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Authors: Dan Simmons

Ilión (51 page)

BOOK: Ilión
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Mahnmut había descartado hacía tiempo el ensayo de Freud de 1910, «Un tipo especial de elección del objeto según los hombres», en que el médico brujo de la Edad Perdida había documentado casos de varones humanos que podían excitarse sexualmente con mujeres cuya promiscuidad era manifiesta. Shakespeare vacilaba a la hora de describir la vagina de una mujer como
la bahía donde todos los hombres cabalgan
y se burlaba con saña (
oh astuto amor
) de la promiscuidad de su Dama Oscura. Aunque Mahnmut había pasado años felices descubriendo niveles más profundos y estructuras dramáticas tras estas vulgaridades, aquel día (el sol a punto de ponerse en el gran mar interior, los acantilados alzándose rojos y rosados al norte) los sonetos le parecían un lienzo sucio, las confesiones íntimas de un poeta obsceno.

—¿Leyendo tus sonetos? —preguntó Orphu.

Mahnmut cerró el libro.

—¿Cómo lo sabías? ¿Has aprendido telepatía ahora que te has quedado sin ojos?

—Todavía no —rumoreó el ioniano. El gran caparazón de cangrejo de Orphu estaba atado a la cubierta, a diez metros del lugar cercano a la proa donde se sentaba Mahnmut—. Algunos de tus silencios son más literarios que otros, eso es todo.

Mahnmut se puso en pie y se volvió hacia la puesta de sol. Los hombrecillos verdes corrían en los palos y en el obenque del ancla, preparando la nave para dormir.

—¿Por qué nos programaron a algunos de nosotros para que tengamos predisposición hacia los libros humanos? —-preguntó—. ¿Para qué puede servirle eso a un moravec ahora que la especie humana puede estar extinta?

—Yo mismo me he preguntado eso —dijo Orphu—. Koros III y Ri Po estaban libres de nuestra aflicción, pero debes de haber conocido a otros que estaban obsesionado con la literatura humana.

—Mi antiguo compañero, Urtzweil, leía y releía la versión de la Biblia del rey Jaime —dijo Mahnmut—. La estudió durante décadas.

—Sí —respondió Orphu—. Y yo y mi Proust —tarareó unas cuantas notas de
Me and My Shadow
—. ¿Sabes qué tienen en común todas esas obras sobre las que gravitamos, Mahnmut?

Mahnmut se lo pensó un momento.

—No —dijo por fin.

—Son inagotables.

—¿Inagotables?

—Inagotables. Si fuéramos humanos, estas obras y novelas y poemas concretos serían como casas que siempre se abrieran a nuevas habitaciones, escaleras ocultas, desvanes por descubrir... ese tipo de cosa.

—Aja —dijo Mahnmut, sin captar la metáfora.

—No pareces muy contento con el bardo hoy —dijo Orphu.

—Creo que su inagotabilidad me ha agotado —admitió Mahnmut.

—¿Qué está pasando en cubierta? ¿Hay mucha actividad?

Mahnmut se apartó de la puesta de sol. Tres cuartas partes de los miembros de la tripulación de HV del barco estaban trabajando en silencio y ataban y fijaban y soltaban y aseguraban el ancla. Sólo quedaban tres o cuatro minutos de luz antes de que entraran en hibernación: se tenderían, se enroscarían y se desconectarían durante la noche.

—¿Sientes las vibraciones en la cubierta? —le preguntó Mahnmut a su amigo. A excepción del olfato, era el último sentido que le quedaba a Orphu.

—No, sólo sé la hora que es —respondió el ioniano—. ¿Por qué no los ayudas?

—¿Cómo dices?

—Ayúdalos —repitió Orphu—. Eres un marinero capaz. O al menos distingues la proa de la popa. Échales una mano... o tu equivalente moravec más cercano.

—Los estorbaría. —Mahnmut contempló el rápido trabajo y la precisión de los hombrecillos verdes. Se escurrían por las jarcias y mástiles como en los vídeos que había visto sobre monos—. Nosotros no tenemos telepatía —añadió—, pero estoy seguro de que ellos sí. No necesitan mi ayuda.

—Tonterías —dijo Orphu—. Hazte útil. Voy a seguir leyendo a
monsieur
Swann y su infiel amiga.

Mahnmut vaciló un momento, pero luego guardó el insustituible libro de sonetos en su mochila, trotó hasta el centro de la cubierta, y colaboró para arriar la vela latina. Al principio los HV detuvieron su trabajo sincronizado y se le quedaron mirando, los ojos negros como botones de antracita en aquellas caras verdes y sin rasgos, pero luego le hicieron sitio y Mahnmut, contemplando el sol poniente y respirando el limpio aire marciano, se puso a trabajar con todas sus ganas.

A lo largo de las siguientes semanas, el estado de ánimo de Mahnmut pasó de la depresión a la satisfacción a algo parecido al equivalente moravec de la alegría. Trabajaba todos los días con los HV, entablaba conversación con Orphu incluso mientras cosía velas, preparaba jarcias, limpiaba cubiertas, levaba el ancla y ocupaba su turno al timón. El falucho recorría unos cuarenta kilómetros al día, cosa que parecía muy poco hasta que uno tomaba cuenta que avanzaba corriente arriba, navegando con vientos irregulares, remando gran parte del tiempo y deteniéndose por completo durante la noche. Como el Valle Marineris tenía unos cuatro mil kilómetros de longitud (casi la anchura de la nación de la Edad Perdida llamada Estados Unidos, como le recordaba constantemente Orphu), Mahnmut se resignó a hacer el viaje en unos cien días marcianos. Más allá del borde occidental del mar interior, seguía recordándose a sí mismo y Orphu se lo recordaba también si se le olvidaba, había más de mil ochocientos kilómetros hasta la llanura de Tharsis.

Mahnmut no tenía ninguna prisa. Los placeres del velero (no tenía ningún nombre por lo que sabía el moravec, y no estaba dispuesto a matar a un hombrecillo verde para preguntarlo) eran sencillos y auténticos, el paisaje sorprendente, el sol cálido de día y el aire deliciosamente fresco de noche, y la desesperada urgencia de su misión se desvanecía bajo el efecto tranquilizador de la rutina.

A finales de su sexta semana de navegación, Mahnmut trabajaba en el mástil mayor del navío cuando un carro apareció a menos de un kilómetro ante el barco, volando bajo (a treinta metros escasos de las velas del navío), lo que no dio tiempo a Mahnmut para ocultarse. Estaba solo en la intersección de los dos segmentos del mástil (las velas de un falucho son triangulares, sus dos mástiles segmentados, la sección superior inclinada hacia atrás) y no había ningún hombrecillo verde en los cordajes. Mahnmut estaba completamente expuesto a la mirada de quien fuera o de lo que fuera que pilotara el carro.

Pasó por encima viajando a varios cientos de kilómetros por hora, y tan bajo que Mahnmut vio que los dos caballos que tiraban del carro eran hologramas. Un hombre con una túnica parda era su único ocupante, alto, sujetando las riendas virtuales. Tenía la piel dorada, era tremendamente guapo, con el pelo largo y rubio al viento. No se dignó mirar hacia abajo.

Mahnmut aprovechó la oportunidad para estudiar el vehículo y a su ocupante con todos los filtros visuales, a las frecuencias y longitudes de onda que tenía a su disposición. Transmitía los datos a Orphu por si el dios del carro lo había visto y decidía hacer volar a Mahnmut del mástil con un gesto de la mano. Los caballos, las riendas y ruedas eran holográficos, pero el carro era bastante real: de titanio y oro. Mahnmut no detectó ningún cohete, pulso de iones ni estela de impulsión, pero el carro emitía energía en toda la gama del espectro EM, suficiente para ahogar la narración que Mahnmut le hacía a Orphu si no hubieran estado empleando tensorrayo. Más ominosamente, la máquina voladora arrastraba corrientes cuatridimensionales de flujo cuántico. Parte del perfil energético de aquella cosa era capturado en un campo de fuerza que Mahnmut veía claramente en el infrarrojo: un escudo de energía en la proa del veloz aparato lo protegía del viento de su propio paso y una burbuja defensiva más amplia lo rodeaba. Mahnmut se alegró de no haber arrojado una piedra contra el carro ni haberle disparado (si hubiera tenido una piedra o un arma energética, cosas que no tenía). Aquel campo de fuerza, calculó Orphu, mantendría al conductor a salvo de cualquier cosa menos potente que una explosión nuclear de baja intensidad.

—¿Qué lo hace volar? —preguntó Orphu mientras el carro se perdía al este—. Marte no tiene suficiente campo magnético para impulsar ninguna máquina voladora EM.

—Creo que es el flujo cuántico —dijo Mahnmut desde su posición en el mástil. Era un día de viento y el falucho se mecía de un lado a otro y adelante y atrás, y las olas lo golpeaban desde el sur.

Orphu emitió un sonido grosero.

—La distorsión cuántica dirigida puede romper el tiempo y el espacio... a la gente y los planetas también, pero no sé cómo hace volar un carro.

Mahnmut se encogió de hombros a pesar del hecho de que su amigo, invisible bajo el toldo levantado en mitad de la cubierta, no podía verlo.

—Bueno, no tenía hélices —dijo—. Te descargaré los datos, pero me ha parecido que esa máquina volaba en un rizo de distorsión cuántica.

—Curioso —dijo Orphu—. Pero ni siquiera un millar de esas máquinas voladoras explicarían el grado de distorsión cuántica que Ri Po registró en el Monte Olympus.

—No —reconoció Mahnmut—. Al menos este... dios, no nos vio.

Hubo una pausa en la conversación y Mahnmut escuchó el choque de la proa del falucho contra las olas y la sacudida de las velas latinas cuando volvieron a hincharse con el viento. Había una suave brisa entre los aparejos, allí donde se hallaba Mahnmut, y le gustaba su sonido. También le gustaba el menos que agradable movimiento del barco, aunque lo compensaba fácilmente agarrándose al mástil con una mano y a una maroma tensa con la otra. Ahora se hallaban en la parte más ancha del valle inundado, en una zona llamada Melas Chasma, con el enorme y radiante submar de Candor Chasma abriéndose al norte y el lecho marino a más de ocho kilómetros bajo ellos, pero había acantilados pertenecientes a islas enormes (algunas de varios cientos de kilómetros de longitud y treinta o cuarenta kilómetros de diámetro) visibles en el horizonte, al sur.

—Quizá te ha visto y ha mandado un mensaje al Olympus pidiendo refuerzos —sugirió Orphu.

Mahnmut envió la estática de radio equivalente a un suspiro.

—Siempre tan optimista.

—Realista —corrigió Orphu. Pero el tono de la siguiente emisión fue serio—. Sabes, Mahnmut que tendrás que hablar de nuevo con los hombrecillos verdes, y pronto. Tenemos demasiadas preguntas que necesitan respuesta.

—Lo sé —dijo Mahnmut. La idea lo hacía sentirse vagamente mareado, de una manera que el movimiento del falucho no conseguiría nunca.

—Tal vez debiéramos Inflar y elevar el globo antes —sugirió de nuevo Orphu. Mahnmut había pasado varios días ensamblando una barquilla más ancha y más grande con el tribambú de la primera y algunos tablones prestados de uno de los mamparos menos esenciales del falucho. A los HV no pareció importarles que usara sus tablas.

—Sigo pensando que no deberíamos hacerlo todavía —dijo Mahnmut—. Ni siquiera estamos seguros de cuáles son los vientos dominantes este mes, y los impulsores no nos darán mucha guía una vez que el globo ascienda en la corriente marciana. Será mejor que estemos lo más cerca posible del Olympus antes de arriesgar el globo.

—Estoy de acuerdo —contestó Orphu después de un rato de silencio—, pero es hora de que volvamos a hablar con los HV. Tengo la teoría de que no es telepatía lo que emplean... ni cuando se comunican contigo ni cuando se pasan información entre sí.

—¿No? —dijo Mahnmut, mirando a la docena de hombrecillos verdes que subían de las cubiertas de los remos y empezaban a trabajar eficazmente en los cordajes—. No se me ocurre qué otra cosa puede ser. Desde luego no tienen boca ni orejas, y no transmiten datos en ninguna frecuencia de radio, tensorrayo, máser ni luz.

—Creo que la información está en las partículas de sus cuerpos —dijo Orphu—. Nanopaquetes de información codificada. Por eso insisten en que uses tu mano para agarrar ese órgano interno: es una especie de central de telégrafos, y tu mano, en oposición a, digamos, tus manipuladores generales, es orgánica. Las máquinas moleculares vivientes pueden pasar a tu corriente sanguínea por osmosis y viajar hasta tu cerebro orgánico, donde los mismos nanobytes ayudan a traducir.

—¿Entonces cómo se comunican entre sí? —preguntó Mahnmut, dubitativo. Le había gustado la teoría de la telepatía.

—-De la misma forma —respondió Orphu—. Por contacto. Sus pieles son semipermeables, probablemente los datos pasan de unos a otros con cada contacto casual.

—No sé —dijo Mahnmut—. ¿Recuerdas que esta tripulación parecía saberlo todo sobre nosotros cuando llegó el falucho? Sabían adonde íbamos. Tuve la sensación de que nuestra presencia había sido transmitida telepáticamente a toda la red psíquica de los hombrecillos verdes.

—Sí, a mí también me lo pareció —dijo Orphu—. Pero aparte del hecho de que ningún humano ni moravec ha establecido jamás un marco teórico para explicar la telepatía, la navaja de Occam dictaría que la tripulación del falucho supo de nosotros a través del simple contacto físico con los HV del lugar donde desembarcamos... o con otros que hubieran estado allí.

—Nanopaquetes de datos en la corriente sanguínea, ¿eh? —di]o Mahnmut, sin ocultar su escepticismo—. Pero uno de esos individuos sigue teniendo que morir si voy a hacer más preguntas.

—Lamentablemente —respondió Orphu, sin mencionar sus anteriores argumentos de que cada HV individual probablemente no tenía más personalidad autónoma que las células epiteliales humanas.

Varios hombrecillos subían al mástil de proa que estaba cerca de Mahnmut, soltando cabos y arriando la vela latina con la facilidad de acróbatas. Asentían amistosamente con la cabeza mientras subían o bajaban.

—Creo que esperaré para hacerles preguntas —dijo Mahnmut—. Ahora mismo, hay una nube enorme y oscura en el horizonte al sur, y necesitarán toda la tripulación para preparar el barco para la inminente tormenta.

27
Las llanuras de Ilión

Los troyanos masacran a los griegos. Mis alumnos de mi otra vida habrían dicho que están «diezmando» a los griegos, usando ese término para la destrucción total tan amado por los periodistas perezosos y los incultos presentadores televisivos de finales del siglo XX y principios del XXI. Pero como «diezmar» era un término exacto (los romanos mataban a uno de cada diez hombres de una aldea en respuesta a los levantamientos), que sólo implicaría un resultado del diez por ciento de bajas, es justo decir que están haciendo mucho más que diezmar a los griegos.

Los troyanos están
masacrando
a los griegos.

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