Ford vio sangre seca en la silla, y varias manchas grandes en el suelo, limpiadas con desgana. Las moscas se agolpaban en aquel calor pestilente. En la parte del fondo, un brochazo de sangre llevaba hasta una puerta que daba directamente a la pocilga.
Los soldados sentaron a Ford a empujones y le ataron las manos a la espalda, contra los barrotes de la silla. Después le sujetaron los tobillos a las patas con cinta aislante, y pasaron una vieja cadena de sierra eléctrica por su cintura y por la silla; al cerrarse el candado, los dientes se le clavaron en la piel.
Su eficacia era fruto de la práctica. Tuk entró en la sala y se puso en un rincón, cruzando por delante sus largos brazos.
Fuera empezaron a chillar los cerdos.
—Bueno, bueno —dijo Seis al situarse frente a Ford.
Sacó un viejo cuchillo Ka-Bar de debajo de su camisa y sonrió. Después, plantándose ante Ford, metió el cuchillo por debajo del primer botón de la camisa de este último y lo estiró hasta hacerlo saltar. Hizo lo mismo con el siguiente botón, que también saltó, y así hasta abrir toda la camisa.
—Muy mentiroso, tú —lo acusó.
El cuchillo arrancó el último botón. Seis lo introdujo por la base de la camiseta sin mangas de Ford, con el filo hacia fuera, y la cortó de punta a punta de un tajo limpio. A continuación subió la punta del cuchillo hasta la barbilla de Ford y se la hincó un poco. Ford sintió una especie de aguijonazo. Después notó que se le acumulaba sangre en la barbilla, hasta que le cayeron gotas en las piernas.
—¡Uy! —exclamó Seis.
El cuchillo brilló al practicar un pequeño corte en el pecho de Ford; después otro fulgor, y un nuevo corte. Ford se puso rígido al sentir el flujo caliente de la sangre. El cuchillo estaba extremadamente afilado. De momento casi no le había dolido.
—Equis marca sitio —dijo Seis.
—Usted disfruta mucho con estas cosas, ¿verdad? —dijo Ford.
Tuk observaba desde la puerta.
La punta del cuchillo dibujó suavemente una raya en el pecho, en dirección al abdomen. Después se metió en el botón del pantalón.
Un ruido sordo retumbó por el valle y resonó entre las montañas. Seis y Tuk se quedaron como estatuas.
—¡Uy! —gritó Ford.
Seis envainó el cuchillo e intercambió una rápida mirada con Tuk. El más alto de los dos salió hacia la parte delantera de la casa, sin delatar ninguna prisa. Poco después volvió y le hizo a Seis una señal con la cabeza. El camboyano espetó una orden a los soldados, que desataron a Ford de la silla, le dieron un trapo para secarse las heridas y lo llevaron a la galería, tras haber cruzado la casa. Justo en ese momento estaba desapareciendo una nube sinuosa de humo y polvo en lo alto de una de las colinas cercanas.
—Equivocado de colina —dijo Seis, haciendo un reconocimiento de la nube y del cielo con los prismáticos. Ford se encogió de hombros.
—Todas parecen iguales.
—No veo avión teledirigido.
—Pues claro que no lo ve.
Observó que Seis, que hasta entonces no parecía acusar el calor, había empezado a sudar mucho.
—Ahora dispone de sesenta minutos antes de que quede destruido el campamento, y de que les persigan y los maten a todos como perros —dijo Ford—. Mejor que se decida pronto.
Seis se quedó mirándolo con sus ojillos negros. Era una mirada dura y penetrante.
—¿Cómo recibo millón de dólares?
—Tráigame la mochila.
Dio una orden a grito pelado. Un soldado se fue y volvió con la mochila de Ford, que le habían quitado al capturarle.
—Démela —dijo Ford.
La cogió y sacó un sobre. Ya lo habían roto para examinarlo. Se lo entregó a Seis.
—¿Qué es?
—El membrete del Atlantic Vermógensverwaltungsbank de Suiza. Contiene una cuenta secreta y un código de autorización. Fíjese en la cantidad depositada, por favor: un millón doscientos mil francos suizos, que equivaldría a un millón de dólares. Con ese dinero podrá establecerse en algún sitio, a salvo de cualquier peligro, y vivir el resto de sus días de manera agradable y cómoda, rodeado de sus hijos y sus nietos.
Seis se sacó un pañuelo de tela de un bolsillo y se lo pasó despacio por la frente.
—Lo único que debe hacer —dijo Ford— es presentar esta carta y el código y recoger el dinero. Lo cobrará el portador de la carta y del código, ¿me entiende? Sea quien sea. Aunque hay un problema.
—¿Sí?
—Si no me presento en Siem Reap durante las cuarenta y ocho horas siguientes, el dinero desaparecerá de la cuenta.
Seis volvió a secarse la frente. Ford miró a Tuk de reojo. Él no sudaba; fruncía el entrecejo, mirando fijamente la nubecilla que desaparecía por el cielo, sobre la colina.
Tuk dijo:
—Ha sido un misil pequeño. Creo que no estaría de más mandar a alguien a verlo.
Se volvió hacia Ford, sonriendo de oreja a oreja. Este miró su reloj.
—Como gusten. Les quedan cincuenta minutos.
Tuk lo observó por las ranuras de sus ojos.
—Hay tiempo suficiente.
Se volvió y le dijo algo en dialecto a Seis, que dio órdenes, también en dialecto, a uno de los soldados, un joven bajo y fibroso de no más de dieciocho años. El muchacho dejó su fusil, se quitó la cartuchera y se desvistió hasta quedar en pantalones negros de pijama y camiseta suelta. Seis se sacó del cinturón una pistola de nueve milímetros, verificó el cargador y se la dio al joven, junto con un
walkie-talkie.
El soldado desapareció en la selva como un rayo.
—Llegará a la colina en quince minutos —dijo Tuk—. Entonces veremos si ha sido un impacto de misil… o un engaño.
Sonrió y miró fijamente a Ford, abriendo por primera vez los ojos, que le daban una expresión cómica de sorpresa aún más inquietante.
Esperaron. De puertas afuera, Ford mantuvo la calma. Al parecer, Khon no había tenido tiempo de llegar a la loma de dos puntas; y por lo visto, tampoco había podido agenciarse muchos explosivos: la explosión había sido más bien anémica.
En la galería aumentó la tensión.
—Diez minutos —dijo Tuk con otra horrible sonrisa.
Los soldados cambiaban de postura, incómodos. Seis sudaba. Volvió a leer la carta, la dobló, la metió en el sobre y se lo guardó en la camisa.
—Cinco minutos —volvió a hablar Tuk.
Otra explosión retumbó en el valle. Sobre la copa de los árboles apareció una nube rojiza, que ascendió en grandes remolinos. Con gesto torpe, Seis sacó del cinturón un
walkie-talkie
y empezó a pegar gritos, intentando establecer contacto con el soldado. Nada, solo estática. Lo tiró al suelo y examinó el cielo vacío con los prismáticos.
—¡No veo avión teledirigido! —chilló.
Ford se mantuvo atento a Tuk. El anciano había apartado la mirada de la loma para observar a Ford, con ojos marrones y sagaces. Una mirada larga, penetrante.
—Quien presente la carta, sea usted o su representante —repitió despacio Ford—, recibirá el dinero.
Lo dijo mirando a Tuk, y por la expresión de sus ojos, de malévola inteligencia, vio que lo entendía.
Con un único y ágil movimiento, Tuk se sacó del cinturón una pistola de nueve milímetros, apuntó a la cabeza de Seis y disparó. La canosa cabeza del anciano se desplazó violentamente hacia un lado, con una expresión que era pura sorpresa, mientras sus sesos hacían mucho ruido al salpicar el suelo de la galería. Se desplomó con un impacto blando y se quedó muy quieto, con los ojos completamente abiertos.
Los soldados saltaron como si el tiro lo hubiesen recibido ellos, y encañonaron a Tuk con unos ojos como platos.
Hablando con mucha calma en jemer, este dijo:
—Ahora mando yo. Trabajáis para mí. ¿Lo habéis entendido? A cambio de vuestra colaboración recibiréis cada uno una prima de cien dólares norteamericanos, que percibiréis de inmediato.
Un momento de confusión, y no hubo más que decir. Todos los soldados juntaron las palmas de las manos y se inclinaron hacia Tuk.
El camboyano alto se inclinó y extrajo pulcramente la carta del bolsillo de la camisa de Seis, justo antes de que el charco de sangre empapase todo el suelo. Se la metió en el bolsillo y se volvió hacia Ford con una vaga sonrisa.
—¿Y ahora?
—Ordene a sus soldados que despejen el campamento. Del todo: vigilantes, presos y mineros. Si la CIA descubre que está bombardeando a peones rezagados, se quedará usted sin el dinero. Las bombas empezarán a caer dentro de… —Miró su reloj.
—Treinta minutos.
Tuk entró en la casa sin mediar palabra, y regresó al cabo de un minuto con un fajo de billetes de veinte envueltos en plástico. Contó cinco para cada soldado. Después dio veinte más a cada uno, junto con la orden de despejar el campamento y hacer que todo el mundo se metiera en la selva, porque los norteamericanos empezarían a bombardearlo en treinta minutos.
Mientras los soldados corrían por el camino, disparando al aire, Tuk tendió la mano a Ford.
—Siempre me ha gustado hacer negocios con los norteamericanos —dijo con una leve sonrisa.
Con cierto esfuerzo, Ford también logró sonreír.
Con la mirada fija en la pantalla del radar, Abbey veía correr la línea verde mientras el
Marea
cruzaba a cinco nudos la pesada niebla, con chorros de condensación que bajaban por las ventanillas de la cabina de control.
—Pobre cabeza mía, cómo me duele —dijo Jackie—. No me hagas esto.
—Casi hemos llegado.
—Realmente eres como el capitán Bligh. —Destapó un frasco de Tylenol y sacó dos pastillas. Después abrió una cerveza y bebió un trago. Se la tendió a Abbey. —¿Un poco de antídoto contra la resaca?
Esta sacudió la cabeza, sin apartar la vista del radar.
—Ya está otra vez el barco.
—¿Barco? ¿Qué barco?
—Aquí.
Señaló una mancha verde en la pantalla del radar, aproximadamente a media milla náutica detrás de ellas.
—¿Un barco de qué tipo?
—Ni idea. Más bien pequeño. Creo que nos está siguiendo.
—¿Cómo sabes que no es un pescador de langostas?
—¿Quién saldría a pescar langostas con esta niebla? —Abbey jugó con la ganancia del radar. —No veo un pijo.
—Apaga el motor —ordenó Jackie. Abbey le hizo caso. Se quedaron escuchando, a la deriva.
—¿Lo oyes?
—Sí —dijo Jackie.
—Ese barco ya hace un par de horas que se nos ha pegado al culo.
—¿Por qué van a seguirnos?
Abbey volvió a poner el motor en marcha.
—¿Para robarnos el tesoro?
Jackie se rió.
—Quizá tu tapadera fuera demasiado buena.
Abbey aceleró sin perder de vista la pequeña mancha verde del barco, en espera de que se moviese. Pero no se movió; se quedó donde estaba.
Puso rumbo a la parte de sotavento de Shark Island, yendo despacio. No tardarían mucho en explorarla. Era apenas un bulto sin árboles en medio del mar, con pendiente en un lado y acantilados en la otra, lo cual, desde lejos, le daba el aspecto de una aleta de tiburón. Abbey nunca había estado en la isla, ni sabía de nadie que la hubiera pisado. La niebla era tan densa que casi no veía la baranda de proa.
—Jo, Abbey, ¿tú crees que encontraremos el meteorito, de verdad?
Se encogió de hombros.
—Ante la duda —dijo Jackie—, fúmate un porrito.
—No, gracias.
Lió uno de todos modos.
—Tenemos trabajo —dijo Abbey, irritada.
—¿No puedes esperar?
—No todo es trabajo en la vida.
Suspiró, mientras Jackie le daba al mechero, rasca que te rasca, sin lograr que funcionase en aquel aire húmedo.
—Me voy abajo.
Estaban a medio kilómetro de Shark aproximadamente. Abbey redujo la velocidad, atenta a la carta digital y al sonar. Toda la isla estaba rodeada de arrecifes, y no quería arriesgarse a acercarse demasiado con marea baja. Puso el motor en punto muerto.
—Jackie, echa el ancla.
Jackie subió, con el porro en la mano, y miró a su alrededor.
—Esto es una sopa, que diría mi abuelo. —Guardó el resto del porro en su latita y fue hacia proa para quitar el pasador del ancla.
—¿Lista?
—Suéltala.
Jackie echó el ancla por la borda y la dejó caer hasta el fondo. Abbey puso marcha atrás, mientras Jackie jugaba con el cabo, estabilizaba el ancla y la amarraba.
Jackie volvió.
—¿Qué? ¿Dónde está la isla?
—A unos doscientos metros al sur. No me he atrevido a acercarme más.
—¿Doscientos metros? Yo no remo.
—Ya remaré yo.
Abbey arrojó en el bote un pico, una pala, un cubo, un rollo de cuerda y una mochila con bocadillos y Coca-Cola, además de lo de siempre: cerillas, spray de autodefensa, linternas y cantimplora de agua.
—¿A qué vienen el pico y la pala? —preguntó Jackie.
—Pues a que seguro que el meteorito está en la isla.
Abbey procuró sonar convencida. ¿A quién pretendía engañar? Era la historia de su vida: una idea estúpida tras otra.
Equilibrándose en la borda, bajó al bote y puso los remos en los toletes, mientras Jackie se sentaba a proa.
—Tú lleva la brújula y señala —le dijo Abbey.
Jackie soltó amarras. Abbey empezó a remar. El
Marea
desapareció entre la niebla. Tardaron muy poco en pasar junto a una roca que sobresalía del mar como un colmillo negro en un anillo de algas. Otra roca, y otra más, en un vaivén de agua aceitosa. No soplaba ni una chispa de viento. Abbey sentía en el pelo y en la cara que se le acumulaba la humedad de la niebla, condensada en gotas que se le metían por la ropa.
—Ahora entiendo que no hayas querido traer el barco hasta aquí —dijo Jackie, mirando las rocas que se recortaban en la niebla, y que en algunos casos rozaban los dos metros de altura, como siluetas humanas surgiendo del agua—. Resulta inquietante.
Abbey remaba.
—Puede que seamos los primeros seres humanos que desembarcan en Shark Island —dijo Jackie.
—Podríamos plantar una bandera.
Abbey siguió remando, alicaída. Faltaba poco para el final. No habría ningún meteorito.
—Oye, Abbey, perdona que te haya hablado mal. Aunque no encontremos ningún meteorito, habrá sido una aventura.
Abbey sacudió la cabeza.
—Le estoy dando vueltas a lo que me has dicho, lo de que irme de la universidad fue la cagada de mi vida. Mi padre había ahorrado durante años para pagarme los estudios. Ahora tengo veinte años, vivo en casa y hago de camarera en Damariscotta. Soy una fracasada.