Authors: Dominique Lapierre
Los británicos testimoniaron su reconocimiento a estos fieles y pródigos vasallos cubriéndolos de una lluvia de honores y condecoraciones. Los marajás de Gwalior, Cooch Behar y Patiala recibieron el insigne privilegio de escoltar a caballo, en calidad de ayudas de campo honorarios, la carroza real de Eduardo VII durante las fiestas de su coronación. Oxford y Cambridge acordaron distinciones honoríficas a numerosos príncipes. Los pechos de los soberanos más notables se engalanaron con resplandecientes medallas de nuevas órdenes creadas para la circunstancia: la Orden de la Estrella de la India y la Orden del Imperio de la India.
La potencia soberana supo testimoniar al máximo su gratitud gracias sobre todo a la sutil gradación de una forma ingeniosa e inédita de recompensas. El número de salvas de cañón que saludaban a un monarca indio era el signo de su posición en la jerarquía principesca. El virrey tenía el poder de aumentar el número de salvas en reconocimiento por servicios excepcionales, o reducirlo como signo de castigo. Cinco soberanos —los de Hyderabad, Cachemira, Mysore, Gwalior y Baroda— tenían derecho al supremo honor de veintiuna salvas. A continuación venían los estados de diecinueve, luego de diecisiete, trece, once y nueve disparos. Para cuatrocientos veinticinco humildes rajás y nababs que reinaban en pequeños principados casi olvidados del subcontinente no había saludo alguno. Fueron los príncipes desdeñados de la India, los hombres para quienes no había salvas de honor.
Tanto si oían los cañonazos de salutación como si no, todos los marajás y nababs de la India quedaron sometidos bajo la misma enseña en aquel verano de 1947, cuando Gran Bretaña abandonó la joya de su imperio. Reconstituir en detalle este irreversible adiós a una época desaparecida constituirá uno de los esfuerzos más apasionantes de nuestra nueva aventura literaria hasta las fuentes de la Historia.
Ciertamente, los Boeing de Indian Airlines y los vagones climatizados de la mayor red ferroviaria del mundo anulan las distancias del país continente que ahora empiezo a explorar para mi investigación. Pero ningún medio de transporte rápido puede ofrecerme el rico sabor y las sorpresas del descubrimiento de la India a través de sus carreteras anárquicas, atestadas de camiones, tartanas de caballos, caravanas de camellos, carretas, carretillas e incluso elefantes. Atravesar a velocidad moderada los mil estrépitos del país escuchando, en el silencio aterciopelado del Silver Cloud, el sitar endiablado de Ravi Shankar o las calmantes cantatas de Bach… ¡menudo placer! En seis meses recorremos, mi coche y yo, más de veinte mil kilómetros. Entrevistas, búsqueda de documentos, descripciones de situaciones y de lugares históricos… El maletero del Rolls-Royce pronto se llena con los variopintos elementos de una investigación prodigiosa. Cada etapa es una ocasión única para fundirse con la India de
Las mil y una noches
. En Mysore me quedo atrapado con el coche en un río de elefantes cubiertos de oro y plata, dromedarios, caballos ricamente adornados. La fiesta dura seis días y seis noches. Cada día, al atardecer, el descendiente del último marajá que ostentó el cargo aparece sobre su trono de oro. La última noche, trono y soberano son izados sobre un elefante suntuosamente decorado para que desfile en medio de la población alborozada. Detrás del paquidermo real hay otro mastodonte. Me sorprende ver que no hay nadie en su palanquín. Me entero entonces de que el majestuoso animal transporta «las almas de los marajás difuntos».
Unos centenares de kilómetros más lejos, en la carretera de Bangalore, la capital de Karnataka, el Silver Cloud queda súbitamente engullido por una marea humana que camina hacia una estatua monolítica de granito de veintidós metros, erigida en la cumbre de una colina. Son casi un millón los que asisten a la aspersión ritual de Bahubali, el ídolo fanáticamente venerado por los adeptos al jainismo, una de las religiones más notables de este país adorador de veinte millones de divinidades. Gracias, amada India, por darme la oportunidad de compartir ese torrente de fe y de amor que sólo se reproduce una vez cada doce años.
Bahubali, casi contemporáneo de Buda, era el hijo menor de Mahavira, un profeta del siglo
VI
antes de nuestra era que proponía a sus discípulos que alcanzaran la liberación adoptando los principios de la no violencia, la castidad y la pobreza. Este ideal no convirtió a grandes multitudes, pero en el curso de los siglos se ganó numerosos adeptos, en particular entre las clases dirigentes. Reyes, reinas, príncipes, ministros, generales, personas acaudaladas se convirtieron y ofrecieron su patronazgo. Construyeron templos, monasterios y hospicios que llenaron de tesoros.
La multitud que me aprisiona al volante de mi coche está compuesta por muchas familias de ricos mercaderes de Gujerat, Rajastán, Bengala, y de viudas acaudaladas, montadas en sillas que llevan porteadores, cubiertas de joyas desde las manos hasta los hombros. Pero también hay grupos de jóvenes penitentes con la cabeza rapada y monjas con sencillos velos de algodón blanco. También veo a centenares de
muni
, ascetas itinerantes «cubiertos de nada», es decir, enteramente desnudos, que recorren el país durante todo el año, durmiendo sobre tablones, comiendo tan sólo una vez al día, antes del atardecer, a fin de no infringir la prohibición más sagrada de su religión: no tragarse sin querer un insecto no visto debido a la oscuridad.
Abandono el coche para recorrer junto al río de peregrinos los dos mil cuatrocientos escalones que conducen a la colosal estatua, cuya aspersión ritual coronará trece días de fiestas y de celebraciones en torno a la colina. Esta apoteosis purificadora se ha preparado durante meses, y consagra el increíble viaje de cinco mil kilómetros a través de ciudades y pueblos emprendido por una tinaja de dos metros de altura que se irá llenando con el agua procedente de los ríos sagrados de la India. Toda esta agua, llevada sobre un carro de plata tirado por elefantes hasta el patio del santuario que aloja la estatua, se ha repartido en mil ochocientos vasitos de cobre dispuestos según un orden geométrico preciso. Porque sólo mil ochocientos privilegiados y sus allegados tendrán derecho a tomar parte en la unción, vertiendo el agua de un vaso sobre el ídolo. Las grandes familias jainíes del país se han disputado este honor, ofreciendo cada una de ellas decenas de millares de rupias a las instituciones caritativas de su religión.
La ceremonia, espléndida, grandiosa, impresionante, dura exactamente nueve horas. Comienza con largas invocaciones cantadas por trece sacerdotes. Mientras, cuando se pronuncian sus nombres, los portadores de los vasos escalan, en una blanca e ininterrumpida hilera, el último piso del andamiaje tubular que se eleva por encima de la cabeza del ídolo. Desde lo alto, cada uno vacía entonces su recipiente sobre el cráneo de piedra. El agua chorrea a lo largo de la enorme estatua. Resuenan tañidos de clarín. Cuando el agua alcanza los pies del coloso, hombres santos enteramente desnudos se precipitan para mojarse la frente. La fase más espectacular de la ceremonia comienza entonces, con la primera de las grandes duchas rituales. Unos sacerdotes hacen oscilar treinta grandes jarras de cobre llenas de miles de litros de leche sobre la cabeza, el cuello y los hombros de la divinidad. Una ola triunfal de aplausos y de hurras saluda el derramamiento de este néctar. Pero ya se abate sobre Bahubali un segundo diluvio, compuesto en este caso por jugo de caña, granos de arroz y leche de coco, que colorea con un ligero gris al coloso de piedra. Mientras estallan nuevos clamores, una tercera catarata, constituida esta vez por una mezcla de polvo de azafrán y sándalo, se abate sobre el gigante para colorearlo con una resplandeciente tonalidad ambarina. En el crescendo del ceremonial, los fieles se precipitan hasta los pies de la estatua para recibir su parte de la unción multicolor. Otros mojan sus paños y sus velos en los regueros, y a continuación los retuercen para que fluya el líquido sagrado en frascos que se llevarán a sus casas. No hay duda de que para la mayoría la experiencia es un encuentro místico con el más allá. Para algunos, tal vez se trate simplemente de una formidable terapia espiritual.
Percibo a los pies de la estatua un grupo de muchachas. Sus saris lucen el colorido abigarrado de las sucesivas duchas. Con los brazos en cruz, la cabeza hacia atrás y la boca abierta como para beber las últimas gotas del santo maná, están en éxtasis. Otras, tendidas boca abajo sobre los dedos de los pies del dios, gimen de felicidad.
Vuelvo a subirme al coche en un estado de estupefacción. Asombrado, sorprendido, maravillado por tantas imágenes prodigiosas, me pregunto qué podrá ofrecer todavía esta India eterna a mi insaciable curiosidad. No tardaré en descubrirlo. Aquella misma noche de fiesta, pocos kilómetros después de salir del santuario, me topo de repente con un letrero con flecha a la entrada de una carreterita que parte hacia la derecha, en medio de los arrozales. Temiendo que me esté asaltando una alucinación, detengo el coche para estar bien seguro de que he entendido lo que anuncia el letrero. Sí, Dominique, ¡en el letrero se puede leer: «I
NDIAN
S
PACE
C
ENTRE
6 M
ILES
.» A diez kilómetros del ídolo Bahubali y de sus multitudes extasiadas, los sabios de la India del mañana envían cohetes y satélites al espacio.
¡Desdichado Silver Cloud! Me doy cuenta de la prueba salvaje a la que te estoy condenando al arrojarte a las carreteras miserables de la India. Cada kilómetro es una auténtica epopeya, un recorrido lleno de imprevistos. En tramos interminables, la calzada es de vía única. Cada vez que me cruzo con un vehículo que viene de cara la situación se convierte en un duelo a muerte, una partida de ruleta rusa. Los camiones sobrecargados se niegan sistemáticamente a apartarse, lo cual me obliga a lanzar las dos toneladas de mi coche a la cuneta a fin de evitar un choque frontal. Una maniobra extrema con la que cada vez me arriesgo a estropear los neumáticos o a precipitarme a un terraplén. Cuando ven mi interminable capó, algunos conductores se creen víctimas de un espejismo. Presos de un brusco acceso de locura, dejan el volante, aplauden, desencadenan el huracán de sus cláxones. Asisto entonces a escenas terroríficas de camiones que penetran unos en otros a toda velocidad o de coches que dan varias vueltas de campana después de haberme adelantado imprudentemente.
La salud de mi coche termina resintiéndose con tantas agresiones. Un día, un imperceptible ruidito comienza a turbar el runrún habitualmente inaudible del motor. El calor abrasador, la mala calidad de la gasolina, la ausencia de un mantenimiento regular… ¿Acaso van a tener razón los tres «sepultureros» de Londres? ¿Voy a tener que transportar mi Rolls-Royce hasta Kuwait como preveía el jefe del servicio posventa de la marca? Entonces me entero de que hay otro Rolls-Royce circulando por la India. Su propietario no es otro que el embajador de Su Graciosa Majestad. Corro a llamarlo por teléfono.
—
My dear friend
, mi Silver Shadow lo mantienen y reparan en un garaje de Connaught Circus que siempre me ha dejado satisfecho —me tranquiliza en seguida—. Le aconsejo que les lleve su Silver Cloud.
Muy excitado, pregunto el nombre de ese garaje. La respuesta me deja patidifuso.
—The British Garage.
¡Dichosa Albión! Veinticinco años después de que la perla de tu imperio haya roto todo vínculo contigo, el mejor garaje de Nueva Delhi se sigue llamando «The British Garage».
Vestido con una corbata a rayas y un blazer como el bueno de Frank Dale, de Sloane Square, el director indio del British Garage es un coronel retirado del ejército indio. Escucha mis explicaciones con una atención religiosa. Insisto en el hecho de que mi coche funciona a la perfección: el ruidito en cuestión no es más que una molestia subjetiva y pasajera, y no el índice de un mal más profundo.
—Vamos a verificarlo —me dice, con la seriedad de un médico en presencia de un paciente.
Todos los empleados del garaje se han precipitado en torno al coche para intercambiar apasionados comentarios. En el British Garage, más que en cualquier otro sitio, la aparición de un automóvil tan bello es una fiesta. El director me ruega que abra el capó y que ponga el motor en marcha. Escucha religiosamente el ralentí y luego me indica por señas que pulse el acelerador. Instantes después, el insidioso ruidito se empieza a percibir. De todos modos, se precisa de un oído entrenado para detectar ese repiqueteo ínfimo. El director se levanta y da una palmada. Tras esa llamada, aparece un venerable sij con barba gris, coronado por un turbante rojo escarlata. Es el jefe de los mecánicos.