Authors: Dominique Lapierre
A pesar de sus religiones y de sus diferentes «nacimientos», mis seis sirvientes conviven armoniosamente en las dos habitaciones dispuestas para el servicio en la parte trasera de la casa. Unos días más tarde tendré la sorpresa de descubrir que, de hecho, acojo en casa hasta cincuenta personas, toda una aldea. Un empleo y un alojamiento constituyen tal ganga en la India que cada uno de mis empleados ha hecho venir inmediatamente a su mujer, sus hijos, sus abuelos, tíos y primos.
Pese a que esta capital es tan cosmopolita, la llegada de dos
sahibs
, de una
mensahib
y de su progenitura, así como de un automóvil tan imponente como un Rolls-Royce, constituye un acontecimiento. Pronto descubriré que una de las particularidades de la vida en la India es la ausencia total de intimidad. Apenas tomamos posesión de nuestras residencias, los timbres de ambas puertas exteriores comienzan a sonar. La primera visita es la del lechero, acompañado por su rebaño de búfalas, que acude a ofrecernos leche «ordeñada ante nuestros ojos». A continuación aparece un domador de osos, otro de monos, luego un encantador de cobras con sus mangostas. Todos insisten en mostrar sus números a los niños de Larry, que se quedan maravillados. Le sigue un desfile ininterrumpido de vendedores de alfombras, saris, telas, objetos de madera, de piedra, de cristal, de papel maché, de mimbre, en resumen, los innumerables productos de la rica artesanía de las provincias indias. También acuden los vendedores de perros, de aves, de peces rojos. Por no hablar del limpiador de orejas, de varios peluqueros, de un mago, un astrólogo, un quiromántico, un grupo de monjes músicos y cantantes vestidos de color marrón, con la frente pintada con polvos multicolores. Para coronar esta oleada inagotable aparece un espléndido elefante, cuyo enturbantado conductor quiere llevarnos a toda costa a pasear por el barrio. El hombre mira la calandra del Rolls-Royce, que brilla deslumbrante en la puerta del garaje. No parece en absoluto impresionado por ese emblema del pasado.
«You, maharaja!»
, exclama, invitándome con el gesto a que me suba a su paquidermo con su dorada plataforma,
«Maharajas only travel on elephants
». (¡Tú, marajá! ¡Los marajás sólo viajan en elefantes!)
¡Qué honor que le tomen a uno por un marajá! Considerando que comparto con esta pequeña casta de príncipes hoy casi desaparecida un mismo amor por los coches hermosos, Larry decreta que estoy naturalmente cualificado para investigar acerca de estos señores feudales que, al partir los ingleses, abandonaron su soberanía en aras de la independencia india. La investigación, al volante de mi Silver Cloud, de los herederos de los protagonistas de este haraquiri colectivo será una aventura inolvidable.
En agosto de 1947, en el momento en que la India conquistó su libertad, 565 marajás hindús y nababs musulmanes reinaban todavía como soberanos hereditarios y absolutos en una tercera parte del país, y sobre unos cien millones de habitantes. Príncipes como el
nizam
de Hyderabad y el marajá de Cachemira se hallaban a la cabeza de estados tan grandes y poblados como las grandes naciones de Europa. Esta cohorte principesca contaba con algunos de los potentados más ricos del mundo, y con monarcas con ingresos tan modestos como los de un mercader del bazar de Bombay. Aun así, los expertos calcularon que cada uno poseía como promedio 11 títulos; 5,8 mujeres, 12,6 hijos; 9,2 elefantes; 2,8 vagones privados de ferrocarril; 3,4 Rolls-Royce y un palmarés de 22,9 tigres abatidos.
Los marajás indios, más o menos ricos, formaban en cualquier caso una aristocracia fuera de lo común. Según Rudyard Kipling, «estos hombres han sido creados por la Providencia para suministrar al mundo decorados pintorescos, cazas del tigre y espectáculos grandiosos». Los relatos de sus vicios y sus virtudes, de sus extravagancias y sus prodigalidades, de sus antojos y sus excentricidades habían enriquecido el folclore de la humanidad y maravillado a un mundo sediento de exotismo y de ensueño. Antes de ser barridos por los vientos de la Historia, estos aristócratas, al menos los más afortunados, habían vivido sobre la alfombra voladora de un cuento oriental. Sus pasiones eran la caza, el polo, los palacios, las mujeres, las joyas y… los automóviles. Entre estos últimos, sus preferidos eran, naturalmente, los reyes de los coches, los Rolls-Royce.
Descubro que el marajá sij Yadavindra Singh, último príncipe titular del estado de Patiala, en el noroeste de la India, todavía ocupa con algunos sirvientes uno de los palacios con pináculos edificado por sus antepasados. Sus garajes, que en 1947 acogían una escudería de veintisiete Rolls-Royce, a cual más extravagante, hoy en día no alojan más que un modesto Ambassador de fabricación local y un antiguo De Dion-Bouton francés que lleva un nombre con un número fetiche: «Patiala 1.» En efecto, esta reliquia databa de 1898, y fue el primer coche importado a la India. Yadavindra Singh, un gigante de dos metros de altura, amante del críquet y del polo, se alineó con la causa de la nueva India al proclamarse la independencia y se convirtió en uno de sus diplomáticos más respetados.
Mientras tomo posesión de la suite que su hospitalidad me ha reservado, observo una hoja de papel colocada sobre la mesilla de noche. En ella se me invita a marcar en una casilla mi modo preferido de transporte durante mi estancia. ¿Deseo circular en calesa? ¿En automóvil? ¿En silla de porteadores? ¿A caballo? ¿O a lomos de un elefante?
Yadavindra Singh ascendió al trono del estado de Patiala a la muerte de su padre, en julio de 1938. Su coronación dio lugar a siete días y siete noches de fiestas y de celebraciones, en presencia de la mayoría de sus pares, que acudieron desde todo el país. Por su parte, el representante del Imperio británico había prendido en su turbante la piedra preciosa que consagraba la fidelidad del joven príncipe a la Corona. Cabe decir que el nuevo marajá de Patiala sucedía a uno de los personajes más pintorescos de esta «casta», ya de por sí pródiga en figuras legendarias.
Con su estatura colosal, sus ciento treinta kilos de peso, sus bigotes como los cuernos de un toro salvaje, su espléndida barba negra cuidadosamente enrollada y anudada detrás del cuello a la moda de los sijs, sus labios sensuales y la arrogancia de su mirada, el padre de Yadavindra, sir Bhupinder Singh
el Magnífico
, séptimo marajá de Patiala, parecía salido de un grabado mongol. Para el mundo de entreguerras, sir Bhupinder encarnó todo el esplendor de los marajás de la India. Su apetito era tal que cada día necesitaba unos veinte kilos de comida. Ingería alegremente dos o tres pollos a la hora del té. Adoraba el polo. Galopando a la cabeza de sus Tigres de Patiala, en todos los campos de juego del globo consiguió trofeos que llenaban las vitrinas de su palacio. Para permitir aquellas proezas, sus cuadras acogían quinientos de entre los más hermosos especímenes de la raza caballar.
Desde su primera adolescencia, Bhupinder Singh mostró las aptitudes más óptimas para el ejercicio de otro divertimento igualmente digno de un príncipe: el amor. Los cuidados que dedicaba a su harén eclipsaron incluso su pasión por la caza y el polo. Él mismo seleccionaba las nuevas adquisiciones en función de sus atractivos y sus talentos amorosos. En lo más alto de su gloria, el harén real de Patiala contó con trescientas sesenta y cinco esposas y concubinas, una para cada día del año.
Durante los veranos tórridos del Punjab, muchas de ellas se instalaban cada noche junto a la piscina; eran jóvenes bellezas de senos desnudos con las que el príncipe acudía a solazarse. Sacos de hielo que se habían hecho traer del Himalaya por cohortes de
coolies
refrescaban el agua. Los techos y las paredes de los apartamentos privados estaban decorados con escenas inspiradas en los bajorrelieves eróticos de los templos que tanto han contribuido a la celebridad de la India en la materia, un auténtico catálogo de exhibiciones amorosas capaces de agotar al espíritu más imaginativo y al cuerpo más atlético. Una ancha hamaca de seda permitía que Su Alteza buscara entre el cielo y la tierra la embriaguez de los placeres sugeridos por los retozos de los personajes del techo.
Para satisfacer sus deseos insaciables, el inventivo soberano había decidido renovar regularmente los encantos de sus mujeres. Abrió el palacio a una corte de perfumistas, joyeros, peluqueros, estilistas y modistas. Los mayores maestros de la cirugía plástica fueron invitados a que modelaran los rasgos de sus favoritas según los caprichos y los cánones de las revistas de moda, que se hacía enviar desde Londres y París. A fin de estimular sus ardores, había convertido una ala de su palacio en un laboratorio en el que se producían perfumes, lociones, cosméticos y filtros afrodisíacos.
Pero ningún hombre, aunque fuera un sij tan generosamente dotado por la naturaleza como Bhupinder Singh
el Magnífico
, podía colmar los apetitos de las trescientas sesenta y cinco bellezas que se consumían detrás de las celosías de su harén. Los alquimistas tuvieron que rivalizar en inventiva. Elaboraron sabias decocciones a base de oro, perlas, especias, plata, hierbas, hierro… Durante un tiempo, la poción más eficaz fue una mezcla de zanahorias y sesos de gorrión. Cuando el efecto de estas preparaciones comenzó a debilitarse, sir Bhupinder Singh mandó llamar a especialistas de Francia, país que consideraba experto en materia de amor. Por desgracia, el tratamiento con radio que se le recomendó tuvo un rendimiento tan efímero como las pociones mágicas. En el curso de mi investigación me enteré de que sir Bhupinder
el Magnífico
había fallecido a los cuarenta y cinco años… de agotamiento.
Después de Patiala, mis indagaciones y el apetito de mi Silver Cloud por los fastos del pasado me condujeron a Kapurthala, otro estado del Punjab, cuyo palacio es hoy una inmensa escuela secundaria del gobierno indio. El marajá, gran amigo de Francia, había decidido construir en el corazón de su principado una réplica del palacio de Versalles. La extravagante idea se le ocurrió con ocasión de su visita a la Galería de los Espejos. Admirando la imagen que le devolvía uno de esos célebres espejos, decretó sin dudar que era «una reencarnación del Rey Sol». Así pues, a su retorno al Punjab edificó, con el concurso de arquitectos franceses, un palacio, ciertamente de dimensiones más modestas que su modelo, pero cuyo diseño recuerda la joya de Luis XIV. El marajá de Kapurthala no se contentó con ofrecer esta obra arquitectónica a sus súbditos. También impuso en su corte los ritos de Versalles, sustituyendo el agua del Ganges en las mesas de sus banquetes por grandes vinos de Borgoña o de Burdeos, y haciendo interpretar melodías de Lully a diversos conjuntos de cuerda. Según afirman, llegó a sustituir el himno nacional de su estado por
La Marsellesa
. Naturalmente, los vientos de la Historia barrieron los sueños de grandeza del marajá de Kapurthala. Pero los indios, que tradicionalmente rinden culto a su pasado, aún conservan un salón del palacio tal como estaba a la muerte del último soberano.
Consigo que un anciano criado con la barba enrollada me abra la puerta, y de repente me encuentro en una inmensa estancia atestada de un fárrago de butacas, mesas y cómodas recubiertas por fundas polvorientas que les otorgan una apariencia de fantasmas. Del techo cuelgan racimos de arañas de cristal también envueltas. Todo respira humedad, polvo, pasado. Avanzo lentamente entre los espectros de aquella época ya pretérita cuando me topo con un pequeño velador sobre el que señorea un cenicero. En el fondo del mismo leo, en grandes letras negras: «H
OTEL
N
EGRESCO
- N
IZA
1937.» El hecho de ser uno de los hombres más ricos del mundo no significaba que el marajá no pudiera coleccionar recuerdos de los grandes hoteles en los que se alojaba.
La India feudal no era únicamente un catálogo de excentricidades. También tenía otro rostro que permitía hacer olvidar los excesos de algunos de sus representantes. Algunos soberanos dotaron a sus reinos de carreteras, vías férreas, escuelas, hospitales e incluso de instituciones democráticas que los convirtieron en estados modernos y liberales, lo que suscitaba la envidia de las provincias directamente administradas por los británicos. El marajá de Baroda prohibió la poligamia y combatió en favor de los intocables con tanto encarnizamiento como Gandhi. El marajá de Bikaner transformó ciertas zonas del desierto del Rajastán en un oasis de jardines, lagos artificiales y ciudades florecientes a la disposición de sus súbditos. El principado musulmán de Bhopal concedió a las mujeres una libertad sin parangón en Oriente. El estado de Mysore poseía la universidad de ciencias más prestigiosa de Asia. Heredero de uno de los mayores astrónomos de la Historia, un sabio que había traducido los principios de la geometría de Euclides al sánscrito, el marajá de Jaipur convirtió el observatorio de su capital en un centro de estudios de renombre internacional.
A lo largo de la Historia, los príncipes indios fueron los instrumentos más celosos de la dominación británica de la India. Aceptaron la soberanía del virrey respecto de sus asuntos exteriores y de su defensa, a cambio de la soberanía interior. No escamotearon ni su dinero ni su sangre en el curso de las dos guerras mundiales. Crearon, equiparon y entrenaron cuerpos expedicionarios que se distinguieron en todos los frentes bajo el estandarte de la Union Jack. El marajá de Bikaner, general del ejército británico y miembro del gabinete de guerra, lanzó a sus camelleros al asalto de las trincheras alemanas durante la Gran Guerra. Los lanceros de Jodhpur arrebataron Haifa a los turcos el 23 de septiembre de 1917. En 1943, bajo el mando de su joven marajá, comandante en los Lifeguards, los cipayos de la ciudad rosa de Jaipur limpiaron las laderas de Montecassino y abrieron la ruta de Roma a los ejércitos aliados. En recompensa por su coraje a la cabeza de su batallón, el marajá de Bundi recibió la Military Cross en plena jungla birmana.