Read Ilión Online

Authors: Dan Simmons

Ilión (46 page)

BOOK: Ilión
9.85Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

¿Qué hago?
Puedo ponerme el Casco de Hades y correr de nuevo como un cobarde, dejando a Nightenhelser para que muera como pasó con Blix y todos los demás, a quienes fallé. No hay modo de que la capucha metálica pueda escondernos a ambos de la visión divina de la musa.
O podemos correr... correr hacia las naves negras
. No avanzaremos ni veinte metros.

El carro desciende más y se camufla, de modo que resulta invisible para los griegos y troyanos de abajo. Con nuestra visión nanoalterada, Nightenhelser y yo todavía lo vemos venir.

—¿Qué demonios? —chilla Nightenhelser, soltando su vara de grabación mientras lo abrazo, rodeándolo con ambos brazos y una pierna como si fuera un soldado delgaducho que intentara violar a un tiarrón de su tamaño.

Con un brazo en torno al cuello del gran escólico, agarro el medallón TC y lo retuerzo.

No sé si esto funcionará. No debería. El medallón está obviamente diseñado para transportar sólo a la persona que lo lleva. Pero mi ropa viene conmigo cuando TCeo, y más de una vez he llevado alguna otra cosa de sitio en sitio a través del espacio de Planck, así que tal vez el campo cuántico establecido por la teleportación incluye cosas con las que mi cuerpo está en contacto o lo que rodean mis brazos.

Qué demonios, va
. Merece la pena intentarlo.

Cobramos existencia en la oscuridad, caemos pendiente abajo y nos separamos. Miro desesperadamente a mi alrededor, tratando de determinar dónde nos encontramos. No había tenido tiempo de visualizar ningún destino: simplemente había deseado estar en otro sitio y nos cuanto-teleporté a ambos... a otra parte.

¿Dónde?

Hay luz de luna, así que puedo ver a Nightenhelser observándome alarmado, como si yo fuera a saltarle encima otra vez de un momento a otro. Sin hacerle caso, miro al cielo (estrellas, un trozo de luna, la Vía Láctea) y luego a la tierra: árboles altos, una colina cubierta de hierba, un río cercano.

Estamos decididamente en la Tierra (la antigua Tierra de Ilión al menos), pero no parece el Peloponeso ni Asia Menor.

—¿Dónde estamos? —pregunta Nightenhelser, poniéndose en pie y sacudiéndose—. ¿Qué pasa? ¿Por qué es de noche?

El lado opuesto del mundo antiguo
, pienso.

—Creo que estamos en casa —digo.

—¿En Indiana? —Nightenhelser se aparta otro paso.

—La Indiana del año mil doscientos y pico antes de Cristo —-digo— Siglo arriba o siglo abajo.

Me he lastimado el brazo al caer por la pendiente.

—¿Cómo hemos llegado aquí? —Nightenhelser siempre ha sido tranquilo, algo cascarrabias a su modo, pero nunca se había enfadado realmente por nada. Ahora sí que parece cabreado.

—Nos he TCeado a ambos.

—¿De qué demonios estás hablando, Hockenberry? No estábamos cerca del portal TC.

Lo ignoro y me siento sobre una roca pequeña, frotándome el brazo. No hay muchas colinas en Indiana, ni siquiera las había en mi otra vida allí, pero había zonas rocosas y boscosas alrededor de Bloomington, donde vivíamos Susan y yo. Creo que, en mi pánico, visualicé... bueno, mi casa. Deseo con todas mis fuerzas que el medallón TC nos haya trasladado a través del tiempo además del espacio y nos haya soltado en la Indiana de finales del siglo XX, pero algo en la oscuridad completa del cielo nocturno y el olor límpido y puro del aire me dice lo contrario.

¿Quién hay aquí en el 1200 antes de Cristo?
Los indios. Sería irónico que el medallón nos hubiera TCeado para alejarnos de una muerte inminente a manos de nuestra musa (literalmente) sólo para llevarnos al Nuevo Mundo, donde los indios nos van a cortar la cabellera.
La mayoría de las tribus no arrancaban la cabellera a sus víctimas antes de que llegaran los hombres blancos
, rezonga la parte pedante de mi cerebro de catedrático.
Aunque creo recordar haber leído en alguna parte que en ocasiones arrancaban orejas como prueba de sus crímenes.

Bueno, eso hace que me sienta, mejor. Siempre se puede confiar en que un asesino tenga un buen estilo al escribir, o eso se dice, y en que un catedrático diga algo deprimente cuando ya estás deprimido.

—¿Hockenberry? —-inquiere Nightenhelser, sentándose en una roca cercana (no demasiado cerca de mí, advierto), y frotándose también codos y rodillas,

—Estoy pensando, estoy pensando —digo con mi mejor voz de Jack Benny.

—Bien, pues cuando acabes —dice Nightenhelser—, tal vez puedas decirme por qué la musa acaba de matar a Houston.

Esto me hizo serenarme, pero no estaba seguro de cómo responder.

—Están pasando cosas con los dioses —digo por fin—. Planes. Intrigas. Pactos.

—No me digas —dice Nightenhelser, con ironía. Alzo ambas manos, las palmas hacia arriba.

—Afrodita estaba intentando utilizarme para que asesinara a Atenea.

Nightenhelser se me queda mirando. Consigue, a duras penas, no quedarse boquiabierto.

—Sé lo que estás pensando —digo—. ¿Por qué yo? ¿Por qué usar a Hockenberry? ¿Por qué darle el poder para TCear por su cuenta y el Casco de Hades para ocultarse? Y estoy de acuerdo: no tiene sentido.

—No estaba pensando eso —dice Nightenhelser. Un meteorito cruza el cielo sobre nosotros. En algún lugar del bosque, un búho emite un ruido que no llega a ser un ulular—. Me estaba preguntando cuál es tu nombre de pila.

Ahora me toca a mí el turno de quedarme mirándolo.

—¿Porqué?

—Porque los dioses nos instan a que no usemos nuestros nombres propios y nosotros temíamos llegar a conocernos bien porque los escólicos estábamos siempre... desapareciendo y siendo sustituidos por los dioses —dice el hombretón, parecido a un oso incluso en las sombras de la oscuridad—. Así que quiero saber cuál es tu nombre de pila.

—Thomas —digo después de un segundo—. Tom. ¿Y el tuyo?

—Keith —dice el hombre a quien conozco levemente desde hace casi un año. Se pone en pie y contempla el bosque oscuro—. Bueno, ¿y ahora qué Tom?

Insectos, ranas y otros bichos nocturnos crean un ruido de fondo en el bosque negro. A menos que sean Indios espiándonos.

—¿Sabes cómo...? Quiero decir, ¿has ido mucho de acampada...?

—¿Te refieres a si me moriré si me dejas aquí solo? —pregunta Nightenhelser... Keith.

—Sí.

—No lo sé. Probablemente. Pero sospecho que mis posibilidades son muchísimo más altas aquí que en las llanuras de Ilión. Al menos mientras la musa siga en pie de guerra…

Supongo que Keith está pensando también en los indios.

—Además, tengo mis jueguecitos escólicos y demás. Puedo hacer fuego, usar el arnés de levitación para volar si es preciso, morfearme en Toro si es necesario... Así que supongo que puedes TCear a donde tengas que ir y hacer lo que tengas que hacer —dice Nightenhelser—. Infórmame después sobre los detalles... si hay un después.

Asiento y me pongo en pie. Parece extraño... equivocado, dejar al otro escólico aquí, solo, pero no veo otra opción.

—¿Puedes encontrar el camino de regreso? —pregunta—.
Aquí
, quiero decir. Para recogerme.

—Eso creo.

—¿Eso crees? ¿Eso
crees
? —Nightenhelser se pasa la mano por el pelo hirsuto—. Espero que no fueras jefe de tu departamento, Hockenberry.

Supongo que el momento de llamarse por el nombre propio ha pasado.

No hay ningún lugar en el universo donde menos me gustaría estar que en el Olimpo. Cuando llego, los habitantes de ese monte están reunidos en el Gran Salón de los Dioses. Tras asegurarme de que el Casco de Hades está en su sitio y de que no proyecto ninguna sombra, me deslizo hasta el gran edificio estilo Partenón.

En mis nueve años y pico como escólico, nunca he visto tantos dioses juntos. A un lado de la larga piscina holográfica se sienta Zeus, en lo alto de su trono de oro, más imponente que nunca. Como he mencionado, los dioses suelen tener dos metros y medio o más de altura, excepto cuando adoptan forma mortal, y Zeus normalmente es quince o veinte centímetros más alto, un adulto divino para sus hijos cósmicos. Pero hoy Zeus mide siete metros, cada uno de sus musculosos antebrazos es tan largo como mi torso. Me pregunto cómo se conjuga esto con la conversión de masa y energía de la que intentó hablarme el otro escólico hace años, pero ahora no tiene importancia. Me apoyo contra la pared, lejos de los otros dioses y sin hacer ningún ruido ni movimiento que traicionen mi presencia a los refinados sentidos de todos estos superhéroes... eso sí que importa.

Yo creía conocer por su nombre a todos los dioses y diosas, pero aquí hay docenas a los que no reconozco. Los que sí conozco, los dioses y diosas que han estado más implicados en la lucha en Troya, se alzan en la multitud como estrellas de cine en un mitin de políticos menores, pero incluso el menor de estos dioses es más alto, más fuerte, más guapo y más perfecto que ninguna estrella del cine que yo recuerde de mi otra vida. Junto a Zeus, al otro lado de la piscina holográfica (que divide ahora la sala como un largo foso) distingo a Palas Atenea, el dios de la guerra Ares (obviamente ya ha salido de su tanque de curación, que no resultó dañado cuando destruí el de Afrodita), los hermanos más jóvenes de Zeus: el dios marino Poseidón (que rara vez viene al Olimpo), y Hades, señor de los muertos. El hijo de Zeus, Hermes, se encuentra cerca de la piscina, y el guía y ejecutor de gigantes es tan esbelto y hermoso como las estatuas que he visto de él. Otro hijo de Zeus, Dionisos, el dios del placer, habla con Hera y (en contraste con su imagen pública) no sostiene ninguna copa de vino en la mano. Para ser el dios del placer Dionisos parece pálido, débil y amargado: como un hombre que está solo en la tercera semana de un programa de doce pasos. Tras ellos, con aspecto de ser más viejo que el tiempo, está Nereo, el auténtico dios del mar, el Viejo del Mar. Los dedos de sus manos y pies están unidos por membranas y tiene agallas visibles bajo los sobacos.

Los Hados y las Furias están aquí a la fuerza, chocando por accidente o capricho entre los dioses y diosas. Son dioses (más o menos) pero a veces tienen poder regulador sobre los otros dioses. No son de aspecto humano como los dioses y diosas normales, y confieso que casi no sé nada de ellos, excepto que no viven en el Olimpo, sino en uno de los tres volcanes situados al sureste, cerca de donde residen las musas. Mi musa, Melete, está aquí, junto a sus hermanas, Menemo y Aoide. Las musas más «modernas» también: las verdaderas Calíope, Polimnia, Urania, Erato, Cleis, Euterpe, Melpómene, Terpsícore y Talía. Justo tras las musas se encuentran los dioses de la lista principal. Afrodita no está entre ellos: eso es lo primero que advierto. Si estuviera, me vería con tanta facilidad como veo yo a estas divinidades. Pero su madre, Dione, sí que asiste, y está hablando con Hera y Hermes y parece bastante seria. Cerca de ese grupo están Deméter (la diosa de las cosechas) y su hija Perséfone, la esposa de Hades. Tras ellas distingo a Pasitea, una de las Gracias. Más atrás, como corresponde a su inferior rango, están las Nereidas, desnudas hasta la cintura, hermosas y de aspecto traicionero.

La metadiosa llamada Noche permanece apartada. Su peplo y velo son de un púrpura tan oscuro que parece negro, e incluso los otros dioses y diosas se alejan de ella. No sé nada sobre Noche, excepto que hay rumores de que Zeus la teme. Nunca la había visto en el Olimpo hasta hora.

Me siento como uno de esos aficionados al cine que se plantan entre la multitud en la entrega de los premios de la Academia, intentando separar los dioses-alfa de los menores. Hebe, por ejemplo, está allí, cerca de los varones (la diosa de la juventud, la hija de Zeus y Hera, es sólo una criada de los dioses), y allí, el pelo rojo como el fuego, está Hefesto, el gran artificiero, hablando con su esposa, Caris, que es sólo una de las Gracias. Establecer un orden entre los dioses y las diosas, advierto ahora, no por primera vez, es complicado.

De repente la diosa Iris, la mensajera de Zeus, vuela hacia delante (sí, vuela) y da una palmada.

—El Padre hablará —dice, la voz tan clara y nítida como un solo de flauta.

Inmediatamente las docenas de conversaciones entre murmullos cesan y el gran salón queda en silencio.

Zeus se pone en pie. El brillo de su trono de oro y los escalones de oro que conducen hasta él lo baña en luz divina.

—Oídme todos, dioses y diosas —dice Zeus, con suavidad. Pero su voz es tan potente que noto su vibración en las altas paredes de mármol—. Alguna deidad ha intentado hoy herir a Afrodita, irrumpiendo en nuestro salón de curación y, aunque sigue viva, estuvo a punto de morir y necesitará muchos más días de curación.
Alguna deidad intentó matar a una inmortal hoy... intentó matar a uno de nosotros, que no tenemos la muerte por destino.

Los murmullos y conversaciones escandalizadas dan comienzo como un zumbido y se convierten en un rugido en la enorme sala.

—¡¡SILENCIO!! —truena Zeus, y esta vez su voz es tan fuerte que me derriba y me hace resbalar por el suelo de mármol como si fuera una bala de heno en un tornado. Por fortuna, no choco con ninguno de los dioses ni diosas al resbalar, y el ruido que hago es ahogado por los ecos del grito de Zeus.

—Oídme ahora, dioses y diosas —continúa, su voz amplificada como si llegara del sistema de megafonía definitivo—. Que ninguna hermosa diosa, ni ningún dios tampoco, intente desafiar mi estricto decreto. Os someteréis a mi voluntad... ¡AHORA!

Esta vez estoy preparado para la fuerza huracanada de su voz y me agarro a una columna hasta que la oleada ha pasado.

—Escuchadme —dice Zeus, casi susurrando ahora, su poder aún más terrible por el tono suave—. Cualquier dios que viole mi dictado ayudando a los troyanos o a los aqueos como he visto hacer este mes, volverá al Olimpo golpeado por mi rayo y masacrado por mi trueno, caerá en eterna desgracia, y será desterrado. Desafiadme, y descubriréis lo que es ser arrojado a las sombras del Tártaro a medio universo de distancia en el espacio y el tiempo, a la sima más profunda que se abre bajo nuestras entidades cuánticas.

Mientras habla, el largo pozo holográfico hierve y borbotea, se vuelve completamente negro y se convierte en algo distinto a un holograma: el pozo rectangular (que parece una docena de piscinas de tamaño olímpico puestas una junto a la otra, bullendo llenas de aceite negro) suelta de repente un rugido propio y se convierte en un agujero que da a un lugar oscuro y feroz y terriblemente profundo. El hedor del azufre se expande y los dioses y diosas que están cerca del borde retroceden.

BOOK: Ilión
9.85Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Furred Reich by Len Gilbert
Love in Revolution by B.R. Collins
The Shattered Gates by Ginn Hale
Tomorrow River by Lesley Kagen
Last Seen in Massilia by Steven Saylor
Fortitude (Heart of Stone) by D H Sidebottom
Dark Companion by Marta Acosta
Death at the Summit by Nikki Haverstock