—Para ya, Abbey.
—Debo ocho mil dólares, y a mi padre aún le queda por pagar.
—¿Ocho mil? ¡Caray! No lo sabía.
—Mi padre se levanta a las tres y media para poner las trampas, y trabaja como un desgraciado. Desde que se murió mamá me crió él, y ahora voy y le robo el barco. ¿Por qué soy una hija tan despreciable?
—Es normal que los padres se deslomen por sus hijos. Es su trabajo. —Jackie intentó reírse.
—Mira, ya hemos llegado.
Abbey miró por encima del hombro. Tras ellas se erguía la oscura silueta de la isla. No había playa; solo rocas cubiertas de algas bajo la niebla.
—Prepárate para mojarte —dijo.
El bote chocó con la primera piedra plana. Abbey maniobró hacia un lado, bajó y sujetó la amarra. El agua formaba remolinos en sus piernas, bien plantadas para no caerse. Jackie sacó del bote el pico, la pala y la mochila, y bajó; luego lo arrastraron y miraron a su alrededor.
Era un paisaje de desolación en estado puro. Frente a ellas se elevaba un cúmulo enorme de bloques fragmentados de granito, salpicados de troncos hechos trizas, aparejos de pesca destrozados, boyas rotas y sogas deshilachadas. Las rocas estaban blancas debido al guano de gaviota. En el cielo daban vueltas aves invisibles, que protestaban con gritos de enfado.
Abbey se puso la mochila en la espalda. Tras cruzar la franja de restos traídos por las olas, escalaron las rocas inclinadas hasta el borde de un prado de cortadera. La isla subía gradualmente hacia la cumbre del acantilado, rematado por una cuña gigantesca de granito roto depositada por los glaciares, que parecía un dolmen. La hierba serrucho dio paso a matas de grosella espinosa, y de arrayanes aplastados por el viento. Llegaron a la losa de granito y siguieron caminando hacia el lado más abrupto de la isla.
Abbey se paró al final de la losa, mirando fijamente.
—Dios mío.
Tenía delante un cráter reciente, de un metro y medio de diámetro.
Ford siguió a los soldados por el camino. Al llegar al campamento se encontró un panorama caótico, una polvareda de soldados que huían y grupos de mineros traumatizados y desorientados, que no entendían nada de la situación. También los había que corrían —familias enteras incluidas—, se arrastraban o cojeaban hacia la selva, y algunos llevaban enfermos del brazo o a cuestas.
Buscó a Khon con la mirada hasta reconocer a un personaje orondo que venía a paso rápido del borde de la selva, con una mochila. Dio alcance a Ford, jadeando, con la cara cubierta de sudor.
—¡Señor Mandrake! Saludos.
—Buen trabajo, Khon. —Ford abrió la cremallera de la mochila y sacó un radiómetro, que encendió y leyó.
—Cuarenta milirems por hora. No está mal.
Khon se fijó en las manchas de sangre de la camisa de Ford.
—¿Qué te han hecho?
—Es que has tardado algo más de la cuenta con los fuegos artificiales. Por poco no lo cuento, amigo mío.
—Me ha costado lo suyo robar la dinamita del galpón. Solo he tenido tiempo de llegar a la colina más cercana.
—¿Cómo te has librado del soldado que iba a investigar?
—He supuesto que enviarían a uno, y he dividido la carga para usar la segunda como trampa. Pobre.
—Muy listo. —Ford sacó de su mochila una cámara digital y un GPS; este último se lo lanzó a Khon.
—Tú introduce los puntos de ruta, mientras yo hago fotos.
—De acuerdo, jefe.
Se acercó a la boca del pozo de la mina, con el radiómetro en alto. Saltaba a la vista que era un cráter de impacto, con varias capas de eyecciones que formaban un dibujo radial, y una gran cantidad de brechas y conos de rotura.
—Ochenta milirems —dijo.
—Aquí arriba sigue siendo una magnitud bastante baja. Podemos aguantar como mínimo una hora sin peligro.
Se asomó al pozo con precaución. Por dentro, el cráter se iba inclinando cada vez más hasta convertirse en un tubo vertical de unos tres metros de diámetro, con paredes de un material fundido que parecía cristal. En los lados del pozo había cables con luces, y dos escaleras de bambú que bajaban hacia una capa en la que parecía haber piedras preciosas. El generador que suministraba la electricidad seguía en marcha, en un galpón cercano. Encima del pozo había un andamio muy grande de bambú del que colgaba un cabrestante, con una red para subir y bajar aparejos.
Ford sintió que aumentaba su desconcierto al observar el agujero. Era un cráter de una profundidad increíble, hasta el punto de que no parecía tener fondo, como si el objeto impactante hubiera seguido sin pararse. Tras hacer algunas fotos del conducto, acabó con una serie panorámica de trescientos sesenta grados. Por último, tomó una serie de lecturas del radiómetro a distancias fijas.
Khon volvió pronto con el GPS.
—Listo.
El campamento se había vaciado casi del todo, a excepción de los cadáveres dispersos.
—Vamos a hacer saltar este antro por los aires antes de que nuestros amigos se den cuenta de que los han timado —dijo Ford—; si no, regresarán, y vuelta a empezar con todo esto.
La indignación de ver tantos muertos a su alrededor le daba náuseas. Había algunos que no estaban muertos, sino que intentaban alejarse a rastras.
Ford y Khon reventaron las puertas del galpón de la dinamita y cargaron el carro de mulas abandonado con cajas de explosivos, detonadores, temporizadores y cables. Después acarrearon el explosivo hasta la mina y pusieron las cajas en la red, abierta sobre el suelo. Ford colocó un detonador en cada una y empalmó el conjunto a un temporizador y un refuerzo.
Puso en marcha el temporizador.
—Media hora.
Levantaron la red con el cabrestante eléctrico, la situaron sobre la boca del pozo y la bajaron unos treinta metros, soltando poco a poco los cables del detonador. La bomba improvisada la depositaron en la plataforma de bambú. Ford inutilizó el cabrestante motorizado destrozando el terminal con una barra metálica, y arrancando varios cables.
—Veinticinco minutos —dijo al mirar el reloj—. Vámonos pitando.
Se acercaron deprisa a la pared de selva, y poco después de atravesarla encontraron el camino por donde habían llegado. Adelantaron corriendo a varios grupos de habitantes de la zona que avanzaban despacio, en un estado deplorable. Nadie se fijaba en ellos dos. De los soldados no quedaba ni rastro.
—Falta poco —dijo Ford, con un nudo casi insoportable en el estómago.
Nunca, en toda su vida, había tenido una visión tan infernal, de la miseria, la crueldad y la explotación humanas. ¿Qué había en la manera de ser de los camboyanos que hacía que un pueblo de sincera bondad, dulzura y consideración, gente de sólida fe budista, descendiera a tales simas?
Se pararon a descansar sobre una roca del arroyo seco. La explosión se produjo a la hora prevista.
Randall Worth apagó el motor y se quedó a la deriva por la niebla, sin apartar la vista del radar. La mancha luminosa de la pantalla, algunos cientos de metros hacia el sur, tenía que ser el
Marea.
Algo más lejos, un borrón verde representaba Shark Island.
Shark Island. A trece kilómetros de la costa, sin puerto, rodeada de arrecifes y sin posibilidades de desembarcar salvo con calma chicha. Perfecta como isla del tesoro. ¿Cómo no se le había ocurrido a él?
Echó el ancla, procurando no hacer ruido con la cadena. Una vez que la tuvo en su sitio, empezó a preparar su mochila. Metió una cajita de herramientas portátil, alicates, alambre, cinta aislante, un cuchillo, la RG Mag del cuarenta y cuatro y, por último, una caja de balas Winchester de punta hueca.
Se sentó a esperar, atento a cualquier ruido entre la niebla. La isla estaba a unos cuatrocientos metros, y la bruma mitigaba los sonidos. Él no oía nada. El corazón le latía con fuerza. Procuró no hacer caso al hormigueo que sentía debajo de la piel, el mono de la meta. Todavía no; no en un momento así. Necesitaba tener las ideas claras.
De pronto oyó algo, un grito suave. Se incorporó. Al grito lo siguió una serie débil pero clara de vítores y aplausos. Aplausos…
Se irguió, con el corazón a mil por hora. Eran sonidos de victoria. Lo habían encontrado. «Alucino de la hostia», pensó. Cogió al vuelo la mochila, la arrojó al bote, saltó tras ella, se apartó del barco y empezó a remar como un loco hacia el
Marea.
Casi no había mar, y la niebla era un golpe de suerte.
Pocos minutos más tarde apareció la silueta del
Marea.
Worth levantó los remos y escuchó atentamente. En esos momentos se oían más claras las voces de ellas dos, a mayor proximidad de la isla; voces incorpóreas, llenas de entusiasmo, acompañadas por el ruido inconfundible de un pico y una pala rascando y golpeando piedra. Se arrimó a la popa del
Marea,
ató el bote, subió la mochila y saltó a bordo.
Ya en la cabina de control, se esforzó por controlar su respiración y por frenar el temblor de sus manos. La meta lo estaba jodiendo de lo lindo. Lo volvía asustadizo. Después de aquello tendría la vida resuelta, y ya no tomaría más. Ya no le haría falta. Oía los martillazos de su corazón, y sentía zumbar la sangre en sus oídos. En la consola de la cabina había una botella de Jim Beam. La cogió y encadenó dos buenos tragos. Poco a poco se fue relajando.
Sin perder la concentración, verificó que el interruptor de la batería estuviera apagado. Después sacó la caja portátil de herramientas de la mochila, cogió un destornillador, desenroscó el panel eléctrico y lo dejó en el suelo. Tenía delante una masa de cables, bien diferenciados por colores, y atados en manojos.
Sabía perfectamente lo que tenía que hacer.
A las tres de la tarde, Mark Corso empezó a respirar mejor. Por la mañana, al llegar a su despacho —un día después de la desastrosa reunión—, le había aliviado no encontrar ninguna carta de despido encima de la mesa. Llevaba todo el día trabajando como un loco en los datos del SHARAD, y ya lo tenía todo preparado; muy bien preparado, en honor a la verdad: los gráficos y todo lo demás pulcramente organizado, con sus gomas elásticas, sus sobres y sus archivadores, y con unas imágenes claras y nítidas tras haberlas limpiado de ruido y haberlas procesado digitalmente.
No había recibido visitas desagradables de Derkweiler, ni notas o llamadas de advertencia. De hecho, ni siquiera lo había visto. Aunque pudiera haberse equivocado en la periodicidad, estaba seguro de no haber cometido ningún error con los datos de rayos gamma. Era verdad. Estaba seguro. Siempre existía la posibilidad de que Chaudry se lo repensase y se diera cuenta de que valía la pena investigarlo.
Mark Corso se puso el paquete debajo del brazo, tragó saliva y salió al pasillo, dirigiéndose al despacho de Derkweiler. Golpecitos rápidos, un «adelante» y ya abría la puerta con el alma en vilo. Derkweiler estaba sentado al otro lado de la mesa, con manchas incipientes de sudor en las axilas.
—Ah, Corso, es usted.
—Tengo los datos del SHARAD —dijo Corso con toda la frialdad y dignidad que pudo. Dio un golpecito a la carpeta que llevaba bajo el brazo, y tragó saliva antes de recitar las frases que llevaba ensayadas:
—Quería disculparme por la presentación de ayer. Me dejé llevar por los datos de rayos gamma. Le aseguro que no se repetirá.
Derkweiler lo miraba; no era exactamente una mirada fija, pero sí penetrante, con ojos enrojecidos. Daba la impresión de haber pasado la noche en blanco.
—Señor Corso… Mire, siento tener que decírselo. —Derkweiler suspiró y puso las manos en la mesa. —Ayer hice los trámites para… poner punto final a su trabajo aquí. Lo siento mucho.
Corso, estupefacto, no supo qué responder.
—Somos una burocracia casi gubernamental, y los despidos tardan un poco en procesarse. Lamento que haya tenido que esperar. De todos modos, creo que se da cuenta tan bien como yo de que esto no tiene futuro.
Mantuvo fija la mirada en Corso, sin alterarse lo más mínimo.
—Pero ¿y el doctor Chaudry…?
—En este tema, el doctor Chaudry coincide plenamente conmigo.
Corso hizo otra tentativa de tragar saliva. Se veía en la imposibilidad física de marcharse. Era como el hombre de hojalata de
El mago de Oz,
clavado al suelo.
—Bueno —dijo Derkweiler, dando una última palmada en la mesa—, pues ya está. Tiene hasta que acabe el día. Lo siento muchísimo, pero creo que es lo mejor.
—Pero… ¿todavía quiere los datos del SH ARAD? —le preguntó Corso, antes de darse cuenta de lo insustancial de la pregunta.
Con una expresión fugaz de irritación, Derkweiler tendió el brazo y cogió la carpeta.
—Quizá no oyó lo que dije en la reunión: que los datos del SHARAD los prepararía yo mismo. Me he pasado toda la noche haciéndolo. —Alargó el brazo hacia la papelera y soltó la carpeta. —Ahora no los necesito, ni los quiero.
Lo gratuito del gesto encendió a Corso. Derkweiler seguía mirándolo.
—¿Algo más, o ya hemos terminado?
Corso se volvió y se fue, muy tieso.
—Cierre la puerta, por favor.
La cerró y se quedó temblando en el pasillo. El shock y la incredulidad se convirtieron en una sensación de malestar físico, que dejó paso a la rabia. Aquello estaba mal hecho. Era una injusticia. Tirar su trabajo a la papelera… No había modo de justificarlo. No lo podía consentir.
Se volvió, abrió la puerta… y pilló a Derkweiler inclinado hacia la papelera, sacando el paquete de la basura.
Fue la gota que colmó el vaso. Corso notó que se le abría la boca y que emitía unas palabras, pero era como si las dijera otra persona.
—Serás… gordinflón de mierda.
—¿Perdón?
—Ya me has oído.
¿Quién estaba hablando? Pero ¿qué decía? Corso no se había enfadado tanto en toda su vida.
Derkweiler enrojeció, y dejó caer de nuevo la carpeta en la papelera. Después se apoyó en el respaldo y se puso las manos detrás de la cabeza, dejando ver en toda su extensión las manchas de las axilas.
—Veo que se quiere ir a lo grande. ¿Quería añadir algo más?
—Pues mire, sí. Me sorprende que esté aquí, en la NPF, y más en un cargo de responsabilidad. Es usted la mediocridad personificada. Y Chaudry otro tanto. Les he dado pruebas de que en Marte, o cerca de Marte, podría estar ocurriendo algo peligroso, por no decir catastrófico. Las tienen en las narices y no las ven. No se diferencian en nada de la Inquisición que condenó a Galileo.