Authors: Dominique Lapierre
Después de haber pasado un cuarto de siglo en prisión, la cólera de Gopal Godsé permanece intacta.
—La no violencia de Gandhi lanzó a los hindúes a las garras de sus enemigos. Los refugiados hindúes morían de hambre, y Gandhiji ensalzaba su sacrificio a la vez que defendía a sus opresores musulmanes. ¿Hasta cuándo podíamos tolerarlo? Sí, ¿hasta cuándo,
my dear friend
?
Godsé me invita a la ceremonia que cada 15 de noviembre conmemora la ejecución de su hermano. Ha colocado sobre un pedestal, ante el gran mapa de la India, una pequeña urna plateada que contiene las cenizas de Nathuram. En efecto, la víspera de su ejecución, éste pidió que sus cenizas «se conservaran hasta el día en que pudieran diseminarse en las aguas del Indo cuando éste fluyera a través de un país reunido al fin bajo el dominio hindú». Todos los miembros de la familia del asesino, mujeres y niños incluidos, están presentes. Una melopea obsesiva, tocada con un sitar acompañado por el martilleo de un pequeño tambor, llena pronto la habitación. Tras un signo del dueño de la casa, los participantes levantan el puño y juran frente a la urna funeraria y el retrato del asesino de Gandhi, que reconquistarán «la porción amputada de nuestra madre patria», es decir, Pakistán, y que reunificarán la India bajo el dominio hindú. Con un sentido calculado de la escenografía, Godsé abre a continuación un cofre del que salen algunos vestidos.
—He aquí la camisa que llevaba Nathuram el día en el que mató a Gandhiji —anuncia exhibiendo una túnica caqui manchada de sangre, recuerdo de los golpes de porra que recibió cuando lo arrestaron.
Luego muestra el pantalón y las sandalias de su hermano. Todos se inclinan respetuosamente ante estas reliquias. Luego Godsé lee el testamento del asesino. Mientras el sitar y la tabla retoman su melopea, los participantes acuden, uno tras otro, a postrarse ante las cenizas, con una vela en la mano. Cada uno de ellos hace girar su vela varias veces en torno a la urna antes de elevarla hacia la serpiente luminosa que simboliza al río Indo. En coro, todos repiten su promesa de reconquistar la tierra perdida de la India.
Un día propongo a Gopal Godsé que regrese conmigo al escenario del crimen para repetir ante una cámara los gestos del asesinato. Larry invitará a otros miembros del complot a que se unan a esta reconstrucción. Me propongo ir con mucho cuidado. La policía india renunció a efectuar una reconstrucción de los hechos con ocasión de la instrucción del proceso, ante el temor de que se produjeran sangrientas reacciones de venganza. ¿Acaso Godsé me considerará un provocador y me echará? En cuanto le expongo mi proyecto, veo como cabecea de izquierda a derecha, con aspecto más bien satisfecho.
—
It’s a very good idea
(Es una gran idea). —Luego, frunce el ceño—.
But only if I can take my family along
(Pero sólo si puedo llevar a mi familia conmigo).
Compro billetes de tren para todo el mundo y he aquí que veintiocho horas de viaje más tarde nos encontramos en el jardín de Nueva Delhi donde, el 30 de enero de 1948, a las diecisiete horas y siete minutos, el hermano de Gopal Godsé disparó las tres balas fatales contra el padre de la nación.
—El jardín estaba atestado de gente —cuenta Godsé ante la cámara—. Era la hora de la plegaria diaria de Gandhiji, quien se iba a dirigir a la multitud desde una pequeña tarima instalada sobre el césped. De repente vimos como llegaba el cortejo. Gandhiji iba a la cabeza, apoyándose con las dos manos sobre los hombros de sus sobrinitas. Nathuram se había situado en el camino que llevaba a la tarima de oración. Era una posición ideal. Vi como sacaba el revólver de su bolsillo.
Estoy inquieto. Las tomas han atraído a una multitud de curiosos. Entre ellos hay numerosos sijs, reconocibles por sus turbantes. ¿Cuál será su reacción cuando se enteren de la identidad del hombre al que estoy filmando?
Gopal Godsé prosigue, imperturbable.
—Mi hermano disimuló lo mejor que pudo el revólver entre sus palmas y se inclinó respetuosamente ante Gandhiji, diciendo:
«Namaste, Bapu»
(Salud, padre). Luego apartó a una de las niñas para no herirla y abrió fuego: una vez, dos veces, tres veces. Gandhi balbuceó:
«He Ram»
(Oh, Dios mío) y se desplomó sobre la hierba. Todo había acabado.
Ante estas palabras, veo que un gran sij de aspecto feroz rebusca bajo su camisa. Un sudor glacial me inunda la espalda: estoy convencido de que busca el puñal que llevan siempre los miembros de su comunidad. Imagino ya el filo centelleante al sol. Va a degollar a Gopal Godsé, y tal vez al cámara y a mí también. De este modo habrá vengado a los centenares de millones de indios que lloraron desconsolados la pérdida de su Gran Alma.
Pero me equivoco. Gandhi ha muerto hace demasiado tiempo. Lo que busca este imponente sij no es el arma de la venganza. Tiende a Godsé un trozo de papel y un bolígrafo. Quiere su autógrafo.
¡Qué felicidad! Mi amada India nos ha colmado, a Larry y a mí, con la documentación más formidable jamás reunida sobre la caída del Imperio británico de la India y la división del subcontinente en dos naciones soberanas, la India, de mayoría hindú, y Pakistán, de población musulmana. Más de dos mil testimonios inéditos y unos quinientos kilos de documentos reunidos. Un tesoro casi enteramente original que alimentará con toda su riqueza el relato de una de las mayores páginas de la historia del siglo
XX
.
Sólo el maletero del Silver Cloud nos puede ofrecer la seguridad del retorno a Europa de esta inestimable cosecha. La distancia de Nueva Delhi a Ramatuelle, el puerto en el que debemos recalar, cerca de Saint-Tropez, supone en los mapas unos diez mil kilómetros, es decir, un cuarto del diámetro de la Tierra. Una bagatela para un automóvil que acaba de recorrer el triple a través de la traicionera red de carreteras del subcontinente.
A la hora H del día D, decenas de amigos están allí para vernos partir como astronautas hacia el espacio. Nuestra llegada a la frontera indo-pakistaní no augura nada bueno para nuestra expedición. Desde el último conflicto entre ambos países esta frontera sólo se abre dos días por semana, y únicamente durante unas horas. Mala suerte: llegamos el día equivocado. Pero ¿qué frontera puede permanecer cerrada ante el capó imperial de un Rolls-Royce? Palam Sing, el mayor indio, y Habib Ullah, el comandante pakistaní, aceptan ponerse de acuerdo para dejarnos pasar. Descorchamos nuestra última botella de champán en homenaje a esta inesperada confraternización.
¡Qué excitación, rodar por la Great Trunk Road, que, desde el paso del Khyber hasta las bocas del Ganges, más allá de Calcuta, unificaba antaño, con un solo trazo de asfalto de dos mil kilómetros, todo el norte del Imperio de la India! Nos deslizamos con precaución entre las oleadas de camiones, autobuses, carretas y
rickshaws
. En Lahore, el conductor de una
tonga
nos cierra tanto el camino que su tapacubos abolla el embellecedor de la rueda delantera derecha. En seguida formulo la promesa de no arreglar nunca esa ligera marca que ha dejado en mi coche una carreta del otro extremo del mundo.
Peshawar, en las puertas de Afganistán. El histórico paso del Khyber, donde los buenos tiradores de las tribus insumisas se divierten a menudo haciendo saltar a tiros de fusil los tapones del radiador de los coches, ve pasar con sorpresa nuestro majestuoso automóvil. Murmuro una plegaria para que nadie quiera hacer blanco en la Flying Lady que luce mi capó. Cortada a pico en la montaña, vadeando barrancos y desfiladeros sobre audaces y artísticas obras públicas, bordeada en toda su longitud por una pista caravanera, vigilada por puestos militares de tramo en tramo, la carretera hiende una de las fronteras más peligrosas del mundo. Se me encoge el corazón cuando, clavados en la vertiente de la montaña, aparecen los blasones de los regimientos británicos que vinieron a defender aquí las puertas del imperio. Más allá de una última curva y de un puesto de aduana, un gran cartel proclama: «W
ELCOME TO
A
FGHANISTAN
. K
EEP TO THE RIGHT
», Bienvenido a Afganistán, circule por la derecha.
¡Adiós a Asia y a conducir por la izquierda! Dentro de un mes estaremos bajo los pinos de Provenza para comenzar a redactar, entre los chirridos de las cigarras, nuestro gran relato. Serán trece meses de un trabajo de monje, apenas interrumpido por breves visitas a lord Mountbatten, en su mansión inglesa de las Broadlands, a fin de confrontar tal o cual punto de nuestra investigación con sus recuerdos o sus documentos personales.
Una de estas visitas me ofrece la ocasión para arreglar una cuenta pendiente. Un día detengo mi Silver Cloud ante el escaparate londinense donde, dos años antes, me enamoré de un Rolls-Royce Corniche verde pálido. El vendedor de cuello duro me reconoce al instante. Le ruego que llame al jefe de exportaciones que había rehusado venderme aquel coche e invito a los dos hombres con su chaleco negro a que salgan a la calle para saludar a mi coche. «Les he traído un regalo de la India», les digo, blandiendo ante el capó unas pequeñas pinzas y un cuenco. Separo delicadamente uno de los insectos adheridos a la rejilla de la calandra y lo presento a los dos empleados de la prestigiosa compañía.
—He aquí un mosquito recogido en alguna parte de una carretera del norte de la India —les digo—. He pensado que querrían conservar este espécimen alado en recuerdo de un Rolls-Royce que no tuvo miedo de saltarse sus prohibiciones para viajar a través de un país donde su desdichada marca ya no tiene representación.
¡Hurra! Estamos acabando de escribir el libro. Nuestro editor francés, Robert Laffont, está tan entusiasmado con la lectura de los primeros capítulos que me atrevo a hacerle una proposición extravagante: llevar a un centenar de libreros por los caminos que recorrimos en nuestras investigaciones, a fin de prepararlos para la salida del libro.
Y así nos volvemos a encontrar, una mañana de 1975, en pleno paso del Khyber compartiendo el pan y la sal con los temibles guerreros patanes. Antes de recibir en la frontera de la India una lluvia de pétalos de rosas que nos arrojan lanceros a caballo, y deshacernos en lágrimas al escuchar una vibrante
Marsellesa
tocada por la fanfarria de las fuerzas de seguridad. Mi querida India no repara en esfuerzos a la hora de ofrecer su rostro más generoso. En Delhi, Indira Gandhi, entonces primera ministra, recibe en su residencia a nuestro editor y a los libreros, que pronto van a dar a conocer el relato de la lucha de su país por la liberación. En Jaipur, el marajá y su corte nos ofrecen un gran partido de polo. En Katmandú, el rey del Nepal reúne a los visitantes a los pies de su
diwan
real.
En el avión de regreso hacia París, los viajeros encargan más de doscientos mil ejemplares para los escaparates del verano. El libro se llamará
Esta noche, la libertad
. Es una abreviación de la célebre frase que pronunció Nehru, la noche de la independencia, cuando exclamó: «Esta noche, cuando los hombres duerman, la India se despertará en libertad.»
Traducido simultáneamente al italiano, al español, al alemán y al inglés,
Esta noche, la libertad
pronto encabezará las listas de ventas. Muchos libreros transformarán sus escaparates en templos dedicados a la India, mezclando los ejemplares de
Esta noche, la libertad
con una exposición de álbumes, guías, memorias y relatos consagrados al país de Gandhi. Muchos de ellos atraerán a los clientes quemando bastoncillos de incienso que darán un toque oriental a sus tiendas.
En España, donde me invitan a una gira de promoción, el título de nuestro libro casi provoca un grave incidente político. En efecto, el libro llega a los escaparates en el momento en el que el general Franco vive sus últimas horas en el Palacio del Pardo. Todo el país está pendiente de la agonía del dictador. Ante el temor de que el título
Esta noche, la libertad
, se interprete como una provocación, hay libreros precavidos que colocan en sus escaparates imponentes carteles en los que declaran que «El nuevo libro de Lapierre y Collins no trata acerca de los dolorosos acontecimientos que vive España en este momento».
El inmenso éxito comercial de
Esta noche, la libertad
me ofrece los medios para realizar la promesa que me había hecho en el curso de mi investigación: la de mostrar mi agradecimiento a la India por la hospitalidad que me ha ofrecido. He entrevistado a varios centenares de personas, ricos, pobres, marajás,
coolies
del puerto de Calcuta, humildes campesinos. Todos me han acogido con tanta generosidad que ha llegado la hora de expresarles mi gratitud.