Humo y espejos (31 page)

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Authors: Neil Gaiman

Tags: #Relato, Fantástico

BOOK: Humo y espejos
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Cuando llegaron a casa, sacó las trampas de las cajas, puso un poco de mantequilla de cacahuete al fondo de una, un trozo de chocolate para cocinar en la otra y las colocó en el suelo de la despensa.

Las trampas no eran más que pasillos. Una puerta en un extremo, una pared en el otro.

En la cama aquella noche, Regan alargó la mano y le tocó los pechos a Janice mientras ella dormía; los tocó suavemente ya que no quería despertarla. Podía apreciar que estaban más llenos. Deseó que los pechos grandes le pareciesen eróticos. Se descubrió preguntándose cómo sería chuparle los pechos a una mujer mientras estaba lactando. Se imaginaba dulzura, pero no un sabor en particular.

Janice estaba profundamente dormida, pero se movió hacia él.

Él se alejó poco a poco; estaba acostado en la oscuridad, tratando de recordar cómo se dormía, buscando alternativas en la mente. Hacía tanto calor y el aire estaba tan cargado. Cuando vivían en Ealing solía dormirse al instante, estaba seguro. Hubo un grito agudo en el jardín. Janice se movió y se dio la vuelta, alejándose de él. El grito había parecido casi humano. A veces los zorros suenan como niños que chillan de dolor; Regan lo había oído decir hacía tiempo. O quizá era un gato. O un ave nocturna de algún tipo.

De todos modos, algo había muerto, en la noche. De eso no tenía la menor duda.

A la mañana siguiente una de las trampas había sido accionada, aunque, cuando Regan la abrió con cuidado, resultó estar vacía. Habían mordisqueado el cebo de chocolate. Abrió la puerta de la trampa otra vez y la volvió a colocar junto a la pared.

Janice estaba llorando en la sala de estar. Regan estaba de pie junto a ella; ella le tendió la mano y él la cogió con fuerza. Janice tenía los dedos fríos. Aún llevaba el camisón puesto y no se había maquillado.

Más tarde Janice hizo una llamada telefónica.

Poco antes del mediodía, llegó un paquete para Regan por Federal Express que contenía una docena de disquetes, todos llenos de números para que él los examinara y los arreglara y los clasificara.

Trabajó en el ordenador hasta las seis, sentado delante de un ventilador pequeño de metal que zumbaba y vibraba y movía el aire caliente por la habitación.

Aquella noche puso la radio mientras cocinaba.

—…lo que mi libro le
dice
a todo el mundo. Lo que los liberales no
quieren
que sepamos —la voz era alta, nerviosa, arrogante.

—Sí. Parte de aquello fue, bueno, bastante difícil de creer —el presentador le animaba a hablar: una voz de radio profunda, tranquilizadora y agradable al oído.

—Por
supuesto
que es difícil de creer. Va en contra de todo lo que se
quiere
creer. Los liberales y los hom-mo-sexuales de los medios no
permiten
que se sepa la verdad.

—Bueno, eso ya lo sabemos, amigo. Volveremos con ustedes después de esta canción.

Era una canción country. Regan solía tener la radio sintonizada en la emisora local de la Radio Pública Nacional; a veces transmitían el informativo del servicio mundial de la BBC. Alguien debía de haber cambiado la sintonización, supuso, aunque no se podía imaginar quién lo había hecho.

Cogió un cuchillo afilado y cortó la pechuga de pollo con cuidado, separando la carne rosada, cortándola en tiras listas para freír, mientras oía la canción.

A alguien se le había roto el corazón; a alguien ya no le importaba. La canción se acabó. Hubo un anuncio de una cerveza. Después, los hombres empezaron a hablar otra vez.

—Lo que pasa es que al principio nadie se lo cree. Pero yo tengo los documentos. Tengo las fotografías. Lee mi libro. Ya lo verás. Es la alianza impía, y cuando digo impía lo digo en serio, algo entre el llamado grupo de presión a favor de la propia elección, la comunidad médica y los hom-mo-sexuales. Los hom-mos
necesitan
estos asesinatos porque es de ahí de donde sacan a los niños que utilizan en sus experimentos para encontrar una cura para el SIDA.

»Verás, esos liberales hablan de atrocidades nazis, pero nada de lo que hicieron aquellos nazis se
acerca
siquiera un poco a lo que están haciendo
ellos
, en estos mismos momentos. Cogen los fetos humanos y los injertan en ratoncitos para crear unas criaturas híbridas de ratón y ser humano para sus experimentos.
Entonces
, les inyectan el SIDA…

Regan se descubrió pensando en la pared de globos oculares ensartados de Mengele. Ojos azules y ojos marrones y ojos…

—¡Mierda! —se había cortado el pulgar. Se lo metió en la boca, lo mordió para detener la hemorragia, corrió al cuarto de baño y empezó a buscar una tirita.

—Recuerda, mañana he de salir de casa antes de las diez —Janice estaba de pie detrás de él. La miró a los ojos azules reflejados en el espejo del cuarto de baño. Se la veía tranquila.

—Bien —se puso la tirita en el pulgar, escondiendo y vendando la herida, y se volvió hacia ella.

—Hoy he visto un gato en el jardín —dijo ella—. Uno grande y gris. Quizá sea un gato callejero.

—Quizá.

—¿Has vuelto a pensar en lo de comprar un animal doméstico?

—La verdad es que no. Sólo sería otra preocupación más. Creía que estábamos de acuerdo: nada de animales.

Ella se encogió de hombros.

Volvieron a la cocina. Regan vertió aceite en la sartén y encendió el gas. Dejó caer las tiras de carne rosada en la sartén y observó cómo se encogían y perdían color y cambiaban.

Al día siguiente, Janice se llevó el coche a la estación de autobuses por la mañana temprano. El viaje en coche hasta la ciudad era largo y no estaría en condiciones de conducir cuando estuviera lista para volver a casa. Se llevó quinientos dólares, en efectivo.

Regan comprobó las trampas. No habían tocado ninguna de las dos. Entonces vagó por los pasillos.

Al final, telefoneó a Gwen. La primera vez marcó mal, los dedos le resbalaron por los números del teléfono y la larga sucesión de dígitos le confundió. Lo intentó otra vez.

Un timbre, luego su voz en la línea.

—Asociados de Contabilidad Aliada, buenas tardes.

—¿Gwennie? Soy yo.

—¿Regan? ¿Eres tú, no? Esperaba que algún día me llamaras. Te he echado de menos —su voz era lejana; los crujidos y el zumbido transatlánticos la alejaban aún más de él.

—Es caro.

—¿Has vuelto a pensar en regresar?

—No lo sé.

—¿Y cómo está tu mujercita?

—Janice está… —hizo una pausa. Suspiró—. Janice está bien.

—He empezado a acostarme con el nuevo director de ventas —dijo Gwen—. Después de que te fueras. No le conoces. Ya hace seis meses que te fuiste, así que, ¿qué iba a hacer, eh?

En aquel momento se le ocurrió a Regan que eso era lo que más odiaba de las mujeres: su sentido práctico. Gwen siempre le había hecho usar un condón, aunque a él no le gustaban, mientras que ella también usaba un diafragma y un espermicida. A Regan le daba la sensación de que por alguna parte de todo aquello se perdía un grado de espontaneidad, de romanticismo, de pasión. Le gustaba que el sexo fuera algo que simplemente pasaba, medio en su cabeza, medio fuera. Algo repentino y lascivo y poderoso.

Sintió un dolor punzante en la frente.

—¿Y qué tiempo hace allí? —preguntó Gwen, alegremente.

—Calor —dijo Regan.

—Ojalá lo hiciera aquí. Lleva semanas lloviendo.

Él dijo algo acerca de lo mucho que le gustaba volver a oír su voz. Después colgó el teléfono.

Regan comprobó las trampas. Seguían vacías.

Caminó hasta su despacho y puso la televisión.

—… es una pequeñina. Esto es lo que significa
feto
. Y un día llegará a ser mayor. Tiene deditos en las manos y en los pies… hasta tiene uñitas en los dedos de los pies.

Había una imagen en la pantalla: era roja y latía y estaba poco definida. Pasó a una mujer con una sonrisa inmensa, que abrazaba a un bebé.

—Algunos pequeños como ella llegarán a ser enfermeros o profesores o músicos. Un día, puede que uno de ellos llegue a ser incluso presidente.

De vuelta a la cosa rosada, que llenaba la pantalla.

—Pero esta pequeñina nunca llegará a ser mayor. Mañana la van a matar. Y su madre dice que no es un asesinato.

Cambió de canal hasta que encontró
I Love Lucy
, la nada perfecta de fondo, luego encendió el ordenador y se puso a trabajar.

Después de pasar dos horas persiguiendo un error de menos de cien dólares por columnas de números al parecer interminables, le empezó a doler la cabeza. Se levantó y salió al jardín.

Echaba de menos tener un jardín; echaba de menos los céspedes ingleses como Dios manda con hierba inglesa como Dios manda. La hierba de aquí estaba marchita y marrón y era escasa, los árboles tenían barbas de liquen como si salieran de una película de ciencia ficción. Siguió un camino hasta el bosque que había detrás de la casa. Una cosa gris y de líneas elegantes se deslizaba por detrás de los árboles.

—Ven, gatito, gatito —le llamó Regan—. Ven, minino minino minino.

Se acercó al árbol y miró detrás. El gato —o lo que pudiera haber sido— había desaparecido.

Algo le picó en la mejilla. Se pegó sin pensar, bajó la mano y descubrió que estaba manchada de sangre y que en ella había un mosquito, medio aplastado, que aún se movía.

Volvió a la cocina y se sirvió una taza de café. Echaba de menos el té, pero es que aquí no tenía el mismo sabor.

Janice llegó a casa hacia las seis.

—¿Cómo ha ido?

Se encogió de hombros.

—Bien.

—¿Sí?

—Sí.

—He de volver la semana que viene —dijo—. Para una revisión.

—¿Quieren asegurarse de que no se han dejado ningún instrumento dentro de ti?

—Lo que sea —dijo ella.

—He hecho espaguetis a la boloñesa —dijo Regan.

—No tengo hambre —dijo Janice—. Me voy a la cama.

Subió al primer piso.

Regan trabajó hasta que los números dejaron de cuadrar. Subió y entró silenciosamente en el dormitorio a oscuras. Se quitó la ropa a la luz de la luna, la dejó caer en la alfombra y se deslizó entre las sábanas.

Sentía a Janice a su lado. Le temblaba el cuerpo y la almohada estaba mojada.

—¿Jan?

Ella le daba la espalda.

—Ha sido horrible —susurró en la almohada—. Me ha dolido tanto. Y no han querido darme una anestesia adecuada ni nada. Me han dicho que podían darme una inyección de Valium si quería, pero que allí ya no tenían anestesista. La mujer me ha dicho que se había ido porque no soportaba la presión y que de todos modos eso habría costado otros doscientos dólares y que nadie quería pagar…

»Me ha dolido tanto —ahora estaba llorando, diciendo las palabras entrecortadamente como si se las estuviesen arrancando—. Tanto.

Regan salió de la cama.

—¿Adónde vas?

—No tengo por qué escuchar todo esto —dijo Regan—. En serio, no tengo por qué escucharlo.

Hacía demasiado calor en la casa. Regan bajó las escaleras, en calzoncillos nada más. Entró en la cocina, los pies descalzos hacían ruidos pegajosos en el vinilo.

Una de las puertas de las ratoneras estaba cerrada.

Cogió la trampa. Parecía un poquitín más pesada que antes. Abrió la puerta con cuidado, sólo un poco. Dos ojitos le miraron. Pelaje marrón claro. Volvió a cerrar la puerta y oyó que algo escarbaba dentro de la trampa.

¿Ahora qué?

No podía matarlo. No era capaz de matar nada.

La ratonera verde despedía un olor acre y la parte de abajo estaba pegajosa por la meada del ratón. Regan lo llevó con cautela al jardín.

Se había levantado una brisa suave. La luna estaba casi llena. Se arrodilló en el suelo, puso la trampa con cuidado sobre la hierba seca.

Abrió la puerta del pasillo pequeño y verde.

—Huye —susurró, sintiéndose avergonzado por el sonido de su voz al aire libre—. Huye, ratoncito.

El ratón no se movió. Veía su nariz junto a la puerta de la trampa.

—Vamos —dijo Regan. Luz de luna brillante; lo veía todo, iluminado nítidamente y cubierto de sombras, como si no tuviese color.

Empujó la trampa suavemente con el pie.

Entonces el ratón salió a toda pastilla. Salió corriendo de la trampa, luego se detuvo, se giró y se fue saltando hasta el bosque.

Entonces volvió a detenerse. El ratón miró en dirección a Regan. Regan estaba convencido de que le estaba mirando. Tenía unas manitas minúsculas y rosadas. En aquellos momentos Regan casi se sintió paternal. Sonrió, con nostalgia.

Un relámpago gris en la noche y el ratón colgó, forcejeando en vano, de la boca de un gran gato gris de ojos verdes que ardían en la noche. Entonces el gato se metió de un salto en la maleza.

Pensó por un momento en perseguir al gato, en liberar al ratón de sus fauces…

Se oyó un grito agudo en el bosque; sólo un sonido nocturno, pero por un instante Regan pensó que parecía casi humano, como una mujer chillando de dolor.

Lanzó la pequeña ratonera de plástico lo más lejos que pudo. Esperaba oír un estrépito satisfactorio cuando chocara contra algo, pero cayó sin hacer ruido entre los arbustos.

Entonces Regan volvió adentro y cerró la puerta de la casa tras él.

E
L CAMBIO DEL MAR

Ahora es un buen momento para escribir esto,

ahora, con el ruido de los guijarros barridos por las olas,

y la lluvia inclinada, muy, muy fría, tamborileando, salpicando

en el techo de hojalata hasta que apenas puedo oírme pensar,

y por encima de todo el aullido bajo del viento. Créeme,

podría arrastrarme hasta las olas negras ahora,

pero eso sería una tontería, bajo la nube oscura.

«Óyenos ahora cuando Te gritamos

por los que están en peligro en el mar.»

Mis labios esbozan el himno antiguo, espontáneo,

quizá estoy cantando en voz alta. No sabría decirlo.

No soy viejo, pero cuando me despierto sufro dolores atroces,

los restos antiguos de un naufragio. Mírame las manos.

Encallecidas por las olas y el mar: y retorcidas,

se parecen a algo que podría encontrarme en la playa, después de una tormenta.

Sostengo el bolígrafo como un anciano.

Mi padre llamaba a un mar como éste «un creador de viudas».

Mi madre decía que el mar siempre era un creador de viudas,

incluso cuando estaba gris y en calma como el cielo. Y tenía razón.

Mi padre se ahogó con buen tiempo.

A veces me pregunto si sus huesos han llegado hasta la orilla arrastrados por las olas,

o si, de haberlo hecho, yo los habría reconocido,

retorcidos y pulidos por el mar como estarían.

Yo era un chico de diecisiete años, tan gallito como cualquier otro joven

que cree que puede hacer de la mar su amada,

y le había prometido a mi madre que no me haría a la mar.

Me colocó de aprendiz en una papelería, y me pasaba los días

con resmas y manos de papel; pero cuando ella murió cogí sus ahorros

y me compré una barca pequeña. Cogí las nasas y las redes llenas de polvo de mi padre,

recluté una tripulación de tres hombres, todos mayores que yo,

y dejé los tinteros y las plumas para siempre.

Hubo meses buenos y también malos.

Muy, muy frío, el mar era glacial y salado, las redes me cortaban las manos,

los sedales eran juguetones y peligrosos; aun así,

no habría renunciado a ello por nada del mundo. No entonces.

El aroma salado de mi mundo me aseguraba que viviría eternamente.

Deslizándome por las olas con buena brisa,

el sol detrás de mí, más veloz que una docena de caballos por las crestas blancas de las olas,

aquello sí que era vivir.

La mar cambia de humor a menudo, enseguida lo aprendes.

El día sobre el que ahora escribo, estaba intranquila, de mal genio,

el viento venía de los cuatro puntos cardinales,

las olas muy picadas. No lograba adivinar sus intenciones.

No nos divisaban desde tierra, cuando vi una mano,

algo, que surgía del mar gris.

Recordando a mi padre, corrí a proa y le llamé en voz alta.

No hubo más respuesta que el gemido solitario de las gaviotas.

Y el aire se llenó de un aleteo de alas blancas y luego

la oscilación del botalón de madera, que me golpeó en la base del cráneo:

recuerdo la manera lenta en que la mar fría vino hacia mí,

me envolvió, me engulló, se me llevó para ella sola.

Yo sabía a sal. Estamos hechos de agua de mar y hueso:

eso es lo que me dijo el dueño de la papelería cuando era un niño.

Más tarde se me ocurrió que las aguas se rompen para anunciar todos los nacimientos,

y al recordar, quizá, mi propio nacimiento

estoy seguro de que aquellas aguas deben de saber a sal.

El mundo que hay bajo el mar estaba borroso. Frío, muy, muy frío…

No creo que la viera realmente. No puedo creerlo.

Un sueño o locura, la falta de aire,

el golpe en la cabeza: ella sólo era eso.

Pero cuando la veo en sueños, como la veo, nunca dudo de ella.

Vieja como el mar, era ella, y joven como una gran ola recién formada o una marejada.

Sus ojos de duende me habían espiado. Y yo sabía que me quería.

Dicen que los habitantes del mar no tienen alma: quizá

el mar es un alma inmensa que respiran y beben y viven.

Ella me quería y me habría tenido; no podía haber ninguna duda.

Y sin embargo…

Me sacaron del mar y me bombearon el pecho

hasta que vomité agua marina abundante en los guijarros mojados por las olas.

Estaba frío, muy, muy frío, temblaba y tiritaba y estaba mareado.

Tenía las manos heridas y las piernas retorcidas,

como si acabase de salir del agua profunda,

conchas decoradas o madera flotante son mis huesos,

con mensajes grabados escondidos bajo mi carne.

La barca nunca regresó. La tripulación no fue vista nunca más.

Vivo de la caridad del pueblo:

allí, de no ser por la clemencia del mar, vamos todos, dicen.

Han pasado algunos años: casi una veintena.

Y mujeres enteras me miran con piedad, o con desdén.

Fuera de mi casita, el aullido del viento se ha convertido en un grito,

hace que la lluvia repiquetee contra las paredes de hojalata,

y también que los guijarros silíceos crujan, piedra contra piedra.

«Óyenos ahora cuando Te gritamos

por los que están en peligro en el mar.»

Créeme, podría bajar al mar esta noche,

arrastrarme hasta ahí abajo a gatas.

Entregarme al agua y a la oscuridad.

Y a la chica.

Dejarle que chupara la carne de estos huesos enmarañados,

que me transmutase en algo incorruptible y de marfil:

algo espléndido y extraño. Pero sería una tontería.

La voz de la tormenta me está susurrando.

La voz de la playa me está susurrando.

La voz de las olas me está susurrando.

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