H
ace unos años todos los animales se fueron.
Nos despertamos una mañana y ya no estaban allí. Ni siquiera nos dejaron una nota o nos dijeron adiós. Nunca acabamos de entender adónde se habían ido.
Los echábamos de menos.
Algunos pensamos que el mundo se había acabado, pero no era así. Sencillamente, no había más animales. Ni gatos ni conejos, ni perros ni ballenas, ni peces en los mares, ni aves en los cielos.
Estábamos completamente solos.
No sabíamos qué hacer.
Vagamos perdidos un tiempo y entonces alguien señaló que, sólo porque ya no había animales, no teníamos por qué cambiar nuestras vidas. No teníamos por qué cambiar nuestras dietas o dejar de poner a prueba productos que podrían hacernos daño.
Después de todo, aún quedaban los bebés.
Los bebés no saben hablar. Apenas se pueden mover. Un bebé no es una criatura racional y pensante.
Hicimos bebés.
Y los usamos.
Algunos nos los comimos. La carne de bebé es tierna y suculenta.
Los despellejamos y nos decoramos con su piel. El cuero de bebé es suave y cómodo.
Con otros hicimos pruebas.
Les sujetamos los ojos abiertos con cinta adhesiva y vertimos detergentes y champús dentro, de gota en gota.
Los cubrimos de cicatrices y los escaldamos. Los quemamos. Los sujetamos con abrazaderas y colocamos electrodos en sus cerebros. Hicimos injertos y los congelamos e irradiamos.
Los bebés respiraban nuestro humo y en sus venas corrían nuestras medicinas y drogas, hasta que dejaban de respirar o hasta que la sangre les dejaba de correr.
Fue duro, desde luego, pero era necesario.
Nadie podía negarlo.
Si habían desaparecido los animales, ¿qué otra cosa podíamos hacer?
Algunas personas se quejaron, por supuesto. Pero la verdad es que siempre lo hacen.
Así que todo volvió a la normalidad.
Pero…
Ayer, todos los bebés habían desaparecido.
No sabemos adónde se fueron. Ni siquiera los vimos marcharse.
No sabemos qué vamos a hacer sin ellos.
Pero ya se nos ocurrirá algo. Los seres humanos son listos. Es lo que nos hace superiores a los animales y a los bebés.
Ya encontraremos una solución.
El Cuarto Ángel dice:
De esta orden se me ha hecho,
para proteger de los hombres este lugar
al que han renunciado por su Culpabilidad
ya que han perdido Su Gracia;
Por consiguiente, lo deben rehuir
o si no mi Espada abrazarán
y yo seré su Enemigo
y haré que les arda el Rostro.
—CICLO DE MISTERIOS DE CHESTER,
LA CREACIÓN DE ADÁN Y EVA
, 1461.
E
sto es verdad.
Hace diez años, año más, año menos, me encontré realizando una estancia forzosa en Los Ángeles, muy lejos de casa. Era diciembre y el tiempo californiano era cálido y agradable.
Inglaterra, sin embargo, estaba asolada por las nieblas y las tormentas de nieve y ningún avión aterrizaba allí. Yo llamaba cada día al aeropuerto y siempre me decían que esperase un día más.
Ya llevaba así casi una semana.
Apenas había cumplido los veinte años. Cuando hoy en día veo las partes de mi vida que quedan de aquellos tiempos, me siento incómodo, como si hubiera recibido un regalo sin haberlo pedido: una casa, una mujer, niños, una vocación. No tiene nada que ver conmigo, podría decir, inocentemente. Si es cierto que cada siete años cada célula de tu cuerpo muere y es substituida, entonces realmente he heredado mi vida de un hombre muerto; y las fechorías de aquellos tiempos se me han perdonado y están enterradas con los huesos de ese hombre.
Estaba en Los Ángeles. Sí.
Al sexto día, recibí un mensaje de parte de una, digamos, antigua novia de Seattle: ella también estaba en Los Ángeles y, a través de la red de amigos de amigos, se había enterado de que yo estaba por allí. ¿Por qué no me pasaba por su casa?
Le dejé un mensaje en el contestador: claro que sí.
Aquella noche una mujer pequeña y rubia se acercó a mí cuando salí del lugar en el que me hospedaba. Ya había oscurecido.
Se me quedó mirando, como si estuviera intentando ajustarme a una descripción y, entonces, titubeante, dijo mi nombre.
—Ése soy yo. ¿Eres amiga de Nilla?
—Sí. El coche está ahí detrás. Vamos. Tiene muchas ganas de verte.
El coche de la mujer era uno de esos cacharros enormes y viejos con pinta de barca que parece que sólo se ven en California. Olía a tapicería de cuero agrietada y pelada. Salimos de donde fuera que estuviésemos y nos dirigimos adonde fuera que fuésemos.
Los Ángeles era en aquella época un misterio total para mí; y no puedo decir que ahora la entienda mucho mejor. Entiendo Londres y Nueva York y París: se puede pasear por ellas, basta deambular una mañana para hacerse una idea de dónde está todo y también puedes coger el metro. Sin embargo, Los Ángeles va de coches. En aquel entonces yo no conducía en absoluto; incluso hoy en día no conduzco en América. Para mí, los recuerdos de Los Ángeles están enlazados por paseos en coches de otra gente, sin sentido alguno de la forma de la ciudad, de las relaciones entre la gente y el lugar. La regularidad de las carreteras, la repetición de la estructura y la forma significan que cuando intento pensar en ella como en una entidad, lo único que recuerdo es la profusión infinita de lucecitas que vi desde la colina del parque Griffith una noche, en mi primer viaje a la ciudad. Fue una de las cosas más bonitas que había visto jamás, desde aquella distancia.
—¿Ves aquel edificio? —dijo mi conductora rubia, la amiga de Nilla. Era una casa estilo
art decó
de ladrillo rojo, encantadora y bastante fea.
—Sí.
—Lo construyeron en los años treinta —explicó, con respeto y orgullo.
Dije algo cortés, tratando de comprender una ciudad en la que cincuenta años se podían considerar mucho tiempo.
—Nilla está muy excitada. Cuando se enteró de que estabas en la ciudad, le hizo tanta ilusión.
—Tengo ganas de volver a verla.
El verdadero nombre de Nilla era Campanilla Richmond. No miento.
Estaba en casa de unos amigos, en un pequeño edificio de pisos, a más o menos una hora en coche del centro de Los Ángeles.
Lo que debéis saber sobre Nilla: era diez años mayor que yo, tenía poco más de treinta años; tenía el pelo negro y brillante y labios rojos y desconcertados y la piel muy blanca, como la Blancanieves de los cuentos de hadas; la primera vez que la vi pensé que era la mujer más hermosa del mundo.
Nilla había estado casada durante un tiempo en algún momento de su vida y tenía una hija de cinco años llamada Susan. Yo nunca había visto a Susan: cuando Nilla estuvo en Inglaterra, Susan se había quedado en Seattle, con su padre.
Las personas que se llaman Campanilla llaman a sus hijas Susan.
La memoria es la gran embustera. Quizá hay algunos individuos cuyas memorias actúan como grabaciones, con registros diarios de sus vidas con todos los detalles incluidos, pero yo no soy uno de ellos. Mi memoria es un mosaico de acontecimientos, de sucesos discontinuos cosidos toscamente: las partes que recuerdo las recuerdo con precisión, mientras que otras secciones parecen haber desaparecido por completo.
Lo siguiente que recuerdo es estar sentado en el salón de Nilla con las luces bajas, el uno junto al otro, en su sofá.
Charlamos sobre temas triviales. Había pasado quizá un año desde que nos vimos por última vez. Sin embargo, un chico de veintiún años tiene poco que decirle a una mujer de treinta y dos y, pronto, al no tener nada en común, la acerqué a mí.
Se me arrimó con una especie de suspiro y me ofreció sus labios para que se los besara. En la penumbra, sus labios eran negros. Nos besamos un rato en el sofá y yo le acaricié los pechos por encima de la blusa y entonces ella dijo:
—No podemos follar. Tengo la regla.
—Bueno.
—Te la puedo chupar, si quieres.
Asentí con la cabeza, y ella me bajó la cremallera de los tejanos y bajó la cabeza hacia mi regazo.
Después de que me corriera, ella se levantó y corrió a la cocina. Oí como escupía en el fregadero y el sonido de agua que corría: recuerdo que me pregunté por qué lo hacía si odiaba tanto el sabor.
Entonces regresó y nos sentamos uno junto al otro en el sofá.
—Susan está arriba, durmiendo —dijo Nilla—. Sólo vivo por ella. ¿Te gustaría verla?
—Me parece bien.
Subimos al segundo piso. Nilla me llevó a una habitación a oscuras. Había dibujos llenos de garabatos infantiles por todas las paredes —dibujos de hadas con alas y de palacios pequeños hechos con lápices de cera—, y una niña pequeña de pelo rubio estaba durmiendo en la cama.
—Es muy guapa —dijo Nilla y me besó. Tenía los labios ligeramente pegajosos—. Se parece a su padre.
Fuimos abajo. No teníamos nada más que decirnos, nada más que hacer. Nilla encendió la luz principal. Por primera vez, advertí que tenía patas de gallo diminutas junto a los extremos de los ojos, resultaba extraño en su cara perfecta de muñeca Barbie.
—Te quiero —dijo.
—Gracias.
—¿Quieres que te lleve?
—¿Si no te importa dejar sola a Susan…?
Se encogió de hombros y la acerqué a mí por última vez.
Por la noche, Los Ángeles es todo luces. Y sombras.
Aquí hay un espacio en blanco en mi mente. Sencillamente, no recuerdo lo que sucedió a continuación. Ella debió de haberme llevado al sitio donde me alojaba, ¿cómo, si no, habría llegado allí? Ni siquiera recuerdo haberle dado un beso de despedida. Quizá, solamente esperé en la acera y la vi alejarse en el coche.
Quizá.
Sí sé, sin embargo, que en cuanto llegué al sitio donde me alojaba me quedé ahí, sin más, incapaz de entrar, de lavarme y luego de dormir, no me apetecía hacer nada más.
No tenía hambre. No quería alcohol. No quería leer o hablar. Tenía miedo de alejarme demasiado, por si me perdía, asediado por los motivos repetitivos de Los Ángeles, como si algo me hubiera de dar vueltas y luego tragarme, de modo que nunca sabría volver a casa. A veces me da la sensación de que el centro de Los Ángeles no es más que un modelo, como un conjunto de calles que se repiten: una gasolinera, unas casas, un minicentro comercial (donuts, revelado de fotos, lavanderías automáticas, comida rápida), y que se repiten hasta hipnotizarte; además, los cambios minúsculos de los minicentros comerciales y de las casas sólo sirven para reforzar la estructura.
Pensé en los labios de Nilla. Entonces hurgué en un bolsillo de la chaqueta y saqué un paquete de cigarrillos.
Encendí uno, me tragué el humo, soplé humo azul al aire cálido de la noche.
Una palmera raquítica crecía frente al sitio donde me alojaba y decidí andar un poco, sin perder el árbol de vista, fumarme el cigarrillo, quizá incluso pensar; pero me sentía demasiado agotado para pensar. Me sentía muy asexuado y muy solo.
A más o menos una manzana de allí había un banco y, cuando llegué a él, me senté. Tiré la colilla del cigarrillo a la acera, con fuerza, y la vi arrojar chispas de color naranja.
Alguien dijo, «te compro un cigarrillo, amigo. Toma».
Una mano delante de mi cara, con una moneda de veinticinco centavos. Levanté la vista.
No parecía viejo, aunque no habría podido decir cuántos años tenía. Cerca de cuarenta, quizá. Unos cuarenta y cinco. Llevaba un abrigo largo y raído, sin color bajo las farolas amarillas, y tenía los ojos oscuros.
—Toma. Veinticinco centavos. Es un buen precio.
Dije que no con la cabeza, saqué el paquete de Marlboro, le ofrecí uno.
—Guárdate el dinero. Es gratis. Ten.
Cogió el cigarrillo. Le pasé la caja de cerillas (anunciaba un número de teléfono erótico; de eso me acuerdo) y encendió el cigarrillo. Me devolvió las cerillas y yo negué con la cabeza.
—Quédatelas. Siempre acabo acumulando cajas de cerillas en América.
—Ajá —se sentó a mi lado y se fumó el cigarrillo. Cuando se había fumado la mitad, le dio unos golpecitos al extremo encendido contra el hormigón, apagó el resplandor y se colocó la colilla detrás de la oreja.
—No fumo mucho —dijo—. Pero es una pena tirarlo.
Un coche venía a toda velocidad por la calle, virando de un lado al otro.
Había cuatro chicos dentro; los dos que iban delante estaban tirando del volante a la vez y riéndose. Llevaban las ventanillas bajadas y podía oír su risa y a los dos del asiento trasero (
«¡Gaary, eres un gilipollas! ¿Qué coño te has metidooo, tíoooo?»
), y el ritmo vibrante de una canción de rock que yo no reconocía. El coche dio la vuelta a una esquina y lo perdimos de vista.
Pronto los sonidos también habían desaparecido.
—Te debo una —dijo el hombre del banco.
—¿Cómo?
—Te debo algo. Por el cigarrillo. Y las cerillas. No querías aceptar mi dinero, así que te debo algo.
Me encogí de hombros, avergonzado.
—En serio, sólo es un cigarrillo. Me imagino que si le doy cigarrillos a la gente, entonces, cuando me quede sin algún día, puede que la gente me los dé a mí —me reí, para demostrarle que no lo decía en serio, aunque era verdad—. Déjalo.
—Mmm. ¿Quieres oír una historia? ¿Una historia verídica? Antes, las historias siempre eran un buen pago. Hoy en día… —se encogió de hombros— … no tanto.
Me recosté en el banco, la noche era cálida y miré la hora: casi la una de la madrugada. En Inglaterra un día nuevo y helado ya habría empezado: un día laboral estaría empezando para aquellos que pudiesen ganarle a la nieve y llegar al trabajo; otro puñado de ancianos y de gente sin hogar habrían muerto, por la noche, del frío.
—Claro —le dije al hombre—. Claro que sí. Cuéntame una historia.
Tosió, sonrió con dientes blancos —un destello en la oscuridad— y empezó.
—Lo primero que recuerdo fue el Verbo. Y el Verbo era Dios. A veces, cuando me deprimo
mucho
, recuerdo el sonido del Verbo en mi cabeza, dándome forma, creándome, dándome vida.
»El Verbo me dio un cuerpo, me dio ojos. Y abrí los ojos y vi la luz de la ciudad de Plata.
»Estaba en una habitación, plateada, y allí no había nada más que yo. Delante de mí había una ventana que iba del suelo al techo, abierta al cielo, y por la ventana veía los chapiteles de la Ciudad y, en los límites de la Ciudad, la Oscuridad.