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Authors: Dan Simmons

Ilión (24 page)

BOOK: Ilión
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La burbuja del campo de fuerza que se cerró sobre sus cabezas los mantuvo vivos mientras el sonie, el AFV, el
platillo
, salía volando del volcán blanco con sus edificios ajados y cubiertos de hielo aferrados a la vertiente que daba al mar. Las lentes de visión nocturna de las capuchas de termopiel les mostraron el bosque de abetos a lo largo de la costa que había vuelto al hielo y la muerte, el equipo robótico abandonado y olvidado en la curvatura de la bahía, y luego el mar blanco: el mar congelado.

El disco se niveló a unos trescientos metros sobre ese mar congelado y se alejó de la tierra.

Harman soltó una de las asas el tiempo suficiente para activar el indicador de dirección de su palma.

—Noreste —les dijo a los demás a través de los comunicadores de sus trajes.

Ninguno respondió. Todos estaban agarrándose y temblando demasiado para comentar la dirección hacia la que se encaminaba la máquina mientras los llevaba a la muerte.

Lo que Harman no dijo en voz alta fue que si los antiguos mapas que había estudiado eran correctos, no había nada en esa dirección a lo largo de miles de kilómetros. Nada.

Diez minutos de vuelo y el disco empezó a perder altitud. Habían dejado atrás el hielo y ahora volaban sobre agua negra cuajada de icebergs.

—¿Qué está ocurriendo? —preguntó Ada. Odiaba el temblor de su voz—. ¿Se está quedando esta cosa sin energía... combustible... lo que sea que utilice?

—No lo sé —respondió Harman.

El disco se estabilizó a menos de treinta metros sobre el agua.

—¡Mirad! —exclamó Hannah. Soltó una mano de su asidero para señalar ante ellos.

De repente la espalda de algo enorme, vivo, cuajado de edad, la carne dura y arrugada, rompió el frío mar, su cabeza mamífera irradiando como sangre latiente en su visión nocturna amplificada. Un chorro de agua se abalanzó hacia ellos y Harman olió a pescado en el aire fresco que permitía pasar el campo de fuerza.

—¿Qué...? —empezó a decir Daeman.

—Creo que se llamaba... ballena, así es como se pronunciaba...

Pero creí que se habían extinguido hacía milenios, antes del último fax.

—Tal vez los posthumanos la trajeron de vuelta
durante
el último fax —dijo Ada a través de los intercomunicadores.

—Tal vez.

Siguieron surcando el mar, siempre en dirección este-noroeste, y al cabo de unos cuantos minutos más el disco mantuvo su altitud y los cuatro pasajeros empezaron a relajarse un poco, adaptándose, como han hecho siempre los humanos desde tiempo inmemorial, a una situación nueva y extraña. Harman se había tendido de costado y contemplaba las brillantes estrellas visibles entre las nubes dispersas. Ada lo sobresaltó al gritar.

—¡Mirad! ¡Ahí delante!

Un gran iceberg había cobrado forma en el oscuro horizonte y el disco se abalanzaba directamente hacia él. La máquina había pasado de largo o por encima de otros icebergs, pero ninguno tan ancho (se extendía kilómetros de lado a lado como una centelleante muralla blanquiazul en su visión nocturna), ni tan alto: estaba claro que la cima de aquella cosa monstruosa superaba su altitud actual.

—¿Qué podemos hacer? —preguntó Ada.

Harman sacudió la cabeza. No tenía ni idea de la velocidad a la que iba el sonie (ninguno de ellos había viajado más rápido que en un droshky tirado por voynix), pero iba lo bastante veloz, lo sabía, para que el impacto los destruyera.

—¿Tienes otros controles en tu asidero? —preguntó Hannah. Su voz era extrañamente tranquila.

—No —respondió Harman.

—Podríamos saltar —dijo Daeman desde atrás, a la izquierda de Harman. El disco se ladeó un poco cuando Daeman se apoyó en las rodillas y codos, la cabeza dentro de la burbuja del campo de fuerza.

—No —dijo Harman, en tono imperativo—. No durarías ni treinta segundos en ese mar, aunque sobrevivieras a la caída... cosa que no harías. Túmbate.

Daeman se tumbó de nuevo sobre el vientre.

El disco no redujo la velocidad ni cambió de rumbo. La cara del iceberg (Harman calculó que tendría al menos cuatro kilómetros de diámetro) se abalanzó hacía ellos y se hizo más alta. Harman calculó que se alzaba al menos noventa metros sobre el agua. Lo golpearían a dos tercios de su fría cara.

—¿No hay nada que podamos hacer? —dijo Ada, convirtiendo la pregunta en una declaración.

Harman se quitó la capucha y la miró. El aire frío no era tan malo dentro de la cabina del campo de fuerza.

—No lo creo —respondió—. Lo siento.

Tendió la mano derecha para tomar la mano izquierda de ella. Ada se quitó la capucha de la termopiel para mirarlo a los ojos. Entonces los dos entrelazaron los dedos unos breves segundos.

Escasos cientos de metros antes de la feroz colisión, el disco volador redujo de nuevo velocidad y ganó altitud. Rozó la cúspide del iceberg apenas a tres metros y viró a la derecha hasta volar con rumbo sur sobre la superficie helada. Volvió a frenar, gravitó, y se posó sobre la superficie, la nieve siseando bajo su calentada parte inferior.

Harman y los demás permanecieron un instante en silencio donde estaban, aferrados a las asas, sin compartir sus pensamientos.

La burbuja del campo de fuerza desapareció y de repente el terrible frío y el viento le quemaron la cara a Harman. Se puso la capucha a toda prisa, mirando a Ada mientras ella hacía lo mismo.

—Deberíamos bajarnos de esta cosa antes de que decida llevarnos a otro lugar —dijo Hannah en voz baja por el comunicador.

Así lo hicieron. El viento les hizo perder el equilibrio, se aplacó, los volvió a empujar. La nieve que revoloteaba les cubrió las ropas y las capuchas.

—¿Y ahora qué? —susurró Ada.

Como respuesta, una doble hilera de bengalas de ultrarrojos se encendió, perfilando un sendero de tres metros de ancho que se extendía durante un centenar de metros a partir del disco, hacia la nada.

Caminaron juntos, apoyándose unos en otros para oponerse al viento. Si las bengalas no hubiesen brillado tanto en su visión nocturna, le habrían dado la espalda al viento y se habrían perdido en cuestión de segundos... perdido hasta caer por el borde del iceberg que se encontraba en algún lugar de su derecha.

El camino terminaba en un agujero en la superficie. Habían tallado escalones en el hielo que desaparecían hacia otro brillo rojo, mucho más abajo.

—¿Vamos? —dijo Hannah.

—¿Qué otra opción tenemos? —gruñó Daeman.

Los escalones estaban resbaladizos, pero habían colocado una especie de cuerda de escalada en la pared derecha, con ganchos metálicos y lazos, y los cuatro se agarraron a la cuerda mientras descendían. Harman llevaba contados cuarenta escalones cuando la escalera pareció terminar en una pared de hielo. No, los escalones continuaban a la derecha, hacia abajo (cincuenta escalones esta vez), y luego a la izquierda y de nuevo hacia abajo cincuenta más, todo el descenso iluminado por espaciadas bengalas infrarrojas colocadas en el hielo.

Al pie de los escalones, un corredor se internaba en las profundidades del iceberg, el camino iluminado ahora por bengalas verdes y azules además de rojas. De vez en cuando se encontraban con encrucijadas, pero una opción estaba siempre a oscuras, la otra iluminada. Una vez tuvieron que subir por un corredor que ascendía lentamente; en otra ocasión descendieron un centenar de metros o más. Los giros y encrucijadas y opciones se volvieron demasiado laberínticos para llevar la cuenta.

—Alguien nos está esperando —susurró Hannah.

—Cuento con ello —contestó Ada.

Salieron a un amplio salón, quizá de unos veinte metros en su punto más ancho, el techo de hielo a diez metros sobre ellos con varias entradas salpicando las paredes y conectadas por escaleras de hielo, el suelo graduado en distintos niveles. Los calentadores fijos en pedestales brillaban anaranjados y había diversas fuentes de luz clavadas en las paredes, suelos y techos. En una de las plataformas bajas había lo que parecían ser pieles de animales, cojines, y una mesita baja con cuencos de comida y jarras y copas para beber. Los cuatro se congregaron en torno a la mesa pero contemplaron dubitativos su contenido. Nadie se sentó en los cojines ni en las pieles.

—Está bien —dijo una voz de mujer tras ellos—. No está envenenada.

Había salido de una puerta alta situada cerca de la plataforma y ahora descendía en zigzag por las escaleras hacia ellos. Harman tuvo tiempo de apreciar el pelo de la mujer (gris y blanco, una opción casi inaudita excepto entre unos cuantos excéntricos) y su cara: marcada con arrugas como había dicho Daeman. Aquella mujer era vieja de una manera que ninguno de ellos (excepto Daeman en el último Hombre Ardiente) había visto jamás, y el efecto inquietó incluso a Harman, con sus noventa y nueve años.

Aparte de su evidente vejez, la mujer era bastante atractiva. Su paso era firme y vestía una túnica azul corriente, pantalones de cordón y botas recias. El único toque de excentricidad era la capa de lana roja que llevaba sobre los hombros. El modelo de la capa era complicado, no se sabía sí un cuadrado o un trenzado. Mientras bajaba la plataforma para acercarse a ellos, Harman advirtió el oscuro objeto metálico que llevaba en la mano derecha.

Como si advirtiera ella misma el objeto por primera vez, la mujer lo alzó hacia ellos.

—¿Sabe alguno que es esto?

—No —dijeron Daeman, Ada y Hannah a coro, en voz baja.

—Sí —dijo Harman—. Es una especie de arma de la Edad Perdida.

Los otros tres lo miraron. Habían visto armas en los dramas del paño turín (espadas, lanzas, escudos, arcos y flechas), pero nada tan parecido a una máquina como esa cosa negra y roma.

—Correcto —dijo la mujer—. Se llama pistola y sólo hace una cosa: mata.

Ada avanzó un paso hacia la anciana.

—-¿Vas a matarnos? ¿Nos has traído hasta aquí para matarnos?

La anciana sonrió y depositó el arma sobre la mesa, junto a un cuenco de naranjas.

—Hola, Daeman —dijo—. Me alegro de volver a verte, aunque no estoy segura de que me recuerdes de nuestro último encuentro. Estabas en un estado bastante avanzado de ebriedad.

—Te recuerdo, Savi —dijo Daeman con frialdad.

—Y todos vosotros —continuó la anciana—. Harman, Ada, Hannah... bienvenidos. Has sido persistente siguiendo las pistas, Harman.

Se sentó sobre las pieles, hizo un gesto, y uno tras otro los cuatro se sentaron alrededor de la mesa con ella. Savi tomó una naranja, la ofreció y empezó a pelarla con una afilada uña cuando los demás la rechazaron.

—No nos conocemos —dijo Harman—. ¿Cómo sabes mi nombre... nuestros nombres?

—Has dejado una buena estela tras tu paso... ¿cuál es el título honorario que usáis ahora? Harman
Uhr
.

—¿Estela?

—Caminar lejos de los fax-nódulos para que los voynix tuvieran que seguirte. Aprender a leer. Buscar las pocas bibliotecas que quedan en el mundo... incluida la de Ada
Uhr
—asintió en dirección a Ada y la joven asintió a su vez como respuesta.

—¿Cómo sabes que los voynix me siguieron a alguna parte? —preguntó Harman.

—Los voynix te vigilan —dijo Savi. Partió la naranja en gajos, puso de dos en dos en cuatro paños de lino y se los ofreció. Los cuatro aceptaron esta vez—. Yo te vigilo —terminó de decir, mirando a Harman.

—¿Por qué? —Harman miró los gajos y recogió el paño—. ¿Por qué me espías? ¿Y cómo?

—Son dos preguntas distintas, mi joven amigo.

Harman tuvo que sonreír. Nadie que conociera lo había llamado joven desde hacía mucho tiempo.

—Entonces responde a la primera —dijo—. ¿Por qué me espías?

Savi terminó el segundo gajo de naranja y se lamió los dedos. Harman advirtió que Ada estudiaba a la anciana con fascinación, mirando sus dedos arrugados y sus manos manchadas por la edad. Si Savi se dio cuenta de la inspección, la ignoró.

—Harman... ¿puedo dejar el
Uhr
? —No esperó ninguna respuesta, sino que continuó—. Harman, ahora mismo eres el único ser humano de la Tierra, en una población de más de trescientas mil almas... el único ser humano aparte de mí, que sabe leer un lenguaje escrito. O que quiere hacerlo.

—Pero... —empezó a decir Harman.

—¿Trescientas mil personas? —interrumpió Hannah—. Somos un millón. Siempre hemos sido un millón.

Savi sonrió pero negó con la cabeza.

—Querida, ¿quién te ha dicho que hay un millón de seres humanos vivos en la Tierra hoy?

—Bueno... nadie... Quiero decir, todo el mundo lo sabe...

—Exactamente —dijo Savi—. Todo el mundo lo sabe. Pero no hay ningún mecanismo para contar la población.

—Pero cuando alguien pasa a los anillos... —continuó Hannah, mostrando su confusión.

—Se permite que nazca otro niño —terminó Savi—-. Sí, Eso he advertido durante el último milenio o así. Pero no sois una población de un millón. Sois bastantes menos.

—¿Por qué iban a mentirnos los posts? —preguntó Daeman.

Savi alzó una ceja.

—Los posts. Ah, sí... los posts. ¿Has hablado con algún posthumano recientemente, Daeman
Uhr
?

Daeman debió considerar que la pregunta era retórica, porque no contestó.

—Yo sí que he hablado con posthumanos —dijo Savi en voz baja.

Esto hizo que los otros guardaran silencio. Esperaron, expectantes. Una idea semejante era (al menos para Hannah y Ada) literalmente sobrecogedora.

—Pero eso fue hace mucho tiempo —dijo la anciana, hablando en voz tan baja que los otros se inclinaron hacia delante para oírla mejor—. Hace mucho, mucho tiempo. Antes del último fax. —Sus ojos, de un azul sorprendente un segundo antes, ahora parecían nublados, distraídos.

Harman negó con la cabeza.

—Yo fui el que oyó la historia que se cuenta sobre ti: la judía Errante, la última de la Edad Perdida. Pero no lo comprendo. ¿Cómo puedes vivir más allá de tu quinto Veinte?

Ada parpadeó por la rudeza de Harman, pero a Savi no pareció importarle.

—En primer lugar, este lapso de vida de cien años es un añadido relativamente reciente a la humanidad, queridos míos. Es algo que se les ocurrió a los posts sólo después del último fax. Sólo después de que lo estropearan todo, nuestro futuro, el futuro de la Tierra, en aquel desastroso fax final. Sólo siglos después de que mis nueve mil ciento trece compañeros humanos postrubicón fueran faxeados a la corriente de neutrinos para nunca regresar (
aunque los posts prometieron que lo harían
), sólo después de ese... genocidio, vuestros preciosos posthumanos reconstruyeron la población nuclear de vuestros antepasados y se les ocurrió la idea de cien años y una población rebaño teórica de un millón de personas...

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