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Authors: Dan Simmons

Ilión (53 page)

BOOK: Ilión
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—¡Qué vergüenza de todos vosotros! —grita el hijo de Atreo a su desolado ejército. Sólo un centenar de hombres pueden oírlo, por supuesto, siendo como es la antigua acústica, pero Agamenón tiene una voz potente y los que están delante pasan el mensaje a los demás. —¡Vergüenza! ¡Desgracia! ¡Os vestís como espléndidos guerreros, pero es pura fachada! Jurasteis quemar esta ciudad y os atiborráis de carne de buey... ¡comprada a mis expensas! Y bebéis hasta el fondo esas rebosantes cráteras de vino... ¡comprado y traído hasta aquí a mis expensas! ¡Y ahora miraos! ¡Escoria vencida! Os jactasteis de que cada uno de vosotros podría enfrentarse a cien troyanos, a doscientos... y no podéis ni con un hombre mortal, Héctor.

»De un momento a otro Héctor vendrá con sus hordas, destruirá nuestras naves por el fuego, y este ultrajado ejército...
héroes
—Agamenón escupe la palabra— huirá a casa con sus esposas y sus hijos...
¡a mis expensas!

Agamenón da a su ejército por perdido y alza las manos al cielo, hacia el monte Ida, al sur, de donde han venido las tormentas y rayos y truenos.

—Padre Zeus, ¿cómo puedes privarme así de mi gloria? ¿En qué te he ofendido? Ni una vez, lo juro, ni una sola vez he pasado de largo ante un altar tuyo, ni siquiera en nuestro viaje por el océano hasta aquí, sino que me detuve a quemar la grasa y los muslos de los bueyes a tu gloria. Nuestro ruego era sencillo: arrasar las murallas de Ilión, matar a sus héroes, violar a sus mujeres, esclavizar a su pueblo. ¿Es mucho pedir?

»Padre, cumple este ruego: deja escapar a mis hombres con vida, al menos eso. ¡No dejes que Héctor y esos troyanos nos golpeen como si fuéramos una mula alquilada!

He oído a Agamenón dar discursos más elocuentes (demonios, todos los discursos que le he oído han sido más elocuentes que éste, y entiendo la necesidad de Homero de reescribir todo esto), pero en ese segundo preciso ocurre un milagro. O al menos los aqueos lo toman por un milagro.

De ninguna parte surge un águila que vuela desde el sur, un águila enorme que lleva en sus garras un cervatillo.

La muchedumbre que corría hacia sus naves y la seguridad del mar y que se había detenido solamente a escuchar el discurso de Agamenón, frena al punto al ver esto.

El águila vuela en círculos, desciende y deja caer el cervatillo que aún patalea a treinta metros de un montículo arenoso, en la base de un altar de piedra que los aqueos habían levantado en honor a Zeus tras su desembarco, hace tantos años.

Eso es suficiente. Después de quince segundos de aturdido silencio, un rugido brota de los hombres: hombres derrotados y cobardes diez minutos antes, ahora una turba luchadora, los corazones y las manos reforzadas por este claro signo de perdón y aprobación por parte de Zeus, y sin más prolegómenos, cincuenta mil aqueos y argivos y todo el resto regresan en formación tras sus capitanes, los caballos vuelven a ser uncidos a sus carros, los carros cruzan los puentes de tierra que aún cubren los fosos defensivos, y la batalla se reanuda.

Es la hora del arquero.

Aunque Diomedes lidera el contraataque, seguido de cerca por los atridas Agamenón y Menelao, seguidos a su vez por Ayax el Grande y Ayax el Pequeño, y aunque estos héroes se cobran su tributo en los troyanos con lanzadas y tajos de espada, la lucha se centra ahora alrededor del arquero aqueo Teucro, hijo bastardo de Telamón y hermanastro de Ayax el Grande.

Teucro siempre ha sido considerado un maestro arquero, y lo he visto abatir a docenas de troyanos a lo largo de los años, pero éste es su día de gloria. Ayax y él fijan un ritmo: Teucro se agacha bajo la muralla del escudo de su hermanastro (Ayax usa un gigantesco escudo rectangular que los historiadores militares dicen que ni siquiera existía en la época de la Guerra de Troya), y cuando Ayax alza el escudo, Teucro dispara desde debajo a las filas troyanas situadas a unos sesenta metros de distancia. Hoy parece que no falla un tiro.

Primero mata a Orsíloco, atravesando el corazón del hombre con una flecha. Luego mata a Ofelestes, clavándole una punta en el ojo derecho cuando el capitán troyano se asoma por encima de su escudo de piel. Luego Détor y Cromio caen mortalmente heridos por dos flechas rápidas y perfectamente colocadas. Cada vez que Teucro dispara, los troyanos arrojan sus flechas y lanzas en un vano intento por matar al arquero, pero Ayax se interpone y su enorme escudo desvía todos los proyectiles.

Las descargas troyanas cesan, Ayax alza su escudo y Teucro abate a Licofontes, príncipe de su lejana ciudad, pero sólo lo hiere. Cuando los capitanes de Licofontes corren en su ayuda, Teucro clava una segunda flecha en el hígado del hombre caído.

El hijo de Pobermón, Amopaón, cae a continuación, y la flecha de Teucro le atraviesa la garganta. Fuentes de sangre se alzan treinta centímetros de altura y el poderoso Amopaón intenta levantarse, pero la flecha lo ha clavado al suelo y se desangra en menos de un minuto, su cuerpo patalea y se sacude con espasmos cada vez más débiles. Los aqueos vitorean. Yo conozco... conocía... a Amopaón. El troyano solía comer en el pequeño restaurante donde a Nightenhelser y a mí nos gustaba reunirnos, y habíamos hablado muchas veces de cosas triviales. Una vez me contó que su padre, Pobermón, había conocido a Odiseo en tiempos más amistosos, y una vez, cuando viajó a Itaca y se unió a los amistosos griegos para ir de caza, Pobermón mató a un jabalí salvaje que había herido profundamente en la pierna a Odiseo y lo habría matado si la lanza de Pobermón hubiera fallado el tiro. Odiseo lleva esa cicatriz todavía hoy.

Ayax se agacha, manteniendo su enorme escudo sobre él y su hermanastro como si fuera un techo, y las flechas troyanas redoblan sobre él. Ayax se levanta, alza el escudo, y Teucro mata a Menalipo (a ochenta metros de distancia) con una flecha que entra por la ingle del hombre y sale por su ano cuando el troyano cae. Sus camaradas se retiran y maldicen mientras Menalipo se retuerce en el suelo y muere. Los aqueos vuelven a aplaudir.

Agamenón se baja del carro y grita dando ánimos a Teucro, prometiendo al arquero una segunda entrega de trípodes o caballos de pura raza (si Zeus y Atenea le permiten alguna vez saquear los tesoros de Troya, dice), y entonces le promete también a Teucro una hermosa mujer troyana con la que acostarse, quizá la esposa de Héctor, Andrómaca.

Teucro se enfurece por la oferta de Agamenón.

—Hijo de Atreo, ¿crees que lo intentaré con más fuerzas de lo que ya lo hago, acicateado por tu promesa de botín? Disparo lo más rápida y precisamente que puedo. Ocho flechas... ocho muertes.

—¡Dispárale a Héctor! —exclama Agamenón.

—Le he estado disparando a Héctor —grita Teucro, la cara roja—. Todo este tiempo Héctor ha sido mi objetivo. ¡Pero no puedo alcanzar al hijo de puta!

Agamenón guarda silencio.

Como respondiendo al desafío, Héctor planta de pronto su carro al frente de las líneas troyanas, tratando de animar a sus hombres, que han perdido el valor a causa de la matanza del arquero.

Ayax no se molesta en alzar el escudo esta vez, porque Teucro está de pié, toma una flecha, apunta con cuidado a Héctor y dispara.

La flecha pasa a un palmo del corazón de Héctor y alcanza a Gorgitión mientras ese hijo de Príamo se sitúa tras el carro de Héctor. El grandullón se detiene, parece sorprendido, mira la flecha y las plumas que sobresalen de su pecho como si fuera el blanco de una broma de barracón, pero entonces la cabeza de Gorgitión parece volverse demasiado pesada para su enorme cuello y cae flácida sobre su hombro mientras el peso del casco la hace caer. Luego Gorgitión cae muerto en la arena manchada de sangre.

—¡Maldición! —dice Teucro, y vuelve a disparar. Héctor es el más cercano de todos los troyanos ahora, con el torso vuelto hacia Teucro.

La flecha alcanza en el pecho a Arqueptólemo, el auriga de Héctor. El caballo (entrenado como está para la guerra) retrocede y salta mientras la sangre de Arqueptólemo se derrama sobre sus flancos, y el joven cae hacia atrás y se hunde en el polvo.

—¡Cebrión! —exclama Héctor, agarrando las riendas y llamando a su hermano (otro bastardo del prolífico Príamo) para que sea su auriga. Cebrión salta al carro justo cuando Héctor se baja. Enfurecido, fuera de sí por la rabia y la pena de ver muerto a su fiel Arqueptólemo, Héctor corre en tierra de nadie, un claro blanco para Teucro, y agarra la piedra más grande y afilada que puede alzar con una mano.

Héctor parece haber olvidado toda la delicadeza de la guerra de la que ha alardeado tantas veces y vuelve a las tácticas de los cavernícolas. Alza la piedra y echa atrás el brazo izquierdo, como si fuera Sandy Koufax (o eso me parece) dispuesto a lanzar una bola con efecto. No había advertido hasta hoy que Héctor es ambidextro.

Teucro ve su oportunidad, carga otra flecha y apunta al corazón de Héctor, seguro de que podrá alcanzarle una vez, quizá dos, antes de que Héctor dispare.

Se equivoca. Héctor lanza la piedra con fuerza y precisión.

Alcanza a Teucro en la clavícula, junto a la garganta, un instante antes de que el arquero suelte la flecha. Los huesos se rompen. Los tendones se desgarran. La mano de Teucro queda flácida, la cuerda del arco se rompe, y la flecha se entierra en el suelo, entre las sandalias del arquero.

Héctor se abalanza hacia delante, dispersando aqueos como si fueran moscas, y los arqueros troyanos disparan flecha tras flecha al caído Teucro, pero Ayax el Grande no abandona a su hermano: lo cubre con la pared de su escudo mientras otros aqueos combaten a la infantería troyana. A la llamada de Ayax (al mugido, en realidad), Macisteo y Alastor llegan corriendo y se llevan al gimoteante y semiinconsciente arquero aqueo a través del puente en la trinchera hasta la relativa seguridad, a la sombra de las cóncavas naves.

Pero los quince minutos de fama de Teucro se han acabado.

Las cosas empeoran para los griegos muy rápidamente después de esto. Héctor ve su supervivencia como otro signo del amor y la aprobación de Zeus y lidera a sus hombres una carga tras otra contra los aqueos, que se retiran faltos de ánimo.

Agamenón, Menelao y los otros señores que habían conducido alegres a sus hombres al combate unas horas antes, están ahora realmente abatidos. Los aqueos están demasiado derrotados para atender sus defensas a lo largo del foso y la muralla de estacas, y lo único que impide a los troyanos quemar las naves ahora mismo es la puesta del sol y la súbita llegada de la oscuridad.

Mientras los aqueos se agrupan llenos de confusión, algunos aprestando ya sus naves para zarpar, otros sentados, aturdidos y con los ojos en blanco, Héctor hace su número a lo
Enrique V
, rugiendo incansable arriba y abajo de las líneas troyanas, instando a sus hombres a continuar la matanza al amanecer, enviando a soldados de vuelta a la ciudad para que traigan bueyes para sacrificarlos y comer, ordenando que se traigan raciones de vino con miel y carretas de pan recién horneado que los hambrientos troyanos atacan como si fueran el mismísimo Agamenón, y da la orden de plantar cientos de hogueras de vigilancia justo más allá de las defensas aqueas, para que los temerosos griegos no duerman esta noche. Me pongo mi Casco de Hades y camino invisible entre los troyanos.

—Mañana —grita Héctor a sus alegres hombres— destriparé a Diomedes como si fuera un pez delante de sus hombres si no decide huir esta noche. ¡Le romperé el espinazo con la punta de mi lanza y clavaremos la cabeza de ese maricón sobre las Puertas Esceas!

Los troyanos rugen. Las hogueras envían chispas hacia las estrellas. Invisible a hombres y dioses, vuelvo a cruzar el puente de la trinchera, me abro camino entre las afiladas estacas y camino de nuevo entre los desanimados griegos.

Para mí, es la hora de la verdad o de las consecuencias. Agamenón ya ha convocado la reunión de sus capitanes y están discutiendo cursos de acción inmediata: ¿huir o enviar una embajada a Aquiles?

Ya no hay vuelta atrás. Me morfeo en Fénix, el fiel amigo y tutor mirmidón de Aquiles, y camino por la fresca arena para unirme al consejo.

Si quieres cambiar nuestros destinos, tienes que encontrar el fulcro.

28
La Cuenca Mediterránea

Savi siguió la Brecha Atlántica a través del océano, volando a veces más bajo que la superficie, saltando y zambullendo el sonie cada pocos kilómetros para evitar los conos de corrientes conectadas que cruzaban la Brecha como tuberías transparentes en un largo pasillo verde.

Tendido a la izquierda de Savi, viendo a Harman en su sitio, a la derecha, Daeman era consciente de la sombría expresión del otro hombre y de los sitios vacíos de pasajeros tras ellos. Daeman pensaba en las últimas veinticuatro horas.

Harman y Ada parecían enfadados cuando se marcharon del bosque. Al principio eso complació a Daeman. No sabía a qué se debía la discusión, naturalmente, pero estaba claro que ambos volvieron agitados de su paseo por el bosque: Ada fría y distante pero ardiendo por dentro, Harman visiblemente confuso. Pero después de las horas de vuelo hasta Ardis y de lo sucedido allí (y de la decisión de Daeman de continuar con esta búsqueda insensata) la tensión entre Harman y Ada parecía otra cosa más de la que preocuparse.

Llegaron a Ardis a últimas horas de la tarde. La mansión y sus terrenos parecían distintos desde el aire, al menos se lo parecieron a Daeman, aunque el trazado de las colinas y bosques y prados y el río eran tal como recordaba. Cada vez que pensaba en su excursión al río, para ver la tonta exhibición de vertido de metal de Hannah, pensaba en el ataque del dinosaurio y el corazón se le desbocaba.

—Esta zona se llamaba Ohio en la última parte de la Edad Perdida —dijo Savi mientras sobrevolaban y luego descendían—. Creo.

—Yo pensaba que se llamaba Norteamérica —dijo Harman.

—Eso también —respondió la anciana—. Tenían un montón de nombres para los sitios.

Aterrizaron a medio kilómetro de Ardis Hall, en un pasto situado al norte de una hilera de árboles que los ocultaban. Daeman todavía tenía ganas de ir al baño, pero en modo alguno estaba dispuesto a ir andando hasta la mansión si había alguna posibilidad de que hubiera dinosaurios en la zona.

—Es seguro —dijo Ada bruscamente cuando lo vio vacilar, el único que todavía permanecía tendido en el sonie—. Los voynix patrullan en un radio de tres o cuatro kilómetros hasta la mansión.

—¿A qué distancia está la casa del picnic de Hannah? —preguntó Daeman.

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