Authors: Dominique Lapierre
A las nueve y cuarto de la noche, el 4 de septiembre de 1947, Gandhi puso fin a su ayuno con unos sorbos de zumo de naranja. Antes, había dirigido una advertencia a los habitantes: «Calcuta tiene ahora la clave de la paz de toda la India. El menor incidente aquí es capaz de engendrar en otras partes incalculables repercusiones. Aunque el mundo esté ardiendo, debéis procurar que Calcuta permanezca fuera de las llamas. Haced que Calcuta sea un día el orgullo del cielo.»
¡El orgullo del cielo! Un cuarto de siglo después de que la Gran Alma de la India lanzara este llamamiento, encuentro la presencia de Dios en cada uno de mis pasos por las calles de esta ciudad. La semana pasada, vi desembocar una procesión con multitud de estandartes y oriflamas verdes en Chittapore Road, en una confusión de fanfarrias, bloqueando toda la circulación. Era el Muharram, la celebración del Año Nuevo islámico. Los tres millones de musulmanes de Calcuta estaban en la calle. Era un día festivo, como una docena de otros más del calendario de esta ciudad, macedonia de pueblos y de creencias. Dos días antes, lo que me había despertado de repente, a mí y a toda la ciudad, era una atronadora traca de petardos. Los sijs celebraban el nacimiento del gurú Nanak, el venerado fundador de su comunidad. Desde todos los barrios, procesiones acompañadas por carros suntuosamente decorados con guirnaldas de flores habían cogido el camino de las diferentes
gurdwaras
. Durante todo el día, miles de altavoces hicieron resonar la alegría de los sijs. Si aquel día se me hubiera ocurrido buscar un taxi, habría tenido nueve posibilidades sobre diez de que los taxistas con su barba enrollada y el turbante azul o rojo hubieran abandonado sus coches para ir a honrar a su gurú. Hoy es el Barra Bazar lo que está en efervescencia. Los jainíes
digambara
celebran el retorno de la temporada de las peregrinaciones, marcada por el fin oficial del monzón. Pero sobre todo es el homenaje a Durga, la diosa hindú destructora del demonio, lo que hace de Calcuta un centro religioso tan importante. Durante cuatro días y cuatro noches, esta ciudad de reputación tan siniestra se convierte en una ciudad mágica llena de luz, alegría y esperanza. Tengo la suerte de vivir los ritos de esta fiesta con Hasari Pal, el conductor del
rickshaw
, y con sus compañeros de profesión. Gracias a ellos descubro un lugar asombroso: todo un barrio de viejos hangares, talleres miserables y callejas donde centenares de hombres, padres e hijos, confeccionan las obras de arte más fascinantes que se hayan consagrado jamás a una divinidad o a unos santos. Durante todo un año, estos artistas de la casta de los alfareros han rivalizado en inspiración y amor para que de sus manos broten las mayores, las más monumentales, las más suntuosas representaciones de la diosa Durga. Es un trabajo prodigioso: después de haber construido la estructura con paja trenzada, los alfareros recubren su modelo con arcilla gris, que esculpen a continuación delicadamente para darle la forma y la expresión deseadas. Luego terminan la estatua decorándola con el pincel, dándole un aspecto fantástico e intencionadamente grotesco. Familias, asociaciones, clubes y comunidades encargan con antelación miles de representaciones de Durga.
El cuarto día de la fiesta, cuando se pone el sol, camiones, carros, taxis o
rickshaws
, en el caso de las más pequeñas, llevan las estatuas, así como a sus devotos propietarios, a orillas del Hooghly, el tumultuoso brazo del Ganges. Cada Durga se decora entonces con guirnaldas de flores y las familias las bajan lentamente, respetuosamente, hasta el agua. Arrastradas por la corriente, las estatuas confiadas al río sagrado se alejan entonces hacia la eternidad de los océanos, llevando consigo las alegrías y las penas del pueblo de Calcuta.
De todas las fiestas religiosas, ninguna me transporta con tanta emoción como la que proclama el nacimiento de Cristo. Los cristianos de Calcuta forman una pequeñísima comunidad en comparación con el número de fieles de las otras creencias. Pero no son los menos fervientes. De todos modos, en Calcuta, las celebraciones religiosas son un asunto de todos. Unos días antes de Navidad, los conductores hindúes y musulmanes de los autobuses se aprestan a decorar sus vehículos con guirnaldas de claveles amarillos. Las calles de los barrios comerciales se iluminan con bombillas multicolores y banderolas. Park Street, la via Veneto local, célebre por sus vendedores de crema helada y sus tiendas de lujo, está inundada por un mar de luces. En las aceras hay niños que venden figuritas de Papá Noel de papel maché, que han confeccionado y decorado en los talleres de sus barrios de chabolas. Otros ofrecen abetos de cartón y belenes llenos de copos de nieve de algodón, una extravagancia en esta ciudad cuya temperatura oscila entre los 20 y los 48 ºC. En Chowringhee, la antigua avenida imperial, las tiendas están llenas de regalos, de botellas de vino, de whisky y de cerveza; hay cestas en las que desbordan las frutas exóticas, los productos de confitería, conservas finas. Ante todas estas mercancías convergen maravillados los ojos de los habitantes de los barrios pobres. Acompañadas de sus sirvientas, ricas indias en sari hacen sus últimas compras pensando en el cotillón. Familias enteras se sumergen en Peter Kat, en Tandoor, en el Moulin Rouge, en todos los restaurantes de moda. En el Park Hotel, una cena espectáculo con champán y baile cuesta más de mil rupias, lo que gana en tres o cuatro meses mi amigo Hasari Pal ejerciendo de hombre-caballo.
Los preparativos de Navidad no son menos vibrantes en los barrios pobres, en particular dentro de los islotes poblados de cristianos. Las familias han pintado sus casas antes de dibujar
rangolis
ante las puertas, esas bonitas composiciones multicolores que adornan los umbrales de tantas moradas indias. Numerosos belenes adornados con imágenes santas o con un ejemplar de los Evangelios abierto en la página de la Natividad completan el emocionante homenaje de los pobres al nacimiento de su Salvador.
En las ventanas y en los bordes de los tejados arden decenas de bastoncillos de incienso y de velas. Pero para los pocos cristianos de este universo masivamente poblado de hindúes y de musulmanes, el símbolo más hermoso de esta fiesta de Navidad es la estrella luminosa que se balancea en lo alto de una caña de bambú plantada sobre un tejado. Según se dice, iluminó el viejo corazón del Mahatma Gandhi, ya que fueron hindúes y musulmanes quienes tuvieron la idea de izar este emblema de esperanza en el cielo de este barrio abrumado por el sufrimiento. Como para decir a sus habitantes: «No temáis más. No estáis solos. Porque esta noche nacerá el dios de los cristianos, entre nosotros habrá un salvador.»
Unos minutos antes de medianoche, el aire cargado de humo se llena de repente con las armonías de los carillones de la Virgen del Buen Viaje, la iglesia de Calcuta anexa a la inmensa estación de Howrah, donde voy a asistir a la misa del gallo. El edificio, lleno de guirnaldas y de estrellas luminosas, se parece en las tinieblas a un palacio de marajá en una noche de coronación. En el patio, a unos pocos metros de las aceras donde miles de indigentes duermen en el frío invierno, un pesebre monumental con personajes de tamaño natural reconstituye el nacimiento del Mesías sobre la paja del establo de Belén.
Una multitud ruidosa y colorista, con las mujeres en sari de fiesta y la cabeza recubierta de velos bordados, y los hombres y los niños vestidos como príncipes, llenan la vasta nave decorada con banderolas y guirnaldas. Los suntuosos ramos de nardos, rosas y claveles que adornan el altar y el coro los han traído parroquianos de los barrios de chabolas vecinos.
De repente, una salva de petardos desgarra la noche. El cura, tan majestuoso como un Gran Mongol vestido con su alba inmaculada y sus ornamentos de seda roja, hace su entrada a la cabeza de un cortejo de diáconos y monaguillos. Acompañada por el órgano, la congregación se pone a cantar. Es medianoche en Calcuta, es Nochebuena. De un extremo al otro de la inmensa ciudad afligida por tan duras pruebas, de centenares de gargantas brota el canto triunfal cargado de esperanza: «¡Ha nacido el niño Dios!»
¡Oh, Calcuta, ciudad de Dios, ciudad del Amor! Son las cinco y media de la mañana en Lower Circular Road, una amplia avenida con las aceras llenas de baches y todavía atestadas de durmientes arrebujados en su
dhoti
como en una mortaja. Olor acre de los braseros que se encienden. Llamadas frenéticas de una campana hindú para la
puja
del alba. El número 54/A es un gran edificio gris. Accedo a la puerta de entrada por una estrecha calleja lateral. Una simple placa de madera en el umbral: «M
OTHER
T
ERESA
.» Tiro de un cordel que hace sonar una campanilla en el interior. Aparece el rostro muy oscuro de una joven monja india cubierta con un velo blanco ribeteado de azul. En seguida brota de la sombra que hay detrás de mí un anciano famélico que intenta deslizarse por el vano de la puerta. La monja le impide amablemente la entrada y le explica en bengalí cómo dirigirse a los centros de cuidados y de socorro. Una religiosa me conduce hacia la primera planta, donde se encuentra la capilla: una vasta sala muy desnuda con grandes ventanas que dan al estruendo de la ciudad que se despierta. En la pared, detrás del altar, un simple crucifijo de madera coronado por una inscripción: «T
ENGO
S
ED
.»
¡Tengo sed! Qué emoción descubrir entonces, arrodillada al fondo de la pieza, sobre un viejo saco de arpillera remendado, a quien, desde hace veintidós años, sacia aquí la sed de Jesús crucificado. Sí, qué emoción contemplar a esta anciana, arrugada como una nuez, replegada sobre sí misma, con los labios temblando con una plegaria perpetua, y decirse: «Bendita seas, Calcuta, pues en tu desdicha has sido capaz de engendrar santos.» Hay un buen centenar de santos esta mañana en la capilla de la Madre Teresa. Santas de veinte años, de piel a menudo muy negra, procedentes de todos los rincones del país para adoptar el velo blanco y azul de las Misioneras de la Caridad deseosas de aportar un poco de amor y alivio a los más abandonados. Cada mañana, después de la misa, hacia las seis y media, salen del convento de dos en dos para dirigirse en autobús, en tranvía o a pie a los hogares para moribundos, los orfanatos, los dispensarios creados por la Madre Teresa. Entonces se produce algo totalmente extraordinario, cuando estas frágiles siluetas se dispersan por las profundidades de la ciudad. Se diría que una oleada de generosidad se difunde de golpe, una vibración que lleva esperanza y que aporta a todos los desheredados la certeza de que son amados, que ya no están solos, que ya no deben tener miedo.
La Historia negará al arquitecto de la independencia el derecho a saborear la victoria. El 30 de enero de 1948, seis meses después de haber expulsado a los ingleses y haber salvado Calcuta de un baño de sangre, Gandhi cayó en pleno corazón de Nueva Delhi bajo las balas de un asesino.
«¡La luz se ha apagado sobre nuestras vidas, y no hay más que tinieblas!», exclama Nehru, el primer ministro de la India libre, con palabras que traducen a la perfección el dolor de la nación.
«El Mahatma Gandhi ha sido asesinado por su propio pueblo, para cuya redención había vivido», es el titular a toda plana del diario
Hindustan Standard
. «Esta segunda crucifixión en la historia del mundo ha tenido lugar un viernes, el mismo día en que Jesús moría, 1.915 años antes. Padre, perdónanos.»
El asesino del Mahatma fue un fanático hindú que reprochaba a Gandhi que preconizara el entendimiento entre hindúes y musulmanes después de haber aceptado la división territorial del país entre ambas comunidades. Se llama Nathuram Godsé. Lo colgarán junto a su cómplice principal por ese crimen que se calificará de «asesinato del siglo». Los otros cuatro conjurados fueron condenados a cadena perpetua. Un día de marzo de 1972, un recuadro en primera plana del
Times of India
nos sobresalta, tanto a Larry como a mí. Después de veinticinco años de prisión, los cuatro conjurados acaban de beneficiarse de un indulto por buena conducta. Esta providencial clemencia nos ofrecerá la posibilidad de organizar algunas entrevistas espectaculares.
Elijo lanzarme tras las huellas de Gopal Godsé, el hermano del asesino. Lo encuentro en las afueras de la ciudad de Poona. Es un cincuentón más bien distinguido, de cabello gris, cuidadosamente peinado, que lleva con elegancia una larga camisa blanca. Consciente de que es un personaje histórico, se muestra amable, incluso caluroso, totalmente dispuesto a responder sin reserva a mis preguntas. La galería en la que me acoge está adornada con un mapa gigante de la India que engloba el territorio de Pakistán. Una cinta de bombillas eléctricas representa el curso del Indo, serpenteando en la parte superior del mapa, y en el centro está colgada una gran foto del asesino adornada con una guirnalda de flores. No hay remordimiento alguno, ni lamento en las respuestas precisas y detalladas que me ofrece Gopal Godsé. Me sorprende oírle pronunciar el nombre de Gandhi con reverencia. Añade el sufijo
ji
, que en hindi aporta una connotación afectuosa a un patronímico. «Gandhiji» por aquí, «Gandhiji» por allá, me cuesta creer lo que oigo. ¿Se deberá al ideal de la no violencia de Gandhiji?
—
My dear friend
, era una época en la que las mujeres hindúes se tenían que suicidar para escapar a la infamia de ser violadas por los musulmanes. ¿Qué les decía Gandhiji? ¡Que la víctima es el vencedor!