí para decirme adiós con la mano.

Avancé muy despacio para salir del pueblo por una callejuela desierta, y seguí caminando campo a través, bordeando una loma antes de atreverme a montar. Suponía que en aquella dirección, que sólo conducía a Les, a Caneján, y por fin a Francia, no habría controles, pero vi uno en la carretera, y seguramente ellos me vieron a mí aunque no pudieron pararme, porque cabalgaba lejos de cualquier camino, por la falda del monte. Así, me desorienté, y tardé algún tiempo en identificar el cerro del que Montse me había hablado, pero todo lo demás fue sorprendentemente fácil, y cuando distinguí la masía, en un claro cercado por un bosque muy espeso, no vi movimiento ni escuché ningún ruido, aunque eran cerca de las diez de la mañana. Los árboles llegaban casi hasta la tapia, y dejé a
Lauro
atado a uno de ellos mientras me acercaba con tanta cautela que hasta fui escogiendo el lugar en el que iba a poner cada pie antes de posarlo, aunque pronto descubrí que mis precauciones habían sido excesivas. La casa tenía todas las contraventanas aseguradas, la puerta trasera atrancada aunque saliera humo por las chimeneas. Al esconderme tras el portillo de madera que la comunicaba con el pinar, pude ver una serie de barracones alargados, establos o gallineros, con las puertas tan cerradas como si aún no hubiera amanecido, y un poco más allá, un huerto donde, a aquellas horas, tampoco era lógico que no hubiera nadie trabajando.

El Lobo tenía razón. Los masoveros debían pertenecer al Somatén porque tanto abandono no tenía sentido, y aquella casa a oscuras, blindada contra las miradas ajenas a media mañana, menos aún. Allí dentro tenía que haber algo que justificara tantas precauciones, armas, hombres armados, y al pensarlo, sentí la tentación de abandonar, tal vez lo habría hecho si no se hubiera abierto la puerta para dejar salir a los dos hombres que habían ido a buscarme a Bosost la mañana anterior. El que había llegado tirando del carro fue derecho al tocón de un árbol que tenía un hacha clavada en el centro. Mientras tanto, Arturo, con la misma cesta de mimbre en la que me había traído los huevos enganchada en el muñón del brazo izquierdo, fue derecho al barracón más alejado de la casa. Yo me moví con sigilo, pegada a la tapia, hasta que alcancé un punto desde el que podía ver la puerta por donde había entrado Arturo, abierta, la de la casa, cerrada, y el tocón donde el criado de la masía, porque eso debía ser, convertía un tronco en astillas suficientes para llenar el serón que había traído consigo. Después, volvió a dejar el hacha clavada en el tajo, entró en la casa y cerró la puerta por dentro.

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