India mon amour (10 page)

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Authors: Dominique Lapierre

BOOK: India mon amour
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De acuerdo con mi esposa Dominique, siempre dispuesta a combatir las miserias del mundo, un día cojo cincuenta mil dólares y nos vamos de nuevo a la India. Deseo ofrecer esta suma a una organización humanitaria que se ocupe de niños que sufran lepra. Aliviar la suerte de estos enfermos siempre fue uno de los grandes empeños de Gandhi. Hay cinco millones de leprosos en la India. Muchos son niños. Los principales focos de la horrible enfermedad son, naturalmente, lugares míseros como los barrios de chabolas de Calcuta. Así que compramos los billetes de avión para Calcuta. Sin sospechar en qué aventura nos estamos embarcando con este gesto.

Segunda parte

Los héroes desconocidos
de mi amada India

Nada más llegar a Calcuta vamos a contarle nuestro proyecto de ayuda humanitaria a la Madre Teresa. Es un archivo vivo de todos los sufrimientos de los pobres. Sabe muy bien a qué institución podríamos dirigir nuestro gesto de solidaridad.

—¡Os ha enviado Dios! —exclama con entusiasmo.


Mother
, lo que le traemos no es más que una gota en el océano de las necesidades —me excuso.

Nos mira con una risueña ternura.

—Si esta gota de agua no acudiera a reunirse con el océano, la echaríamos en falta —responde ella con convicción.

Aquella misma noche, un jovial europeo de unos cuarenta años, vestido con una camisa india y un pantalón de algodón, se presenta de su parte en nuestro hotel. En quince años, el inglés James Stevens ha arrancado de la miseria y de la muerte a más de un millar de niños víctimas de la lepra. Este próspero comerciante de camisas y de corbatas vendió todos sus bienes y renunció a su confortable vida en Inglaterra para hacer realidad esta hazaña. Al hogar que fundó el 25 de marzo de 1970 en un suburbio de Calcuta, le dio el nombre de Udayan, una palabra hindi que significa «Resurrección».

Muy pronto descubrimos que la jovialidad y el florido atuendo de nuestro visitante no son más que una fachada que oculta un terrible drama: está a punto de cerrar el hogar y de volver a enviar a la miseria a los ciento veinte niños a los que aloja. Ha agotado todos sus recursos personales y no ha podido encontrar ayuda financiera para proseguir su obra. Un islote de luz en el corazón del infierno está a punto de desaparecer.

Al día siguiente, en el gran salón estucado de una vieja casa con columnas al estilo de Palladio, desconchada por lustros de monzones, nos acogen el inglés James Stevens y sus pequeños pupilos.

Llegamos en el momento más importante del día, el del almuerzo. Los ciento veinte niños están sentados en el suelo, con las piernas cruzadas. Con las manos juntas y los ojos cerrados, intensamente recogidos, cantan con voz aguda. Ante cada niño hay una hoja de plátano que contiene una montañita de arroz, trozos de pollo, pescado, lentejas. Una ración equilibrada de sana alimentación desconocida aún hoy por los estómagos de al menos cuatrocientos millones de indios. Stevens también canta. Esta mañana, el aleluya es una plegaria del gran poeta bengalí, amigo de Gandhi, Rabindranath Tagore. Proclama que «Todo lo que no se da, se pierde». Al final del cántico, James recita una corta invocación en bengalí. Cuando termina, ciento veinte manitas derechas se abaten sobre la comida para amasar los diferentes componentes en una primera bolita que en seguida se llevan a la boca y engullen. Aparte del ruido de la masticación, el silencio es total. Cada rostro está concentrado en un acto sagrado, cada bocado se recibe con gravedad, cada gesto se lleva a cabo con dignidad.

James nos lleva a continuación a los dormitorios, que también sirven de aula para clases, judo, yoga, gimnasia. Una imagen de Jesús, otra de Vishnú, y una sura del Corán decoran cada pieza. Una ala de la casa acoge los talleres donde los niños aprenden a ser sastres, mecánicos, electricistas, oficios que les garantizan encontrar un trabajo al salir del centro, y les permitirán arrancar a su familia de la miseria. En la India, por cada empleo que se consigue se salvan veinte personas. En las paredes de la enfermería, una serie de carteles denuncia ciertos prejuicios relativos a la lepra. No, la lepra no es una fatalidad. No, no es forzosamente contagiosa. No, no es hereditaria. No, no es una enfermedad vergonzosa. Sí, puede curarse fácilmente.

Tres veces por semana, un médico indio viene de Calcuta a administrar a los pequeños los cuidados apropiados. Uno de cada cinco niños llega al hogar mostrando los primeros síntomas, por lo común, una despigmentación de la piel en varios lugares del cuerpo. A esta edad, las mutilaciones son raras. Un tratamiento enérgico a base de sulfona suele hacer desaparecer estos primeros signos en menos de un año. Pero la lepra no es más que una de las numerosas afecciones que se ciernen sobre estos niños acostumbrados a vivir en cuchitriles sin higiene, en el fondo de infames patios interiores donde se disputan la comida con las cucarachas y las ratas. Sufren carencias nutricionales que acarrean una retahíla de enfermedades: raquitismo, tuberculosis pulmonar y ósea, malaria, amebiasis. Algunos incluso padecen xeroftalmia, una ceguera nocturna debida principalmente a la falta de vitamina A.

Mientras arranca sus cuerpos de la degradación, Stevens se consagra a la educación de sus jóvenes protegidos. Ha abierto una escuela para que aprendan a leer, a escribir y a contar. Después de las clases, todos se reúnen para los cursos de canto, de yoga, de artesanía, y para las tareas de mantenimiento de la casa y del jardín. Para los mayores, James ha creado talleres a fin de enseñarles un oficio a cada uno. Nos presenta a Sultán Alí, el hijo del conductor de un
rickshaw
que, a los once años, se está convirtiendo en un as de la máquina de coser. Casi está curado de la lepra y, como muchos musulmanes, se prepara para convertirse en sastre. De esta orientación manual también se benefician los que no logran cursar la enseñanza secundaria porque su subalimentación cuando eran pequeños alteró su desarrollo cerebral.

Un día, este antiguo comerciante de camisas de Londres echó raíces definitivamente en esta India a la que ya ha dado su corazón. Se casó con Lallita, una profesora cristiana, originaria del Punjab. Con su hijo, Ashwani, los Stevens llevaron desde entonces la misma vida que los niños de su hogar de acogida, durmiendo como ellos sobre una estera que desenrollan cada noche sobre el mismo suelo, compartiendo sus comidas, sus alegrías, sus penas, rezando con ellos ante las imágenes de las divinidades hindúes, de la Kaaba de La Meca y de Jesús que decoran los dormitorios comunes.

Por desgracia, las organizaciones caritativas que lo habían apoyado hasta ahora se han comprometido en otros lugares del Tercer Mundo. James libra una batalla encarnizada para encontrar otras fuentes de financiación, pero nadie en Occidente parece interesarse por los niños de Calcuta que padecen de lepra. Para alimentar a sus protegidos se ve obligado a pedir préstamos. Pero los intereses exorbitantes de los prestamistas le frustran toda esperanza de impedir el cierre de su hogar. Desesperado, se ve obligado a considerar lo peor: devolver a todos sus protegidos al horror de sus cuchitriles.

Embargada por la emoción, mi mujer saca de su bolso el paquete de dólares que hemos traído.

—Esta primera ayuda le permitirá pagar las deudas —le digo, antes de añadir, sin reflexionar mucho—: lucharemos para que no tenga que cerrar jamás el Hogar Resurrección.

A nuestro regreso a Francia, decido fundar una asociación de apoyo a la obra de este inglés desconocido.
[1]
Para darla a conocer, cuento la historia del Hogar Resurrección en un artículo publicado en la revista
La Vie
. Al final del relato lanzo una llamada a los lectores: «Si son mil personas las que de entre ustedes me mandan cada año cincuenta euros —el precio de una buena comida en un restaurante—, todos juntos podremos salvar a ciento veinte niños de la miseria absoluta de los barrios de chabolas de Calcuta.»

Unos días más tarde, el portero de mi finca llama a la puerta. Su cara de desconcierto nos intriga. «El cartero acaba de descargar cinco sacos de cartas en la entrada —nos dice—. Todos están a su nombre. ¿Qué hago?» Una decena de voluntarios llamados al rescate, entre ellos las cinco hermanas de mi esposa Dominique, vienen a ayudarnos a despejar una avalancha de cerca de tres mil sobres. Casi todos contienen una donación en forma de cheque, de giro postal o incluso un billete de banco. Muchos también incluyen palabras de ánimo que nos reconfortan en lo más hondo.

«Nuestra hija Marie cumple hoy un mes —escribe una pareja—. Su nacimiento ha sido una llamada a la vida y queremos que sea una señal de alegría y del espíritu de compartir. Nuestros amigos y nuestra familia han sustituido el tradicional regalo de bienvenida a Marie por una donación para el hogar de acogida de James Stevens en Calcuta. He aquí el total de nuestras donaciones. Sabemos que es una gota de agua, pero es una señal de vida.»

Una pareja nos confía que el bautismo de su hijo Simon les ha supuesto la ocasión de reflexionar sobre la situación de otros niños que no han tenido la suerte de nacer en un país rico. «Por ello —escriben— hemos pedido a nuestras familias, a nuestros amigos, a nuestra comunidad cristiana, que los regalos con ocasión del nacimiento de Simon sea el de participar en una donación para los niños del Tercer Mundo y más precisamente para los del Hogar Resurrección de James Stevens.»

Madeleine Maire, originaria de una pequeña ciudad cerca de París, envía el producto de la colecta que ha hecho entre los parientes y amigos que han acudido a velar a su marido tras su muerte. «Jean-Marie era guía de alta montaña —escribe—. El trece de septiembre de 1981, un alud en el macizo del Mont-Blanc se lo llevó por delante. Era un hombre bueno y entregado que se preocupaba por los demás. Los niños de James Stevens deben saber que nunca los abandonarán.»

Un remitente acompaña su donación con una foto de tres niños de piel oscura, radiantes de alegría de vivir. «Nos sentimos implicados —dice—, ya que hemos adoptado a dos niños indios de Pondicherry y a una niña de Guatemala. Son tan maravillosos y nos aportan tanta felicidad que querríamos que todos los niños del mundo pudieran tener también un futuro feliz. Seguid con vuestra acción, con toda la valentía. Estamos con vosotros.»

Un sobre contiene todos los ahorros de una abuela.

Una madre inconsolable que acaba de perder a su hija, desea que el dinero que se habría gastado en ella «sirva para ayudar a otros niños a crecer y a aprender a sonreír».

«He cogido todo el dinero de mi hucha para enviárselo —escribe Laurent, un chaval de doce años—. No es mucho, pero pensaré en ustedes cuando pueda enviarles algo más.»

Son centenares los niños que, como Laurent, han roto la hucha. A veces es una clase entera la que nos envía el producto de una colecta. Marie-José Hayes, de diecinueve años, envía la mitad de su primer salario, y su madre añade un cheque en recuerdo de su hijo Jean-Louis, «muerto hace cinco años en un accidente de moto, cuando iba a una reunión de una asociación de ayuda. Soñaba con un mundo más justo, más fraternal. En su nombre, les continuaré ayudando».

«Sólo soy una empleada del hogar —escribe otra corresponsal—, pero trabajaré con alegría unas horas más para los niños del señor James.» Hay jubilados que se privan de una salida al cine, ancianos que comparten sus ahorros, un anónimo ha puesto en un sobre un paquete de bonos del Tesoro, un señor dos billetes de cien euros con una nota en la que ruega a James Stevens que acepte «un poco de lo que nos sobra a fin de que todos sus niños puedan vivir». En un sobre encuentro un cheque con esta explicación: «Mi compañía de seguros me acaba de entregar la suma de ocho mil euros como indemnización por un robo. Se lo envío para James y sus niños.»

Hay personas que se ofrecen para apadrinar a un niño, otras para ir a Calcuta a trabajar como voluntarios en el Hogar Resurrección.

«Tenemos entre nueve y diez años —dicen, en una carta colectiva, los alumnos de una escuela—, y hablamos mucho de quienes no tienen tanta suerte como nosotros. Diga usted a todos los niños del señor Stevens que los queremos y que los ayudaremos con todas nuestras fuerzas. Sobre todo, dígale al señor Stevens que no se desanime jamás.»

La asociación que acabo de fundar con Dominique para socorrer a mi amada India se encuentra de golpe con la riqueza de tres mil donantes cuyas fichas pronto llenan varias cajas de zapatos. No me resta más que enviar a nuestro amigo James el telegrama más hermoso de mi vida: «Hogar Resurrección salvado. Puedes acoger a cincuenta niños más. Llegamos pronto.»

Una retahíla de caras de tez oscura bajo una banderola que proclama, en grandes letras rojas: «W
ELCOME TO OUR
S
AVIOURS
» (Damos la bienvenida a nuestros salvadores), nos espera en el aeropuerto de Calcuta. El calor de este homenaje se prolonga en el hogar, donde los niños han organizado un programa de danzas, juegos y competiciones deportivas. James ha invitado a sus padres a que se unan a la fiesta. Ninguna presencia puede hacerme sentir tan intensamente los vínculos que me unen de ahora en adelante con mi nueva familia india. Estos padres y estas madres que rodean a sus hijos que desbordan vida ya no tienen pies, ni dedos, ni nariz. A los treinta años, no son más que ruinas mutiladas.

Para ayudarnos a comprender hasta qué punto este hogar es una joya, James se ofrece para llevarnos a la colonia de leprosos donde recogió a los primeros niños que acogió. Desde fuera, no hay ninguna diferencia con el barrio de chabolas de la periferia donde vive. Y sin embargo, es un gueto bien singular. A este barrio nunca viene nadie con buena salud a vivir. Amontonados diez o doce por habitación, los seiscientos leprosos viven aquí en una segregación total. Una visión dantesca de rostros desfigurados, de pies y manos reducidos al estado de muñones, de llagas a veces infestadas de parásitos. Bajo tejadillos improvisados yacen, directamente en el suelo o sobre esterillas, seres de carnes descompuestas y purulentas. El espectáculo no es nada comparado con el olor, son unos tufos que revuelven el estómago y en los que se mezclan la putrefacción, el alcohol y el incienso. Y pese a ello, como sucede tan a menudo en este país, lo sublime convive con lo insoportable: en medio de los desechos y de las deyecciones, unos niños juegan a las canicas, riéndose a carcajada limpia.

Raju y Mohan, dos niños del hogar de seis y ocho años, nos llevan directamente a casa de sus padres. Nuestra llegada revoluciona toda la colonia. Una multitud de lisiados, de ciegos, de mancos, de personas con una sola pierna corre para tener un
darshan
, una comunión visual con el Hermano Mayor James y con sus amigos. Nos sonríen, y esas sonrisas no tienen nada de forzado, ni de implorante. Algunos golpean sus manos atrofiadas para aplaudirnos. Otros se empujan para acercarse a nosotros, para tocarnos. Raju nos presenta a su madre, una mujercita diminuta, atrozmente mutilada. Ya no tiene dedos, y su rostro roído se parece al de una momia egipcia. Pero su sonrisa resplandeciente nos hace olvidar su desgracia. Dominique se acerca a ella y la abraza. El gesto es doblemente notable. No sólo transgrede el habitual comedimiento de los indios, sino que sobre todo está dirigido a un «maldito», un paria entre los parias.

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