Humo y espejos (27 page)

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Authors: Neil Gaiman

Tags: #Relato, Fantástico

BOOK: Humo y espejos
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—¿Le has hecho una paja a una persona mayor alguna vez? —preguntó MacBride.

—No —el secreto de Richard era que aún no había empezado a masturbarse. Todos sus amigos se masturbaban, constantemente, solos y en parejas o grupos. Él era un año menor que ellos y no entendía a qué venía tanto alboroto; la idea misma le hacía sentir incómodo.

—Leche por todas partes. Es espesa y viscosa. Intentan convencerte para que te metas su polla en la boca cuando se corren.

—Puaj.

—No es tan malo —hubo una pausa—. ¿Sabes?, el Sr. Aliquid cree que eres muy listo. Si quisieras entrar en el grupo de discusión religiosa, quizá diría que sí.

El grupo de discusión privado se reunía por las tardes, dos veces a la semana después de la hora de estudio, en la casita de soltero del Sr. Aliquid, que estaba frente al colegio al otro lado de la calle.

—No soy cristiano.

—¿Y qué? Sigues siendo el primero de la clase en Teología, niño judío.

—No, gracias. Eh, tengo un Moorcock nuevo. Uno que no has leído. Es un libro de Elric.

—No es verdad. No hay ninguno nuevo.

—Sí lo hay. Se llama
Los ojos del hombre de jade
. Está impreso en tinta verde. Lo encontré en una librería de Brighton.

—¿Me lo dejarás cuando lo hayas acabado?

—Claro.

Empezaba a hacer frío y volvieron, cogidos del brazo. Como Elric y Moonglum, pensó Richard para sí mismo, y aquello tenía tanto sentido como los ángeles de MacBride.

Richard soñaba despierto que secuestraba a Michael Moorcock y le obligaba a que le contara el secreto.

Si le apretaran, Richard sería incapaz de decir qué clase de cosa era el secreto. Era algo que tenía que ver con escribir; algo que tenía que ver con dioses.

Richard se preguntaba de dónde sacaba sus ideas Moorcock.

Probablemente del templo en ruinas, decidió al final, aunque ya no se acordaba de cómo era el templo. Recordaba una sombra y estrellas y la sensación de dolor al volver a algo que había creído haber acabado hacía tiempo.

Se preguntaba si era de ahí de donde todos los autores sacaban sus ideas o si era sólo Michael Moorcock.

Si alguien le hubiera dicho que simplemente se lo inventaban todo, que se lo sacaban de la cabeza, nunca le habría creído. Tenía que haber un lugar de donde viniera la magia.

¿No?

Un tipo me llamó de América la otra noche, dijo, «Escucha, tío, he de hablar contigo sobre tu religión». Yo dije, «No sé de qué me hablas. No tengo ninguna puta religión».

—Michael Moorcock, en conversación, Notting Hill, 1976.

Habían pasado seis meses. Richard ya había celebrado la bar mitzvah y pronto iba a cambiar de colegio. Él y J. B. C. MacBride estaban sentados sobre la hierba fuera del colegio por la noche temprano, leyendo libros. Los padres de Richard se estaban retrasando en venir a recogerle del colegio.

Richard estaba leyendo
El asesino inglés
. MacBride estaba enfrascado en
La novia del diablo
.

Richard se dio cuenta de que estaba mirando la página con los ojos entrecerrados. Aún no había oscurecido totalmente, pero ya no podía leer. Todo se estaba volviendo gris.

—¿Mac? ¿Qué quieres ser cuando seas mayor?

La noche era cálida y la hierba estaba seca y era cómoda.

—No lo sé. Un escritor, tal vez. Como Michael Moorcock. O T. H. White. ¿Y tú?

Richard se quedó pensando. El cielo era de un gris violeta y una luna fantasma flotaba en lo alto, como una rodaja de un sueño. Arrancó una brizna de hierba y la cortó lentamente entre los dedos, tira a tira. Ya no podía decir «Un escritor» también. Parecería que le estaba copiando. Además, no quería ser un escritor. No del todo. Había otras cosas que ser.

—Cuando sea mayor —dijo, pensativo, al final—, quiero ser un lobo.

—Eso no ocurrirá nunca —dijo MacBride.

—Quizá no —dijo Richard—. Ya veremos.

Se encendieron las luces tras las ventanas del colegio, una a una, haciendo que el cielo violeta pareciera más oscuro que antes, y la noche veraniega era suave y silenciosa. En esa época del año, el día dura una eternidad y la noche nunca llega de verdad.

—Me gustaría ser un lobo. No todo el tiempo. Sólo a veces. En la oscuridad. Atravesaría los bosques corriendo como un lobo por la noche —dijo Richard, más que nada a sí mismo—. Nunca le haría daño a nadie. No sería esa clase de lobo. Sólo correría y correría eternamente a la luz de la luna, a través de los árboles, y nunca me cansaría o me quedaría sin aliento y nunca tendría que detenerme. Eso es lo que quiero ser cuando sea mayor…

Arrancó otro tallo largo de hierba, le quitó las briznas expertamente y empezó a masticarlo despacio.

Y los dos niños se quedaron sentados solos en la penumbra gris, uno junto al otro, y esperaron a que empezase el futuro.

C
OLORES FRÍOS

I.

El cartero me despierta a las nueve,

y resulta que no es el cartero sino un vendedor ambulante de palomas,

que grita,

«Palomas gordas, palomas puras, de un blanco paloma, de un gris pizarra,

palomas vivas, que respiran,

nada de porquerías reanimadas, señor».

Tengo palomas de sobra y se lo digo.

Me dice que es nuevo en el negocio,

antes formaba parte de una compañía de éxito moderado

de análisis de valores financieros

pero le despidieron, le sustituyeron por un ordenador con el RS232 conectado a una esfera de cuarzo.

«Aun así, no puedo quejarme, una puerta se abre, otra da un portazo,

hay que estar al día, señor, hay que estar al día.»

Me tiende una paloma gratis

(Para atraer clientela nueva,

cuando haya probado nuestras palomas, ya no se fijará en ninguna otra)

y baja las escaleras ufano y cantando,

«Palomas vivas, vivitas vivas».

Las diez en punto después de haberme bañado y afeitado

(aplicados los ungüentos de juventud eterna y de cierta atracción sexual de sus recipientes de plástico)

llevo la paloma a mi estudio;

repaso el círculo de tiza que rodea mi vieja Dell 310,

cuelgo guardas en cada esquina del monitor,

y hago lo necesario con la paloma.

Entonces enciendo el ordenador: resopla y zumba,

en su interior los ventiladores soplan como vientos de tormenta en océanos viejos

listos para ahogar a pobres mercaderes.

Autoexec terminado, dice con un pitido:

Haré, haré, haré…

II.

Las dos y estoy paseando por un Londres conocido

—o lo que era un Londres conocido antes de que el cursor eliminase ciertas certezas—

observo a un hombre de traje y corbata que amamanta

al Organizador de Psiones que se aloja en su bolsillo superior,

su interfaz de serie como una boca fresca que busca su pecho para alimentarse,

sensación familiar, y yo observo cómo mi aliento echa vapor al aire.

Frío como la teta de una bruja es Londres hoy en día,

nunca pensarías que es noviembre,

y de bajo tierra los sonidos de trenes retumban.

Misterioso: los metros son casi legendarios en estos tiempos,

se paran sólo para vírgenes y puros de corazón,

la primera parada Avalon, Lyonesse o las Islas de los Bienaventurados. Quizá

recibes una postal y quizá no.

De todos modos, mirar por cualquier sima demuestra de manera concluyente

que no hay espacio bajo Londres para pasos subterráneos;

me caliento las manos junto a un abismo.

Las llamas lamen hacia arriba.

Muy abajo un demonio sonriente me ve, saluda con la mano, mueve los labios con cuidado,

como se le hace a los sordos o a los que están lejos o a los extranjeros.

Su actuación de vendedor es impecable: imita a un clónico de Dwarrow,

imita un software mejor de lo que jamás hubiera podido soñar,

Albertus Magnus ARChivado en tres disquetes.
Claviculae Salomon
para VGA,

CGA, a cuatro colores o monocromo,

imita

e imita

e imita.

Los turistas se asoman por las fisuras al Infierno,

mirando a los condenados,

(quizá la peor parte de la condenación;

la tortura eterna es soportable en silencio noble, en soledad,

pero un público, que come cortezas y patatas fritas y castañas,

un público que ni siquiera está muy interesado…

Se deben sentir como algo en el zoo,

los condenados).

Las palomas revolotean alrededor del infierno, bailando en las corrientes ascendentes,

la memoria de la raza quizá les diga

que por aquí en alguna parte debería haber cuatro leones,

agua descongelada, un hombre de piedra en lo alto;

los turistas se apiñan a su alrededor.

Uno hace un trato con el demonio: un paquete de diez disquetes vírgenes por su alma.

Otro ha reconocido a un pariente entre las llamas y le está saludando con la

mano:

¡Yujuuu! ¡Yujuuu! ¡Tío Joseph!
Mira, Nerissa, es tu tío abuelo Joe

que murió antes de que nacieras,

es ése de ahí abajo, en el cenagal, con escoria hirviente hasta los ojos

con los gusanos entrando y saliéndole de la cara.

Un hombre tan encantador.

Todos lloramos en su funeral.

Saluda a tu tío, Nerissa, saluda a tu tío.

El hombre de las palomas pone ramitas untadas con liga en las losas resquebrajadas,

luego las espolvorea con migas de pan y espera.

Se levanta la gorra para saludarme.

«Espero, señor, que la paloma de esta mañana fuera satisfactoria.»

Reconozco que lo era y le lanzó un chelín de oro

(con el que toca a escondidas el hierro de su guante,

comprobando que no sea oropel, y después lo hace desaparecer).

Martes, le digo. Venga los martes.

III.

Chozas y chabolas con patas de pájaro llenan las calles de Londres,

pasan, larguiruchas, por encima de los taxis, cagando brasas sobre ciclistas,

haciendo cola en las calles detrás de los autobuses,

coccoccoccoccoooc, murmuran.

Ancianas con dientes de hierro miran por las ventanas,

luego vuelven a sus espejos mágicos,

o a sus tareas domésticas,

y pasan el aspirador a través de la niebla y del aire inmundo.

IV.

Las cuatro en el Soho Antiguo, que se está convirtiendo

con mucha rapidez en un páramo de tecnología perdida.

La rejilla de trinquete de amuletos a la que le están dando cuerda

con llaves plateadas

suena en las callejuelas, en todas las Relojerías,

Abortisterías, Filtros y Estancos.

Está lloviendo.

Niños de tablón de anuncios conducen coches de chulo con sombreros flexibles,

proxenetas de módem

reyes niños de la señal al ruido vestidos con anorak;

y toda su cuadra punteada e iluminada por el neón flirtea y da vueltas bajo las luces,

súcubos e íncubos con fechas límites de venta y ojos de tarjeta electrónica,

todo tuyo, si tienes tu número.

si sabes tu fecha de caducidad, todo eso.

Uno de ellos me guiña el ojo

(se enciende, se enciende y se apaga, se apaga, se apaga y se enciende),

el ruido se traga la señal en una felación a tientas.

(Cruzo dos dedos,

una precaución binaria contra el maleficio,

eficaz como superconductor o mera superstición.)

Dos poltergeists comparten una comida para llevar. El Soho Antiguo siempre me pone nervioso.

La calle Brewer. Un siseo desde un callejón: Mefistófeles se abre el abrigo marrón,

me muestra el forro (viejas invocaciones de bases de datos,

fantasmas profanos de los Reyes Magos, con gráficos), maldice y empieza:

¿Arruinar a un enemigo?

¿Marchitar una cosecha?

¿Volver estéril a una consorte?

¿Degradar a un inocente?

¿Estropear una fiesta…?

¿Para usted, señor? ¿No, señor? Recapacite, se lo ruego.

Sólo un poco de su sangre para emborronar este listado

y podrá ser el dueño orgulloso de un nuevo sintetizador de voz,

escuche…

Coloca un portátil Zenith en una mesa que fabrica con una maleta discreta,

atrayendo con ello a un número reducido de espectadores, enchufa la caja de voces, teclea

C> cambiar: IR A

y recita en voz precisa y excelente:

Orientis princeps Beëlzebub, inferni irredentista menarche et demigorgon, propitiamus votos…

Sigo adelante rápidamente, bajo la calle deprisa

mientras fantasmas de papel, listados viejos, me pisan los talones,

y oigo su palabrería de hombre de mercado:

Ni veinte

ni dieciocho

ni quince

me costó doce señora y que Satanás me asista pero, ¿para usted?

Porque me gusta su cara bonita

porque quiero levantarle la moral.

Cinco.

Así es

Cinco.

Vendido
a la señora de los ojos hermosos…

V.

El arzobispo se encorva con ojos glaucos y ciegos en la oscuridad en el límite de la catedral de St. Paul,

pequeño, como un pajarito, luminoso, tarareando
I/O, I/O, I/O
.

Son casi las seis y el tráfico de la hora punta de sueños robados

y memoria ampliada se hace con la calzada que hay a nuestros pies.

Le paso mi jarra al hombre.

La coge, con cuidado, y regresa arrastrando los pies a las sombras de la catedral que le están esperando.

Cuando vuelve la jarra está llena otra vez.

Le tomo el pelo, «¿Me garantiza que es bendita?»

Traza una palabra en el polvo helado: LQVELQO

y no me devuelve la sonrisa.

(Lo que velo. Lo ve loco.)

Tose flema gris y lechosa,

escupe en los escalones.

Lo que veo en la jarra: parece lo bastante bendita, pero nunca se sabe seguro,

a menos que seas una sirena o una aparición,

cuajándose en el micrófono de un teléfono, montada en el pitido,

una invocación, un Número muy Equivocado; entonces puedes distinguirla

de la bendita.

Ya he vertido teléfonos en cubos de ese líquido,

he observado cosas que empiezan a formarse

luego burbujean y silban cuando el agua las alcanza:

purificadas y rociadas, la Autorización Final.

Una tarde

había toda una cola, atrapadas en la cinta de mi contestador automático:

las copié en un disquette y lo archivé.

¿Lo quieres?

Oye, todo está en venta.

El sacerdote tendría que afeitarse y le ha entrado el tembleque.

Sus vestiduras manchadas de vino hacen poco para que no se enfríe.

Le doy dinero.

(No mucho. Después de todo,

es sólo agua, algunas criaturas son tan estúpidas

que te harían una porquería de fundido de Savini

si las rociaras con Perrier

por el amor de Dios, y no dejarían de gemir,

Todo mi mal, mi hermoso mal
.)

El viejo sacerdote se guarda la moneda en el bolsillo, me da

una bolsa de migas como gratificación,

se sienta en los escalones, abrazándose.

Siento la necesidad de decir algo antes de marcharme.

Mira, le digo, no es culpa tuya.

No es más que un sistema multiusuario.

No tenías cómo saberlo.

Si las oraciones pudieran transmitirse por la red,

si el saintware estuviera listo y en marcha,

si pudieras hacer que tu lado fuera tan de fiar como ellos han hecho que lo sea el suyo…

«Lo Que Ves», masculla desconsolado,

«Lo Que Ves Es Lo Que Hay». Desmenuza una hostia

se la tira a las palomas,

no hace intento alguno de atrapar siquiera al pájaro más lento.

Las guerras frías dan malos perdedores.

Me voy a casa.

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