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Authors: Dan Simmons

Ilión (52 page)

BOOK: Ilión
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Después del ultimátum a los otros dioses, Zeus se TCea a la Tierra en su carro dorado y aterriza en las faldas del monte Ida, la montaña más alta desde la que un dios alcanza a ver Ilión y coloca su enorme trono en la cima del monte, y contempla las altas murallas de la ciudad y los cientos de navíos de guerra aqueos en la playa y anclados mar adentro. Los otros dioses están demasiado intimidados para venir a jugar después de la demostración de poder de Zeus, así que el padre de los dioses sostiene sus balanzas de oro y sopesa los destinos de los hombres que hay abajo: un peso moldeado en forma de jinete troyano, el otro de lancero argivo recubierto de bronce.

Zeus alza las sagradas balanzas, sujetándolas por el centro, y así se decide el día de perdición para los aqueos mientras la fortuna de Troya sube al cielo. Zeus sonríe al verlo, y estoy lo bastante cerca para ver que el viejo hijo de puta tiene puesto el pulgar en la balanza.

Los troyanos salen de las puertas de su ciudad como avispas de un avispero caído. El cielo está encapotado, gris, rebosante de energía oscura, y los rayos de Zeus golpean con frecuencia el campo de batalla... y siempre entre los argivos y los aqueos de largos cabellos. Viendo claramente los signos de la insatisfacción del rey de los dioses, los griegos corren a la lucha (¿qué otra cosa pueden hacer?) y las llanuras de Ilión se hacen eco del estrépito de los escudos que entrechocan piel con piel, el roce de las picas, el rumor de los carros y los gritos de hombres y caballos moribundos.

Va mal para los aqueos desde el principio. Los rayos caen sobre ellos, friendo a hombres como si fueran pollos vestidos de bronce en un asador. Héctor carga como una fuerza de la naturaleza, y el hombre valiente a quien admiré en las murallas de Ilión con su esposa e hijito desaparece, sustituido por un asesino ensangrentado que abate hombres como si fueran hojas de hierba y grita a sus seguidores por más sangre, más matanza. Sus seguidores obedecen, todo el ejército troyano y sus aliados gritan como una única garganta y se abalanzan en masa, arrasando a los aqueos que se retiran como un
tsunami
de bronce y cuero.

Paris (a quien desprecié por cobarde en mi descripción de su encuentro con Héctor un día antes y al que luego puse los cuernos) cabalga detrás de Héctor y actúa como una máquina de matar poseída por los demonios. La especialidad de Paris es el arco, y este día sus largas flechas no parecen fallar nunca. Aqueos y argivos caen con las largas flechas de París en la garganta, el corazón, los genitales, los ojos. Cada disparo es un acierto.

Héctor se abre paso en cada grupo de resistencia griega, cortando cuellos como si fueran tallos de margaritas, sin dar cuartel y sin escuchar ninguna súplica de piedad, sordo en su frenesí asesino. Cuando los aqueos consiguen congregarse contra el asalto troyano en un valiente nudo de resistencia aquí o allá, un rayo de energía azul de las nubes explota entre ellos como una granada cósmica y el trueno que sigue se mezcla con los gritos de los moribundos.

Idomeneo y el gran rey Agamenón se dan media vuelta y corren. Los dos Ayax, veteranos de mil batallas, se acobardan y abandonan el campo. Odiseo, el «fecundo en ardides», no puede soportar esta matanza y decide que vale más la seguridad de sus naves, allá en la playa. Corre rapidísimo para tratarse de un hombre que tiene las piernas cortas. El único que no se da media vuelta y huye es el viejo Néstor, y eso es sólo porque el marido de Helena ha atravesado con una flecha el cráneo del principal caballo de tiro de Néstor, y los demás han huido de pánico. Néstor corta las correas con la espada, decidido a despejar el campo de batalla lo más rápido posible, pero el carro de Héctor aparece, los hombres que rodean a Néstor caen muertos con las flechas de Paris asomándoles en pechos y cuellos, y los caballos huyen aún más rápido que los héroes griegos a la fuga, dejando al viejo Néstor de pie en su carro sin caballos. Héctor se acerca rápidamente.

Cuando Odiseo pasa corriendo, sin mirar siquiera al viejo, Néstor, exclama:

—¿Adonde vas con tanta prisa, hijo de Laertes, oh fecundo en ardides?

Pero su sarcasmo es en vano. Odiseo desaparece en una nube de polvo en la retirada, sin detenerse a ayudar a su viejo amigo.

Diomedes, siempre con más miedo a que lo llamen cobarde que al dolor o la muerte, vuelve con su carro a la refriega, obviamente con la intención de rescatar a Néstor y hacer retroceder a Héctor. Recoge a Néstor como si fuera un saco de ropa y el viejo auriga agarra las riendas con ambas manos, dirigiendo el carro de Diomedes no para alejarse de Héctor, sino contra él. Diomedes se acerca lo suficiente para arrojarle la lanza a Héctor, pero la pesada vara mata al auriga de éste, Enipeo, hijo de Tebeo, y por un momento, mientras el cadáver del auriga cae hacia atrás entre los sorprendidos infantes y los caballos de Héctor pierden el control, todo cambia.

He leído que hay un momento como éste en muchas batallas, en que todo cuelga de la balanza. Mientras Héctor lucha por recuperar el control de sus caballos y los troyanos que lo acompañan se detienen confundidos, los griegos ven un posible cambio de fortuna y corren a la batalla, tras el viejo Néstor y Diomedes. Durante un instante los aqueos toman de nuevo la iniciativa, gritando desafíos y abatiendo a los hombres que lideran el ataque troyano.

Entonces Zeus vuelve a intervenir. Resuenan los truenos. Los rayos golpean la tierra y los caballos desaparecen en un destello de luz con hedor de azufre de los cascos quemados. Los aurigas griegos que están cerca de Diomedes y Néstor explotan en un frenesí de carne de caballo y cuerpos que vuelan. El bronce se funde y los escudos de cuero arden en llamas. Queda claro incluso para el obtuso Diomedes que Zeus no está satisfecho con él este día.

Néstor trata de hacer volver a los caballos, pero los caballos no se dejan controlar. El carro (solo de nuevo, pues los otros aqueos se han dado media vuelta y han huido) salta hacia diez mil furiosos troyanos.

—¡Rápido, Diomedes, agarra las riendas y ayúdame a hacer girar a estos caballos! —exclama Néstor—. ¡Seguir luchando hoy es morir!

Diomedes agarra las riendas pero no hace volverse el carro.

—Viejo soldado, si huyo hoy, Héctor se jactará ante sus tropas: «¡Diomedes huyó hacia sus naves, y yo lo expulsé!»

Néstor agarra a Diomedes por la musculosa garganta.

—¿Qué tienes, seis años? ¡Dale la vuelta al puñetero carro, gilipollas, o Héctor nos hará papilla antes de que en Troya sea la hora de tomar el té!

O algunas palabras por el estilo. Estoy a más de cien metros cuando esto ocurre, y el micrófono direccional puede que no funcione correctamente. Además, como me he morfeado en un soldado de infantería griego, corro con el resto y veo todo esto por encima del hombro mientras las flechas de Paris caen a nuestro alrededor y entre nosotros.

Diomedes lucha consigo mismo dos o tres segundos y luego lucha con los caballos, les hace volver la cabeza, dirige el carro hacia las negras naves y la seguridad.

—¡Ja! —grita Héctor por encima del estrépito. Tiene un nuevo auriga (Arqueptólemo, el guapo hijo de Ifito) y ataca de nuevo con el vigor del hombre que disfruta verdaderamente de su trabajo—. ¡Ja! ¡Diomedes... te he hecho huir! ¡Cobarde! ¡Nenaza! ¡Marioneta! ¡Pedo temblón!

Diomedes se vuelve de nuevo en el carro, encendido de furia y vergüenza, pero es Néstor quien lleva las riendas y los caballos han descubierto por sí mismos dónde ponerse a salvo. El carro rueda sobre peñascos, surcos y soldados griegos en fuga hacia la playa y la seguridad, y la única forma en que Diomedes puede ahora combatir a Héctor es saltando del carro y luchando contra miles de troyanos a pie. Decide no hacerlo.

Si quieres cambiar nuestros destinos, tienes que encontrar el fulcro
, había dicho Helena la mañana que estuve con ella.

Me había preguntado entonces por mi conocimiento de la
Ilíada
(aunque lo consideraba como mi sentido-oráculo del futuro) y me acució para que encontrara el fulcro de los acontecimientos, el punto único en la guerra de diez años sobre el que giraba todo. La bisagra del destino, como si dijéramos.

Yo le había dado largas esa mañana, distrayéndola a ella y distrayéndome con un último acto amoroso, pero no había dejado de pensar en esa cuestión en las locas horas que habían pasado desde entonces.

Si quieres cambiar nuestros destinos, tienes que encontrar el fulcro.

Apostaría mi puesto como erudito homérico que el fulcro de este trágico relato se acercaba rápidamente: la embajada ante Aquiles.

Hasta ahora, los acontecimientos siguen (más o menos) el poema, incluso con Afrodita y Ares heridos. Zeus ha impuesto la ley y ha intervenido en el bando de los troyanos. Yo no tengo ninguna intención de TCear de vuelta al Olimpo a menos que sea preciso, pero adivino que la narración de Homero se está cumpliendo allí también: la reina Hera, preocupada porque sus argivos están siendo masacrados, trata de persuadir a Poseidón para que intervenga en su favor, pero al «dios que mece la tierra» le escandaliza la sugerencia, pues no tiene ningún deseo de enfrentarse a Zeus. Luego, cuando los griegos estén completamente derrotados hoy, Atenea se desnudará, después se pondrá su mejor armadura de batalla y su resplandeciente coraza (bueno, confieso que podría merecer la pena TCear de vuelta al Olimpo para ver eso); pero la mensajera de Zeus, Iris, la detendrá. El mensaje de Zeus será sucinto:

«Si Hera y tú os oponéis a mí con las armas, mi niña de ojos grises, mutilaré a tus caballos en sus yugos, os haré caer del carro, lo aplastaré y os golpearé tan terriblemente con mis rayos que estaréis en los tanques de curación diez largos años antes de que los gusanos azules puedan uniros de nuevo.»

Atenea se quedará en el Olimpo. Los griegos, después de unas cuantas horas de contraataques con éxito, sufrirán pérdidas más grandes y se replegarán tras sus fortificaciones (una trinchera excavada hace diez años poco después de su desembarco, mil estacas afiladas, todas las defensas ampliadas hace poco y edificadas siguiendo las órdenes de Agamenón), pero, incluso tras su propia muralla, los asustados aqueos perderán la esperanza y votarán por regresar a casa.

Agamenón intentará animarlos celebrando un gran festín para sus comandantes. Mientras, Héctor y sus miles de hombres se organizan para el último ataque que saben que terminará con el incendio de las negras naves de los aqueos y zanjará esta guerra de una vez por todas. En el banquete del rey griego, Néstor argumentará que su única esperanza es que Agamenón haga las paces con Aquiles.

Agamenón estará de acuerdo en pagar a Aquiles el rescate de un rey (
más
que el rescate de un rey): siete trípodes no puestos aún al fuego, diez talentos de oro, veinte calderas relucientes y doce corceles robustos, siete hermosas mujeres, y no puedo recordar qué mas: un tarrito de miel, tal vez. Lo más importante: el soborno incluirá a Briseida, la hija de Briseo, la esclava que estaba en el centro de toda la discusión. Para envolver el regalo con un lazo rojo, Agamenón también jurará que nunca se ha acostado con Briseida. Como incentivo final, también incluye en el lote siete ciudadelas griegas: Cardámila, Enope, Hira, Feras, Antea, Epea y Pédaso. Agamenón no posee ni gobierna esas ciudadelas, naturalmente: está regalando las tierras de sus vecinos, pero supongo que es la idea lo que cuenta.

Lo único que no ofrecerá Agamenón a Aquiles es una disculpa. El hijo de Atreo es demasiado orgulloso para inclinar la cabeza.

—¡Que se incline él ante mí! —les gritará a Néstor, Odiseo, Diomedes y a los otros capitanes dentro de unas cuantas horas—. Soy un rey más grande, soy mayor en edad y, además, soy más hombre.

Odiseo y los otros verán una salida a pesar de la arrogancia de Agamenón. Se dan cuenta de que, si llevan el mensaje del regreso de Briseida y todos estos maravillosos regalos (y no mencionan lo de «soy más hombre»), existe la posibilidad de que Aquiles vuelva a unirse a la lucha. Al menos esta embajada ante Aquiles ofrece un rayo de esperanza.

Pero ahora la cosa se complica... aquí el fulcro está todavía por descubrir.

Como erudito, sé que la embajada a Aquiles es el corazón de la
Ilíada
. Las decisiones de Aquiles tras escuchar los términos de la embajada decidirán el curso de los acontecimientos futuros: la muerte de Héctor, la subsiguiente muerte de Aquiles, la caída de Ilión.

Pero ahora viene lo peliagudo. Homero escoge sus palabras muy cuidadosamente, quizá más cuidadosamente que ningún otro narrador en la historia. Nos dice que Néstor nombrará a cinco hombres para la embajada ante Aquiles: Fénix, Ayax el Grande, Odiseo, Odío y Euríbates. Los dos últimos son meros heraldos, un adorno protocolario, y no entrarán en la tienda de Aquiles con los verdaderos embajadores ni tomarán parte en la discusión.

El problema es que Fénix es una elección extraña: no ha aparecido en la historia hasta ahora y es más bien un tutor mirmidón y consejero de Aquiles que un comandante; tiene poco sentido que sea enviado a persuadir a su amo. Para remate, cuando los embajadores caminan a lo largo de la orilla del océano «donde la línea de batalla de rompientes estalla y arrastra», camino de la tienda de Aquiles, la forma verbal que Homero utiliza en griego siempre se refiere a
dos personas
, en este caso Ayas y Odiseo. Homero usa otras siete palabras que, en el griego de su época, de hoy, se refieren a dos hombres, no a tres.

¿Dónde está Fénix durante este paseo del campamento de Agamenón a la zona donde está Aquiles? ¿Está de algún modo ya en la tienda de Aquiles esperando la embajada? Eso tiene poco sentido.

Un montón de estudiosos, antes y durante mi época en la tierra, argumentaron que Fénix fue un torpe añadido al relato, un personaje incorporado siglos más tarde, lo cual explica la forma dual, pero esta teoría ignora el hecho de que Fénix expondrá el más largo y más complejo argumento de los tres embajadores. Su discurso es tan maravillosamente retórico y complicado que apesta a Homero.

Es como si el poeta ciego se hubiera confundido respecto a si había dos o tres emisarios ante Aquiles y sobre cuál era, exactamente, el papel de Fénix en la conversación que decidiría los destinos de todos.

Tengo unas cuantas horas para pensar en esto.

Si quieres cambiar nuestros destinos, tienes que encontrar el fulcro.

Pero eso será dentro de horas en mi futuro. Aquí todavía es media tarde, y los troyanos se detienen ante el foso aqueo mientras los griegos se mueven como hormigas tras sus murallas de roca y estacas afiladas. Todavía morfeado como sudoroso lancero aqueo, consigo acercarme a Agamenón mientras el rey arenga a sus hombres y luego suplica la ayuda de Zeus en esta hora oscura.

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