Entonces se puso en pie.
—Ahí queda eso, amigo. Ésa es la historia. ¿Crees que valía un par de cigarrillos y una caja de cerillas? —hizo la pregunta como si fuera importante para él, sin ironía.
—Sí —le dije—. Sí, lo valía. Pero, ¿qué pasó después? ¿Cómo acabaste…? Quiero decir, si… —me callé.
En aquellos momentos la calle estaba oscura, al filo del alba. Una a una, las farolas habían empezado a apagarse con un parpadeo, y el cuerpo del hombre se perfilaba contra el resplandor del cielo del amanecer. Se metió las manos en los bolsillos.
—¿Qué pasó? Me fui de casa y me perdí y hoy en día mi casa está muy lejos. A veces, se hacen cosas de las que uno se arrepiente, pero no se puede hacer nada al respecto. Los tiempos cambian. Las puertas se cierran detrás de ti. Sigues adelante, ¿sabes?
»Al final acabé aquí. Solían decir que nadie es jamás originario de Los Ángeles, lo que en mi caso es tan cierto como que el infierno existe.
Entonces, antes de que comprendiese lo que estaba haciendo, se inclinó y me besó, suavemente, en la mejilla. Su barba de pocos días era áspera y pinchaba, pero su aliento era sorprendentemente dulce. Me susurró al oído:
—Yo nunca caí. Me da igual lo que digan. Sigo haciendo mi trabajo, tal como yo lo veo.
La mejilla me ardía donde sus labios la habían tocado.
Se enderezó.
—Pero aún me quiero ir a casa.
El hombre se marchó por la calle oscurecida y yo me quedé sentado en el banco, observando cómo se iba. Me sentía como si me hubiese quitado algo, aunque ya no lograba acordarme de qué se trataba. Además, tenía la sensación de que había dejado otra cosa en su lugar: absolución, quizá, o inocencia, aunque ya no sabía decir de qué.
Una imagen de algún sitio: un dibujo garabateado de dos ángeles volando sobre una ciudad perfecta y, sobre la imagen, la huella exacta de la mano de un niño, que mancha el papel blanco de rojo sangre. Me vino a la cabeza de forma espontánea y ya no sé qué significaba.
Me levanté.
Estaba demasiado oscuro para ver la esfera del reloj, pero sabía que aquel día no dormiría. Regresé al lugar donde me alojaba, a la casa junto a la palmera raquítica, para lavarme y esperar. Pensé en ángeles y en Nilla; y me pregunté si amor y muerte iban de la mano.
Al día siguiente los aviones para Inglaterra ya volaban otra vez.
Me sentía extraño, la falta de sueño me había hundido en ese estado depresivo en el que todo parece monótono y de la misma importancia; cuando todo da igual y parece que la realidad esté desgastada y raída. El viaje en taxi hasta el aeropuerto fue una pesadilla. Tenía calor y estaba cansado e irritable. Llevaba una camiseta en el bochorno de Los Ángeles; el abrigo estaba guardado en el fondo de la maleta, donde había estado durante toda mi estancia.
El avión estaba abarrotado, pero no me importaba.
La azafata recorría el pasillo con la prensa: el
Herald Tribune
, el
USA Today
y el
L.A. Times
. Cogí un ejemplar del
Times
, pero las palabras se iban de mi cabeza a medida que las recorría con la vista. Nada de lo que leí se quedó conmigo. No, miento. En alguna parte, al final del periódico, había un artículo sobre un asesinato triple: dos mujeres y un niño pequeño. No se daban nombres y no sé por qué habría de retener el artículo como lo hice.
Pronto me quedé dormido. Soñé que me follaba a Nilla mientras le manaba sangre lentamente de los ojos cerrados y de los labios. La sangre era fría y viscosa y pegajosa, y me desperté helado por el aire acondicionado del avión, con un sabor desagradable en la boca. Tenía la lengua y los labios secos. Miré por la ventana ovalada y llena de arañazos, observé las nubes y se me ocurrió entonces (no por primera vez), que las nubes eran en realidad otra tierra, donde todo el mundo sabía exactamente qué buscaba y cómo regresar al lugar donde empezó su camino.
Mirar las nubes es una de las cosas que más me han gustado siempre de volar. Eso, y lo cerca que uno se siente de su propia muerte.
Me envolví en la manta delgada del avión y dormí un poco más, pero, si tuve más sueños, entonces no me dejaron ninguna huella.
Se levantó una ventisca poco después de que el avión aterrizase en Inglaterra y se cargó el suministro eléctrico del aeropuerto. Yo estaba solo en un ascensor del aeropuerto en ese momento, y se quedó a oscuras y atascado entre dos pisos. Una débil luz de emergencia se encendió con un parpadeo. Apreté el botón de alarma carmesí hasta que la batería se gastó y dejó de sonar; entonces, me estremecí, vestido con mi camiseta de Los Ángeles, en el rincón de mi cuartito plateado. Observé cómo mi aliento echaba vapor al aire y me abracé para darme calor.
No había nada allí excepto yo; aun así, me sentía a salvo. Pronto vendría alguien y forzaría las puertas. Al final, alguien me dejaría salir; y sabía que pronto estaría en casa.
N
o sé qué clase de criatura es ella. Ninguno de nosotros lo sabe. Mató a su madre en el parto, pero eso nunca es suficiente para explicarlo.
Me llaman sabia, pero no lo soy ni mucho menos, por todo lo que preví, fragmentos, momentos congelados, atrapados en charcos de agua o en el cristal frío de mi espejo. Si fuera sabia, no habría intentado cambiar lo que vi. Si fuera sabia, me habría matado antes de encontrarme con ella, antes de atraparle a él.
Sabia, y una bruja, o eso decían, y había visto el rostro de aquel hombre en mis sueños y en reflejos toda mi vida: dieciséis años soñando con él antes de que frenara su caballo junto al puente aquella mañana y me preguntara cómo me llamaba. Me ayudó a subir a su caballo alto y cabalgamos juntos hasta mi casita, yo con la cara hundida en el oro de su cabello. Me pidió lo mejor que tenía; era el derecho de un rey.
Su barba era rojo bronce a la luz de la mañana y le conocí, no como rey, ya que no sabía nada de reyes entonces, sino como mi amor. Tomó todo lo que quería de mí, el derecho de reyes, pero volvió al día siguiente y la noche después: su barba tan roja, su cabello tan dorado, sus ojos del azul del cielo de verano, su piel morena del marrón suave del trigo maduro.
Su hija era sólo una niña: no tenía más de cinco años cuando llegué al palacio. Había un retrato de su madre muerta colgado en la habitación de la torre de la princesa: una mujer alta, el pelo del color de la madera oscura, ojos castaño caoba. Era de una sangre distinta a la de su pálida hija.
La niña no quería comer con nosotros.
No sé en qué parte del palacio comía.
Yo tenía mis propios aposentos. Mi marido, el rey, también tenía sus habitaciones. Cuando me quería me mandaba llamar, y yo iba a él y le daba placer y me llevaba mi placer con él.
Una noche, varios meses después de que me trajeran al palacio, la niña vino a mis aposentos. Tenía seis años. Yo estaba bordando a la luz de una lámpara, entrecerrando los ojos contra el humo y la iluminación irregular de la lámpara. Cuando levanté la vista, ella estaba allí.
—¿Princesa?
No dijo nada. Tenía los ojos negros como el carbón, negros como su cabelló; los labios eran más rojos que la sangre. Me miró y sonrió. Sus dientes parecían afilados, incluso entonces, a la luz de la lámpara.
—¿Qué haces fuera de tu habitación?
—Tengo hambre —dijo ella, como cualquier niño.
Era invierno, cuando la comida fresca es un sueño de calor y luz del sol; pero yo tenía ristras de manzanas enteras, secas y sin corazón, colgadas de las vigas de mi aposento, y le bajé una manzana.
—Toma.
El otoño es la época de secar, de conservar, la época de recoger manzanas, de derretir la grasa de la oca. El invierno es la época del hambre, de la nieve y de la muerte; y es la época de la fiesta del pleno invierno, cuando frotamos con la grasa de la oca la piel de un cerdo entero, relleno de las manzanas de aquel otoño; luego lo asamos en el horno o en el asador, y nos preparamos para darnos un festín con la piel crujiente del cerdo.
Cogió la manzana y empezó a masticarla con sus dientes afilados y amarillos.
—¿Está buena?
Asintió con la cabeza. La princesita siempre me había asustado, pero en aquel momento se ganó mi simpatía y, con los dedos, suavemente, le acaricié la mejilla. Me miró y sonrió —rara vez lo hacía—, luego me hundió los dientes en la raíz del pulgar, el monte de Venus, y me hizo sangrar.
Empecé a chillar, del dolor y de la sorpresa, pero ella me miró, y me callé.
La princesita pegó la boca a mi mano y lamió y chupó y bebió. Cuando hubo acabado, se marchó de mi aposento. Mientras lo miraba, el corte que ella me había hecho empezó a cerrarse, a formar una costra, a curarse. Al día siguiente era una cicatriz vieja: me podría haber cortado la mano con una navaja en mi infancia.
Ella me había congelado, poseído y dominado. Eso me asustaba, más que la sangre de la que se había alimentado. Después de aquella noche, cerré la puerta de mi aposento al anochecer, atrancándola con una barra de roble, y le pedí al herrero que me forjara unos barrotes de hierro, que colocó en mis ventanas.
Mi marido, mi amor, mi rey, me mandaba llamar cada vez menos, y, cuando iba a su encuentro, le hallaba mareado, lánguido, confuso. Ya no podía hacer el amor como un hombre y no me permitía que le diera placer con la boca: la única vez que lo intenté, dio un respingo tremendo y empezó a llorar. Aparté la boca y le abracé con fuerza hasta que sus sollozos cesaron y se durmió, como un niño.
Pasé los dedos por su piel mientras dormía. Estaba cubierta de una multitud de cicatrices antiguas. Sin embargo, yo no lograba recordar cicatriz alguna de los días en que me cortejaba, excepto una, en el costado, donde un jabalí le había corneado cuando era joven.
Pronto fue la sombra del hombre que yo había conocido y amado junto al puente. Se le notaban los huesos, azules y blancos, bajo la piel. Le acompañé en sus últimas horas: tenía las manos frías como la piedra, los ojos de un azul lechoso, el cabello y la barba sin brillo, desvaídos y lacios. Murió sin confesarse, la piel mordisqueada y marcada de la cabeza a los pies de cicatrices diminutas y viejas.
No pesaba casi nada. El suelo estaba helado y no pudimos cavarle ninguna tumba, así que pusimos un mojón de rocas y piedras sobre su cuerpo, sólo en memoria suya, ya que quedaba muy poco de él para proteger del hambre de las bestias y las aves.
Así que fui reina.
Además, era insensata y joven —dieciocho veranos habían llegado y se habían ido desde la primera vez que vi la luz del día—, y no hice lo que habría hecho ahora.
Si fuera hoy, habría ordenado que le sacaran el corazón a la princesa, es cierto. Pero, luego, habría hecho que le cortasen la cabeza y los brazos y las piernas. Habría pedido que la destriparan. Luego, habría observado en la plaza de la ciudad mientras el verdugo avivaba el fuego con un fuelle hasta que estuviera al rojo vivo, habría observado sin parpadear mientras él destinaba cada una de sus partes al fuego. Habría apostado arqueros alrededor de la plaza, que dispararían a cualquier ave o animal que se acercase demasiado a las llamas, cualquier cuervo o perro o halcón o rata. Y no habría cerrado los ojos hasta que la princesa fuera ceniza y un viento suave pudiese esparcirla como la nieve.
No lo hice, y pagamos por nuestros errores.
Dicen que fui engañada; que no era su corazón. Que era el corazón de un animal, un ciervo, quizá, o un jabalí. Lo dicen y se equivocan.
También hay quien dice (pero es
ella
quien miente, no yo) que me dieron el corazón y que me lo comí. Las mentiras y las medias verdades caen como la nieve, cubriendo las cosas que recuerdo, las cosas que vi. Un paisaje, irreconocible después de la nevada; eso es lo que ha hecho ella de mi vida.
Había cicatrices en mi amor, en los muslos de su padre y en el escroto y en el miembro viril, cuando murió.
No fui con ellos. Se la llevaron de día, mientras dormía y estaba en su momento más débil. Se la llevaron al centro del bosque y allí le abrieron la blusa y le sacaron el corazón y la dejaron muerta, en un barranco, para que el bosque se la tragara.
El bosque es un lugar oscuro, la frontera de muchos reinos; nadie sería tan tonto como para reclamar su jurisdicción. En el bosque viven forajidos. Viven ladrones y también lobos. Puedes cabalgar por el bosque durante miles de días y no ver nunca un alma; pero hay ojos encima de ti todo el tiempo.
Me trajeron el corazón de la princesa. Sé que era suyo, ningún corazón de cerda o de gama habría seguido latiendo y palpitando una vez arrancado, como hizo aquel.
Lo llevé a mi aposento.
No me lo comí: lo colgué de las vigas que hay sobre mi cama, lo coloqué en un trozo de cordel en el que había ensartado serbas, de un rojo anaranjado como el pecho de un petirrojo, y cabezas de ajos.
Fuera la nieve caía, cubriendo las huellas de mis cazadores, cubriendo su cuerpo diminuto en el bosque donde yacía.
Hice que el herrero quitara los barrotes de hierro de mis ventanas y cada tarde durante los cortos días de invierno me pasaba algunas horas en mi habitación, mirando hacia el bosque, hasta que caía la noche.
Había, como ya he dicho, gente en el bosque. Solían salir, algunos de ellos, para la Feria de Primavera; una gente avariciosa, salvaje y peligrosa; algunos estaban atrofiados: enanos y jorobados; otros tenían los dientes enormes y la mirada ausente de los idiotas; algunos tenían dedos como aletas o pinzas de cangrejo. Salían sigilosamente del bosque cada año para la Feria de Primavera, que se celebraba cuando las nieves se habían derretido.
De niña, había trabajado en la feria, y me habían asustado entonces, los habitantes del bosque. Les decía la buenaventura a los que iban a la feria, viendo su futuro en un charco de agua quieta; y, después, ya mayor, en un disco de cristal brillante, el revés totalmente plateado, un regalo de un mercader cuyo caballo extraviado había visto en un charco de tinta.
Las personas que tenían los puestos en la feria tenían miedo de la gente del bosque. Solían clavar sus mercancías en las tablas desnudas de sus puestos; clavaban en la madera con clavos grandes de hierro los pedazos de pan de jengibre o los cinturones de piel. De no hacerlo, decían, los habitantes del bosque los cogerían y escaparían, mordisqueando el pan de jengibre robado, agitando los cinturones a su alrededor.