Se sentó frente a un pequeño letrero de plástico donde estaba escrito su nombre. Sacó el portátil, lo enchufó, lo encendió y lo inició. Entretanto fue llegando el resto de los técnicos, entre conversaciones, bromas y tazas del flojo café californiano de la antigua Sunbeam que había en un rincón.
Marjory Leung se sentó a su lado, y también enchufó su portátil. Corso percibió una fragancia de jazmín. La joven mostraba una elegancia imprevista, pues iba vestida con un exclusivo traje negro. Corso se alegró de haberse puesto su mejor americana, junto con una de sus corbatas de seda más caras. No se veía ninguna bata blanca de laboratorio.
—¿Nervioso? —preguntó ella.
—Un poco.
Para Corso era la primera reunión de directivos. Él era el tercero de diez ponentes, a cada uno de los cuales le tocaban cinco minutos, y luego el turno de preguntas.
—Enseguida te parecerá de rutina.
Se hizo el silencio cuando el director de la misión MMO, Charles Chaudry, se levantó de su asiento, en la otra punta de la mesa. A Corso le caía bien; joven, moderno, se recogía el pelo prematuramente gris con una coleta, y era un hombre de una inteligencia superior y a la vez de una gran campechanía. Su historia era conocida por todos: nació en Cachemira, India, y llegó a Estados Unidos de muy niño, con la oleada de refugiados de la Segunda Guerra de Cachemira de 1965; había ido ascendiendo desde cero —la típica historia de éxito del inmigrante—, hasta doctorarse en geología planetaria por Berkeley y ganar el premio Stockton con su tesis. Era la quintaesencia de lo americano —por no decir de lo californiano—, como si con ello quisiera compensar su origen extranjero: alpinista, aficionado a la bicicleta de montaña y ávido surfista que se atrevía con las olas invernales de Mavericks, al parecer las más peligrosas del mundo. Circulaban rumores de que procedía de una rica familia de bramanes, de oscura nobleza, y de que en su país de origen tenía un título: pachá, o nabab; por ello era objeto de bromas, aunque saberlo de verdad no lo sabía nadie. Era un poco creído, defecto común, por lo demás, entre los directivos de la NPF.
—Bienvenidos —saludó con naturalidad, mostrando al grupo una blanca sonrisa. —La misión está haciendo grandes avances.
Repasó algunos de sus éxitos recientes, se refirió a un artículo entusiasta de la sección científica del
New York Times,
citó otro texto de la publicación británica
New Scientist,
aludió —no sin regodeo— a los problemas que se atribuían al módulo orbital chino
Hu Jintao
e hizo unas cuantas bromas.
—Bueno —dijo—, vayamos a las presentaciones de datos. —Echó un vistazo a un papel. —Cinco minutos cada una, y luego seguirán las preguntas. Empezaremos con el parte meteorológico. ¿Marjory?
Leung se levantó e inició su informe, una presentación de PowerPoint sobre el clima de Marte donde se veían imágenes de infrarrojos sobre nubes de hielo ecuatoriales fotografiadas recientemente por el MMO. Corso intentó concentrarse, pero estaba demasiado distraído. Se acercaba rápidamente su momento: cinco minutos para dar una primera impresión como técnico superior. Estaba a punto —cosa rara en él— de dar un paso arriesgado, pero lo hacía convencido. Lo había revisado cien veces. Aunque el contenido fuera muy poco ortodoxo, los dejaría de piedra. ¿Cómo no iba a ser así, si se trataba de un misterio alucinante? Un misterio que fue descubierto, al parecer, por el doctor Freeman, quien al morir poco después no había tenido tiempo de analizarlo. Corso había recogido el testigo. Le parecía una manera de honrar el recuerdo de su profesor, y también de impulsar su propia trayectoria.
Deslizó la vista hacia el otro extremo de la mesa de reuniones y observó a Derkweiler, que tenía delante una gruesa cartera de piel. Ya entraría en razón al ver por dónde iban los tiros.
Corso escuchó los primeros informes, pero apenas los oía. Cuando ya faltaba poco para que se acabase la presentación previa a la suya, sintió un pequeño vuelco en el estómago.
—¿Mark? —dijo Chaudry, mirándolo.
—Te toca a ti.
Le dio ánimos con una sonrisa.
Corso introdujo el CD en el lector del ordenador. Tardó un poco en cargarse. Finalmente apareció la primera imagen de la presentación de PowerPoint, con el proyecto.
El detector de centelleo de rayos gamma
Compton del MMO:
análisis de datos de emisión anómalos
de rayos gamma de alta energía.
Mark Corso, técnico superior de análisis de datos
—Gracias, doctor Chaudry —dijo Corso.
—Les tengo preparada una pequeña sorpresa, un descubrimiento que considero de cierta importancia.
Derkweiler frunció el entrecejo. Corso intentó no mirarlo. No quería que le estropeasen la jugada.
—En vez de centrarme en los datos del SHARAD, me gustaría hacerlo en los datos recogidos por el detector de centelleo de rayos gamma Compton del MMO.
En la sala reinaba un silencio absoluto. Se atrevió a mirar a Chaudry. Se lo veía interesado.
Pasó a la siguiente imagen, donde aparecía Marte con muchas trayectorias orbitales dibujadas a su alrededor.
—Esto es la trayectoria del módulo
Mars Orbiter
durante el último mes, mientras recogía datos en una órbita casi polar… —Expuso sucintamente los datos conocidos, con una rápida sucesión de pantallas que culminaron en la imagen bomba: la de un gráfico con picos periódicos.
—Si en Marte hubiera una fuente de rayos gamma, esto sería la firma teórica tal como se vería desde el
Mars Orbiter.
Gestos de asentimiento, murmullos y cruces de miradas.
Pasó a la siguiente imagen: dos gráficos, uno encima del otro, con picos que casi coincidían.
—Y esto, señoras y señores, son los datos de rayos gamma reales del módulo orbital, superpuestos al gráfico teórico.
Estuvo atento a la reacción de los presentes.
Silencio.
—Permítanme subrayar que la coincidencia parece bastante significativa —dijo, tratando de mantener un tono modesto y neutral.
Chaudry se inclinó, aguzando la vista. Los otros se limitaron a mirar fijamente.
—Ya sé que las barras de error son bastante grandes —prosiguió Corso—, y soy consciente de que el ruido de fondo es elevado; por otra parte, el detector de centelleo no es direccional, claro, y no se puede centrar en el origen exacto, pero he hecho un análisis estadístico y el resultado es que solo hay una posibilidad sobre cuatro de que el parecido sea pura coincidencia.
Más silencio. En la sala se percibía una especie de desasosiego general.
—¿Conclusión, doctor Corso? —fue la pregunta de Chaudry, formulada en un tono estudiadamente neutro.
—Que hay una fuente de rayos gamma en Marte. Una fuente puntual.
Un silencio atónito.
—¿Y de qué fuente estaríamos hablando? —quiso saber Chaudry.
—He ahí la pregunta a la que hay que responder. Yo creo que el siguiente paso sería examinar las imágenes visuales y de radar e intentar encontrar un objeto correspondiente.
—¿Un objeto? —inquirió Chaudry.
—Quiero decir un accidente. La palabra «objeto» ha estado mal elegida. Gracias por la corrección. No quisiera insinuar que estemos buscando algo no natural.
—¿Alguna teoría?
Corso tomó aliento. Tenía sus dudas sobre la conveniencia de exponer su hipótesis. «De perdidos al río», pensó.
—Son simples especulaciones, claro está, pero tengo varias conjeturas.
—Oigámoslas.
—Podría ser un reactor geológico natural, como los que se han descubierto en la Tierra. El movimiento de las rocas o del agua concentra una masa de uranio y crea una masa subcrítica que al decaer emitiría rayos gamma.
Un gesto de aquiescencia.
—Sin embargo, es una teoría con problemas no desdeñables. A diferencia de la Tierra, Marte no tiene tectónica de placas; no hay fallas, ni movimientos de agua a gran escala que pudieran dar ese resultado. Los impactos de meteorito dispersarían el material en vez de concentrarlo.
—Entonces, ¿qué otra cosa podría ser?
Corso respiró hondo.
—Un agujero negro en miniatura, o una gran cantidad de materia de neutrones degenerada, emitiría abundantes rayos gamma de alta energía. Semejante objeto podría haber llegado a Marte a causa de un impacto, y haberse quedado incrustado o enterrado lo bastante cerca de la superficie como para emitir rayos gamma al espacio. De hecho, cabría la posibilidad de que el objeto en cuestión permaneciese activo y se estuviera comiendo el planeta, valga la expresión; de ahí los rayos gamma. Podría ser… —Hizo una pausa, antes de la traca final—. Una posible situación crítica. Si a Marte se lo tragara un agujero negro, o quedase reducido a materia de neutrones, el flujo de rayos gamma esterilizaría la Tierra. Por completo.
Dejó de hablar. Ya lo había dicho. En los rostros de los asistentes se veían miradas fijas de incredulidad. No pasaba nada. Los datos no mentían.
—¿Y los datos del SHARAD? —preguntó Chaudry.
Corso lo miró sin poder creérselo.
—Los tendré en unos días. Me ha dado la impresión, que espero que comparta, de que los datos de rayos gamma eran más importantes.
En ese momento intervino Derkweiler, con una voz sorprendentemente afable y bien modulada.
—Perdone, doctor Corso, pero estaba convencido de que en la reunión de hoy presentaría los datos del SHARAD.
La mirada del técnico pasó de Derkweiler a Chaudry, y a la inversa. Ahora verían todos lo estúpido que era Derkweiler.
—Me ha parecido más importante esto —dijo.
Miró a Chaudry, esperando que le diera ánimos, casi rezando por ello.
Este carraspeó.
—Doctor Corso, a primera vista no estoy muy seguro de compartir su entusiasmo por estos datos. Las barras de error hacen que el «parecido» pierda gran parte de su significado. Una desviación de uno sobre cuatro respecto al ruido no es totalmente concluyente.
—Hay muchos datos cosmológicos que apenas superan el nivel de ruido, doctor Chaudry —dijo Corso con calma.
—Es verdad, pero yo no me veo capaz de imaginar qué podría estar emitiendo rayos gamma desde la superficie de un planeta muerto que hoy por hoy carece de actividad tectónica y de campo magnético. Lo del agujero negro, o…
Dejó la frase a medias, con escepticismo. Corso carraspeó y siguió adelante.
—Yo aconsejaría buscar algún rasgo visual en la superficie del planeta que se corresponda con el emisor de rayos gamma. Si consiguiéramos localizar la fuente de esos rayos en la superficie del planeta, podríamos fotografiarla con la cámara HiRISE; a menos que ya la hayamos fotografiado, como es muy probable, pero sin darnos cuenta de su importancia.
Chaudry pareció recuperar la compostura. Estuvo un buen rato mirando fijamente la imagen de la pantalla, mientras todos esperaban a que hablase.
—Veo un problema.
Corso esperó con el alma en vilo.
—Supuestamente, la periodicidad de esta fuente de rayos gamma dice usted que ronda las treinta horas. Es lo que pone en el gráfico. Sin embargo, Marte rota una vez cada veinticinco horas. ¿Cómo explica usted esa discrepancia?
Corso había reparado en la diferencia, pero le había parecido pequeña.
—Cinco horas caben dentro de los márgenes de error.
—Perdone, doctor Corso, pero si extrapola el gráfico las dos periodicidades se desfasan. Y mucho. Eso ya no es ningún margen de error.
Corso se quedó mirando el gráfico. Chaudry tenía razón. Se dio cuenta enseguida. Un error elemental, estúpido e imperdonable.
El silencio era absoluto.
—Ya entiendo lo que dice —respondió, con la cara enrojecida. —Repasaré los datos, para ver si hay alguna manera de solucionarlo; en todo caso, la periodicidad está ahí. Podría estar en órbita alrededor del planeta.
Derkweiler tomó la palabra.
—Doctor Corso, aunque sus datos fueran exactos, cosa que dudo, siguen siendo un desvío irrelevante respecto a nuestra misión actual. Yo preferiría que centrase sus esfuerzos en los datos polares del SHARAD, que llevan mucho retraso.
—Pero… está claro que habría que investigar la anomalía de los rayos gamma —repuso Corso con poca convicción. —Podría entrañar un riesgo importante para la vida en la Tierra.
—Yo no estoy seguro de que haya ninguna anomalía —dijo Chaudry—; tampoco es que me guste mucho el alarmismo basado en datos tan fluctuantes. Son cosas en las que tenemos que ser muy precavidos.
—Aunque solo hubiera una mínima posibilidad de…
Chaudry interrumpió a Corso.
—Cuando te pasas demasiado tiempo mirando «ruido», empiezas a ver cosas que no existen. Muchas veces, el cerebro humano intenta imponer pautas donde no las hay. —Su tono era sereno, casi compasivo—. Lo importante son los datos del SHARAD. El doctor Freeman, que en paz descanse, se equivocó al dedicar tanto tiempo a los datos de rayos gamma. Me disgustaría mucho verlo caer a usted en el mismo error.
Derkweiler se volvió hacia Chaudry.
—Chuck, ya me encargo yo de acabar el análisis del SHARAD. Mañana a las cinco te lo dejo en la mesa. Perdona.
Chaudry asintió con la cabeza.
—Mañana a las cinco. Te lo agradezco, Winston.
Durante el resto de las presentaciones, Corso mantuvo las manos juntas y una expresión atenta en el rostro, aunque no viera ni oyera nada, y con la sensación de estar muriéndose por dentro. Ni siquiera lo ayudó la palmada de consuelo que le dio Marjory Leung en el hombro cuando él se levantaba. ¿Cómo podía haber cometido un error tan elemental?
Freeman tenía razón: en realidad, Chaudry era tan imbécil como Derkweiler. Pero eso ¿cómo lo dejaba a él? Totalmente jodido.
Ford escuchaba los ruidos nocturnos de la jungla, con las piernas cruzadas en el suelo y la mirada fija en la hoguera. La selva oscura los rodeaba como una húmeda mazmorra.
Khon tendió una mano, levantó la tapa del cazo puesto al fuego y removió su contenido con un palo. Después, con tono de gran escepticismo, dijo:
—Bueno, ¿y ahora qué? ¿Cómo piensas volar la mina?
Ford suspiró.
—Durante los campos de la muerte —dijo Khon— vi cómo le pegaban a mi tío un tiro en la cabeza. ¿Sabes cuál era su delito? Ser dueño de un cazo.
—¿Por qué era un delito capital?
—Los jemeres rojos son así. Es su manera de pensar. Ser dueño de un cazo significaba que uno no estaba imbuido del espíritu colectivo, el espíritu comunista. Les daba lo mismo que tuviera un hijo de cinco años medio muerto de hambre. Vaya, que ejecutaron al niño ante sus ojos y luego lo mataron a él. Para que veas con quién te enfrentas, Wyman.