Authors: Dominique Lapierre
—
Sir
, ¿a qué país ha previsto usted llevarse ese coche?
Sin duda ha notado una entonación extranjera en mi pulcro inglés.
—¡A la India!
El vendedor pone unos ojos como platos. Si le hubiera contestado: «A la Luna», no se habría sorprendido tanto.
—¿La India? —me contesta, pasmado.
Se produce entonces un silencio incómodo. Baja la cabeza como si lo hubiera golpeado. Lo he desconcertado. Nunca se ha enfrentado con un cliente como yo. Suelen comprarle estos coches para ir y venir entre Londres y algún castillo de Yorkshire o de las Highlands. Y hete aquí que un chiflado le dice que se quiere llevar uno de sus coches a la India…
—¿Ha dicho la India?
En su voz hay un temblor en el que creo discernir una brizna de nostalgia. Se lo confirmo con un asentimiento. Y él mueve la cabeza repetidamente.
—En este caso, sir, debo consultar con el encargado de exportaciones. Es el único que puede asumir la responsabilidad de acceder a su petición.
Tras pronunciar estas palabras, se va hacia un despacho vecino. Unos segundos después, le oigo explicar al teléfono: «Hay un
gentleman
en la tienda que desea comprar un Corniche para llevárselo a… —se atraganta y continúa—, a la India… Creo,
sir
, que esta petición justificaría su intervención.»
Unos minutos más tarde veo llegar a un hombrecillo entrado en carnes, con un bigotito estilo Charlot, vestido también de negro. Una cadena de oro brilla en el bolsillo de su chaleco. Me saluda con una pizca de desdén.
—Según me han informado, usted ha expresado el deseo de comprar uno de nuestros coches para llevárselo a… —Como el vendedor, tropieza ante el nombre de la India, como si la asociación de un Rolls-Royce con ese país fuera decididamente la idea más disparatada posible—. El problema, sir, es que no tenemos representación en la India —prosigue—. Si tuviera usted algún problema mecánico, por insignificante que fuera, tendría que enviar el coche hasta… —Me hace signos para que le siga hasta una habitación donde, colgado en una pared, hay un mapamundi lleno de puntos rojos que señalan las agencias de Rolls-Royce. Duda y busca el punto rojo más cercano al subcontinente indio—. Sir, tendría que enviar el coche hasta Kuwait.
A simple vista, mirando el mapa, Kuwait debe de estar al menos a tres mil kilómetros de Nueva Delhi.
—Yo pensaba que un Rolls-Royce no se averiaba nunca —digo, sorprendido.
—Ciertamente, pero siempre puede suceder una desgracia —replica el hombrecillo bajando los ojos—. Y además, también están las operaciones de mantenimiento.
—¿Quiere usted decir el cambio de aceite?
—El cambio de aceite, los niveles, la presión de los neumáticos, en resumen, todo tipo de pequeños controles y ajustes.
Me está costando mantener la paciencia.
—Me parece que cualquier garaje indio debería ser capaz de cambiar el aceite y de llevar a cabo esas pequeñas operaciones rutinarias. Y respecto a la presión de los neumáticos, el aire de Nueva Delhi debe de ser tan adecuado para las ruedas de un Rolls-Royce como el de Londres. ¿O no?
Ante esta última observación, las caras de mis dos interlocutores se hielan. Tanta impertinencia tratándose de un Rolls-Royce es indigna de un candidato a comprar un coche semejante. Todo esto lo estoy viendo en su mirada de reprobación. El responsable de exportaciones encuentra una salida.
—Sir —me anuncia—, voy a consultar con el jefe de nuestro servicio posventa. Es el único que puede decirnos si es razonable introducir uno de nuestros coches en aquella parte del mundo. ¿Podría usted tener la amabilidad de volver a pasar mañana antes del mediodía?
Les cuento que tengo que ir a ver ese mismo día a lord Mountbatten para una entrevista relacionada con mi próximo libro.
—Así que me gustaría escuchar, ahora mismo, la opinión del responsable de su servicio posventa —digo con firmeza.
Ni el nombre del último virrey de la India, ni la referencia a mi condición de escritor han tenido el más mínimo efecto en el hombrecillo gordito y su acólito de cuello duro. La compañía Rolls-Royce sólo rinde cuentas a Dios. Pese a ello, el responsable de exportaciones se presta a llamar a su colega del servicio posventa. Veo que llega un tercer individuo igualmente vestido de negro. Visiblemente, le ha molestado que lo apartaran de sus ocupaciones, parece de bastante mal humor. El hombre del bigote le resume la situación. Tal como esperaba, pone mala cara ante la palabra «India», hasta el punto de que sus gafas, que se sujetaba en la frente, caen sobre su nariz. Los dos hombres se retiran entonces hasta el despacho contiguo y me dejan sólo en compañía del vendedor.
Media hora más tarde, ambos concluyen sus deliberaciones y se reúnen conmigo ante el objeto de mi concupiscencia.
—
We are really sorry, sir
—declara el jefe de exportaciones, con la buena conciencia de un padre que desea evitar a su hija las malas compañías—.
We cannot sell you this motorcar
. (Lo sentimos, señor, pero no le podemos vender este coche.)
Encajo el golpe con toda la dignidad de que soy capaz. Luego, lleno de rabia, me apresuro hacia la estación Victoria.
El objeto de mi encuentro con lord Mountbatten es el de preguntarle acerca de su primer viaje a la India, cuando, en 1921, en calidad de joven ayuda de campo de su primo, el príncipe de Gales, recorrió la joya de la corona imperial, jugando al polo con los marajás, cazando tigres y panteras en sus bosques, y cenando en uniforme de gala en las terrazas de sus palacios iluminados. En el curso de aquel increíble viaje, el joven Louis, con ocasión de una velada de gala en casa del virrey, conoció a la hermosa y rica Edwina, que se convertiría en su esposa. En su diario personal relató los momentos más destacados de aquel fabuloso descubrimiento del imperio de su bisabuela Victoria. Aquel hombre meticuloso y organizado había reunido sus notas y reflexiones en un volumen encuadernado en cuero rojo que accede a confiarme para que pueda reproducir los episodios más destacados. De regreso aquella noche en París, me sumerjo en aquel excitante librito. Y cuál no es mi sorpresa cuando leo, con fecha del 21 de abril de 1921, el relato de una cacería del tigre con el marajá de Mysore.
«Su Alteza ha mandado transformar en un descapotable de caza uno de sus numerosos Rolls-Royce, para que sus invitados puedan disparar a las fieras desde la plataforma más confortable que se pueda soñar —había escrito Mountbatten—. Este coche es una pura maravilla. Vadea los cursos de agua, desciende y trepa por las orillas más abruptas sin que sea necesario siquiera cambiar de velocidad, atraviesa la selva salvando los obstáculos. ¡Ah, si un representante de Rolls-Royce hubiera estado allí! ¡Qué orgulloso se habría sentido!»
Esta descripción me llena de felicidad. Demuestra que un Rolls-Royce puede superar todos los desafíos y abrirse camino donde no lo hay. ¡Menuda lección para los «sepultureros» de la tienda de Londres! Fotocopio aquella página inolvidable y la guardo religiosamente en mi cartera.
En mi siguiente viaje a la capital británica, me precipito hasta el concesionario de Rolls-Royce. «Mi» Corniche verde pálido sigue en el mismo lugar, en el escaparate.
El vendedor de cuello duro me reconoce al instante. Le ruego que llame al responsable de exportaciones. Cuando llega éste, le doy la fotocopia del fragmento del diario personal del tío de la reina de Inglaterra.
—Este texto, señor, lo ha escrito uno de sus compatriotas más ilustres —le digo, feliz por poder tomarme la revancha—. Permítame que se lo regale. Léalo. Explica sin dejar dudas por qué usted no ha considerado prudente venderme uno de sus coches. Me temo que los Rolls-Royce actuales ya no son como los de antes.
Mis contrariedades con los representantes de una marca de la que toda su vida había sido uno de sus más fervientes usuarios escandalizan a Mountbatten.
—Puesto que ya no están lo suficientemente seguros como para enviar uno de sus coches a la India, compre un modelo antiguo —me aconseja—. Un estupendo Silver Cloud, por ejemplo. Vaya a Frank Dale & Stepsons, en Sloane Square. Es el mayor vendedor de Rolls-Royce de segunda mano del mundo. Seguro que encuentra algo de su agrado.
El último virrey de la India tiene razón. En seguida encuentro en la tienda de Frank Dale el coche emblemático que deseo que comparta conmigo la apasionante aventura que me espera al recorrer de un extremo al otro la India. Es negro y gris, muy aristocrático. La sobriedad de las líneas, la distinción de su frontal, su potencia discreta, lo convierten, en mi opinión de neófito, en uno de los modelos más logrados de toda la historia de la marca. No me canso de la belleza de sus líneas, todo sobriedad, distinción, potencia viril. Además tiene el mérito de no haber costado más que cinco mil libras esterlinas, apenas el precio de un Citroën D.S. En previsión de la larga estancia india a la que lo destinaré, paso todo un día familiarizándome, en compañía de mi mujer, Dominique, con los diferentes órganos de esta joya. Dominique anota religiosamente en un cuaderno escolar las explicaciones del jefe de los mecánicos del taller. Dibuja la forma de los pernos, de los tornillos, de las piezas que tal vez deberemos reemplazar nosotros en alguna parte de un desierto perdido del Rajastán o del Decán.
Tan minuciosamente envuelto en plástico acolchado como si de la
Venus de Milo
se tratara, encerrado en una caja, mi coche abandona Marsella la víspera de Navidad. Tres meses más tarde voy a recibirlo en el puerto de Bombay. Su primera noche india tiene como decorado uno de los majestuosos garajes del Royal Bombay Yacht Club, que antaño acogían a los Silver Phantom y los Silver Ghost de los altos dignatarios del imperio. Bajo las miradas maravilladas y los aplausos de los transeúntes, de los niños, de los comerciantes ambulantes de la gran plaza vecina de la Puerta de la India, al día siguiente cojo la carretera de Nueva Delhi, donde me espera Larry Collins. Esta calurosa actitud me conforta. En París, algunos de mis amigos se habían escandalizado por el hecho de que quisiera circular con un coche tan lujoso por un país abrumado por tanta pobreza. Consciente del problema, vacilé durante un momento. Pero a la que el largo capó de mi Silver Cloud abandona el centro de Bombay, me doy cuenta de una cosa maravillosa: la India comparte mi placer. En cada parada me veo rodeado, sumergido, engullido por una multitud entusiasta. Para que me guíe hasta la capital india, que se halla a mil quinientos kilómetros de distancia, y para que me sirva de intérprete en caso de necesidad, he invitado a un joven chófer del consulado francés de Bombay. Se llama Ashok y es hindú. Pilotar el carro celeste de Arjuna no le habría hecho más feliz. Pero encontrar la salida de una megalópolis tan tentacular como Bombay requiere otros conocimientos aparte de los mitológicos. Debo recurrir a un taxi para que nos saque de la jungla de los suburbios y nos escolte hasta la carretera principal de Delhi.
Tres siglos y setenta y tres años después de que un tal William Hawkins, capitán del galeón
Hector
, desembarcara en suelo indio para iniciar la aventura colonial británica, el equipo franco-estadounidense de Collins y Lapierre se encuentra en Nueva Delhi para investigar acerca del fin de esa epopeya. Larry se ha traído consigo a su mujer y a sus hijos. Una amiga nos ha buscado dos casas colindantes en un barrio nuevo en el extremo de Shanti Path, la majestuosa avenida que atraviesa el barrio de las embajadas. Delante de la puerta me esperan, alineados como una guardia de honor, los seis sirvientes que ha contratado para mi servicio. Me sorprende que sean tantos. Todavía ignoro que cada tarea doméstica corresponde en la India a una casta bien determinada. Mi «personal» consta de un
bearer
, es decir, un mayordomo, un cocinero, un
dhobi
encargado de la colada, un
sweeper
destinado a los quehaceres más propios de la vivienda, un
mali
para el mantenimiento del jardín y finalmente un
chowkidar
para guardar la casa. Me inquieto por el coste de una servidumbre tan numerosa. Pero me tranquilizan. La totalidad de los salarios representa por mes el equivalente de setenta euros de hoy. Mi única obligación adicional es la de procurarles el té y el azúcar. En cuanto al pago de eventuales seguros sociales, mi pregunta suscita sorpresa. La India socialista de Indira Gandhi todavía no ha hecho suya esta obligación que en Occidente ha encarecido tanto los empleos del hogar. En cambio, estoy obligado a satisfacer una formalidad indispensable: procurar los uniformes para el personal.
El
bearer
me señala en seguida a un hombre con la cabeza rapada instalado en la acera, ante una máquina de coser. Es el sastre, listo para confeccionar allí mismo unas prendas de trabajo a medida de mis criados. Este
bearer
parece una persona muy sagaz.
—
Sir, I am a Roman Catholic, and my name is Dominic
(señor, soy un católico romano, y me llamo Dominic) —me anuncia.
Me entero que esta manera de indicar de entrada la religión es una costumbre típicamente india, y que precede a cualquier otro dato identificativo. El cocinero es musulmán, lo cual es más bien una suerte si quiero escapar de los menús exclusivamente vegetarianos y casi siempre cargados de ardientes especias. Los responsables de la ropa y del jardín son hindúes, pero de castas muy bajas. El vigilante de la casa también es hindú. El encargado de las tareas domésticas, al que llaman el
sweeper
, un hombre enclenque y de piel muy oscura, es un «descastado» o, dicho de otro modo, un «intocable». Se encarga de las tareas que los indios juzgan más viles, una de ellas es limpiar los aseos.