Ben sacó su libro
Un viaje a pie por la costa británica
y trató de encontrar Innsmouth para demostrarles que no lo había soñado, pero fue incapaz de localizar la página donde estaba, si es que había estado ahí alguna vez. No obstante, alguien había arrancado, con brusquedad, casi toda una página, a mitad del libro más o menos.
Entonces Ben pidió un taxi por teléfono, que le llevó a la estación de ferrocarril de Bootle, donde cogió un tren, que le llevó a Manchester, donde se subió a un avión, que lo llevó a Chicago, donde cambió de avión y voló a Dallas, donde cogió otro avión que iba al norte y allí alquiló un coche y se fue a casa.
Descubrió que saber que estaba a más de 600 millas del océano era muy reconfortante; aunque, más adelante, se mudó a Nebraska para aumentar la distancia con el mar: había cosas que vio, o creyó haber visto, bajo el viejo muelle aquella noche que nunca conseguiría quitarse de la cabeza. Había cosas que acechaban bajo gabardinas grises que no eran para el conocimiento del hombre.
Escamosas
. No le hacía falta buscar en el diccionario. Lo sabía. Eran
escamosas
.
Un par de semanas después de su regreso a casa, Ben envió un ejemplar anotado de
Un viaje a pie por la costa británica
a la editorial, para entregar a la autora, con una carta extensa que contenía unas cuantas sugerencias útiles para ediciones futuras. También le pedía a la autora si le podía enviar una fotocopia de la página que habían arrancado de su guía, para quedarse tranquilo; pero en el fondo se sintió aliviado, a medida que los días se convertían en meses y los meses se convertían en años y luego en décadas, de que ella nunca le contestara.
BHabía un juego de ordenador, me lo dieron,
uno de mis amigos me lo dio, él jugaba,
dijo, es genial, deberías jugar,
y lo hice, y lo era.
Lo copié del disquete que me dio
para cualquiera, quería que todo el mundo lo jugara.
Todo el mundo debería pasárselo así de bien.
Lo envié por la red a tablones de anuncios
pero principalmente se lo envié a todos mis amigos.
(Contacto personal. Así es como me lo habían dado a mí.)
Mis amigos eran como yo: a algunos les daban miedo los virus,
alguien te daba un juego en un disquete y a la semana siguiente o en viernes 13
te reformateaba el disco duro o te corrompía la memoria.
Pero éste nunca lo hizo. Éste era segurísimo. Empezaron a jugar:
cuanto mejor juegas más difícil se vuelve el juego;
quizá no ganes nunca pero puedes llegar a ser bastante bueno.
Yo soy bastante bueno.
Por supuesto que tengo que pasar mucho tiempo jugando.
También lo pasan mis amigos. Y sus amigos.
Y las personas que te encuentras, las ves,
que andan por las autopistas viejas
o hacen cola, lejos de sus ordenadores,
lejos de las salas de juegos que surgieron de la noche a la mañana,
pero que lo están jugando en su cabeza mientras tanto,
combinando formas,
cavilando sobre curvas, poniendo colores junto a colores,
girando señales hacia secciones nuevas de la pantalla,
escuchando la música.
Claro que sí, la gente piensa en él, pero sobre todo lo juega.
Mi récord son dieciocho horas seguidas.
40.012 puntos, 3 fanfarrias.
Juegas a pesar de las lágrimas, el dolor de muñeca, el hambre, después de un rato
todo desaparece.
Todo menos el juego, debería decir.
Ya no me queda sitio en la mente; sitio para otras cosas.
Copiamos el juego, se lo dimos a nuestros amigos.
Transciende el lenguaje, ocupa nuestro tiempo,
a veces creo que últimamente me olvido de cosas.
Me pregunto qué le pasó a la TV. Antes había TV.
Me pregunto qué pasará cuando me quede sin comida enlatada.
Me pregunto adónde ha ido toda la gente. Y entonces me doy cuenta de que
si soy lo bastante rápido, puedo poner un cuadrado negro junto a una línea roja,
duplicarlo y hacerlos girar para que ambos desaparezcan,
duplicarlo y hacerlos girar para que ambos desaparezcan,
despejando el bloque izquierdo
para que suba una burbuja blanca…
(Así que ambos desaparecen.)
Y cuando la electricidad se apague para siempre entonces
lo jugaré en la cabeza hasta que me muera.
T
enía diecinueve años en 1965, llevaba pantalones pitillo y el pelo me crecía lentamente hacia el cuello de la camisa. Cada vez que ponías la radio los Beatles estaban cantando
Help!
y yo quería ser John Lennon con todas las chicas persiguiéndome a gritos, siempre con una ocurrencia cínica a punto. Aquel fue el año que compré mi primer ejemplar de
Penthouse
en el pequeño estanco de la calle King. Pagué unos pocos chelines furtivos y me fui a casa con la revista metida bajo el jersey, mirando abajo de vez en cuando para ver si se había quemado el tejido.
Hace mucho tiempo que tiré el ejemplar, pero siempre lo recordaré: salían cartas sobrias sobre la censura; un cuento de H. E. Bates y una entrevista con un novelista americano del que nunca había oído hablar; una página de moda de trajes de
mohair
y corbatas estampadas de cachemir, que se podían comprar en la calle Carnaby. Y salía lo mejor de todo, que eran las chicas, por supuesto; y salía la mejor de todas las chicas, que era Charlotte.
Charlotte también tenía diecinueve años.
Todas las chicas de aquella revista desaparecida hace tanto tiempo parecían idénticas con su carne de plástico perfecta; ni un cabello fuera de sitio (casi se olía la laca); con sonrisas sanas para la cámara y ojos que te miraban entrecerrados a través de pestañas muy pobladas: pintalabios blanco, dientes blancos, pechos blancos, blanqueados por el bikini. Nunca me paré a pensar en las posiciones extrañas en que se habían colocado tímidamente para evitar mostrar el menor rizo o sombra de vello púbico, de todos modos tampoco habría sabido qué estaba mirando. Sólo tenía ojos para sus traseros y pechos pálidos, sus miradas de insinuación castas pero incitantes.
Entonces giré la página y vi a Charlotte. Era distinta a las demás. Charlotte
era
sexo; llevaba puesta la sexualidad como un velo transparente, como un perfume embriagador.
Había palabras junto a las fotos y las leí aturdido. «La fascinante Charlotte tiene diecinueve años… una individualista renaciente y una poetisa
beatnik
, colaboradora de la revista
FAB
…» Se me quedaban las frases grabadas mientras me volcaba sobre las fotos sin contraste: ella posaba y hacía mohines en un piso de Chelsea —el del fotógrafo, imaginé—, y supe que la necesitaba.
Tenía mi edad. Era el destino.
Charlotte.
Charlotte tenía diecinueve años.
Después de aquello, compré
Penthouse
con regularidad, esperando que ella volviera a aparecer. Pero no lo hizo. No entonces.
Seis meses después, mi madre encontró una caja de zapatos debajo de mi cama y miró dentro. Primero montó una escena, luego tiró todas las revistas, por último me echó de casa. Al día siguiente encontré un trabajo y una habitación en Earl’s Court, sin, bien mirado, demasiados problemas.
Mi empleo, el primero que tenía, era con un electricista junto a la calle Edgware. Lo único que sabía hacer era cambiar un enchufe, pero en aquellos tiempos la gente podía permitirse el lujo de llamar a un electricista para hacer sólo eso. Mi jefe me dijo que aprendería trabajando.
Duré tres semanas. Mi primer trabajo fue de lo más emocionante: cambiar el enchufe de una lámpara junto a la cama de una estrella de cine inglesa, que había obtenido la fama con su interpretación de un casanova londinense vulgar y lacónico. Cuando llegué allí estaba en la cama con dos bombones como Dios manda. Cambié el enchufe y me marché, todo fue muy correcto. Ni siquiera conseguí verles un pezón y mucho menos que me invitaran a unirme a ellos.
Tres semanas después me despidieron y perdí la virginidad en el mismo día. Era una casa elegante en Hampstead, vacía de no ser por la criada, una mujercita morena unos años mayor que yo. Me puse de rodillas para cambiar el enchufe y ella se subió a una silla a mi lado para quitar el polvo de la parte de arriba de una puerta. Miré arriba: debajo de la falda llevaba medias y ligas y, que Dios me ayude, nada más. Descubrí lo que sucedía en las partes que las películas no te enseñaban.
Así que perdí la virginidad debajo de una mesa de comedor en Hampstead. Hoy en día ya no se ven criadas. Se han ido al mismo sitio que el coche huevo y el dinosaurio.
Fue después cuando perdí el empleo. Ni siquiera mi jefe, a pesar de que estaba convencido de mi ineptitud absoluta, creyó que podía haber tardado tres horas en cambiar un enchufe, y yo no iba a decirle que había pasado dos de las horas que había estado fuera escondido debajo de la mesa del comedor porque los dueños de la casa habían llegado a casa sin previo aviso, ¿verdad?
Después de aquello, conseguí una serie de empleos fugaces: primero de tipógrafo, luego de cajista, antes de acabar en una pequeña agencia de publicidad que había encima de una sandwichería en la calle Old Compton.
Seguí comprando
Penthouse
. Todos parecían extras de «Los vengadores», pero también lo parecían en la vida real. Había artículos sobre Woody Allen y la isla de Safo, Batman y Vietnam, chicas que hacían striptease y blandían látigos, moda y ficción y sexo.
A los trajes les pusieron cuello de terciopelo y las chicas se despeinaron. Los fetiches estaban de moda. Londres estaba dando un viraje, las portadas de las revistas eran psicodélicas y si no había ácido en el agua potable, actuábamos como si debiera haberlo habido.
Volví a ver a Charlotte en 1969, mucho después de que hubiese renunciado a ella. Pensé que había olvidado su aspecto. Entonces un día, el director de la agencia dejó caer en mi mesa un
Penthouse
en el que habíamos puesto un anuncio de cigarrillos del que estaba especialmente satisfecho. Yo tenía veintitrés años, era una nueva promesa y llevaba la sección artística como si supiera lo que hacía, y a veces lo sabía.
No recuerdo mucho sobre el número en sí; todo lo que recuerdo es Charlotte. El cabello salvaje y pardo rojizo, los ojos provocativos, sonreía como si conociera todos los secretos de la vida y los guardara muy cerca de su pecho desnudo. Su nombre ya no era Charlotte, era Melanie o algo parecido. El texto decía que tenía diecinueve años.
Yo vivía con una bailarina llamada Rachel en aquella época, en un piso de Camden Town. Rachel era la mujer más guapa, más deliciosa que había conocido jamás. Me fui a casa pronto con aquellas fotos de Charlotte en la cartera y me encerré en el cuarto de baño y me hice pajas hasta marearme.
Nos separamos poco después de aquello, Rachel y yo.
La agencia de publicidad vivía un boom —todo vivía un boom en los años sesenta— y en 1971 me asignaron la tarea de encontrar «El Rostro» para una marca de prendas de vestir. Querían una chica que fuera la personificación de todo lo sexual; que llevara la ropa de su marca como si estuviera a punto de arrancársela, si algún hombre no llegaba antes. Yo conocía a la chica perfecta: Charlotte.
Llamé a
Penthouse
, que no supieron de qué les hablaba, pero que, de mala gana, me pusieron en contacto con los dos fotógrafos que la habían fotografiado anteriormente. El hombre de
Penthouse
no sonaba muy convencido cuando le dije que se había tratado de la misma chica las dos veces.
Localicé a los fotógrafos cuando intentaba encontrar su agencia.
Dijeron que ella no existía.
Al menos no de una forma en que se pudiera definir. Por supuesto, ambos sabían a qué chica me refería. No obstante, como me dijo uno de ellos, «Raro, ¿no?», era ella la que había ido a verles. Le habían pagado una suma por hacer de modelo y habían vendido las fotos. No, no tenían ninguna dirección suya.
Yo tenía veintiséis años y era un idiota. De inmediato vi lo que estaba ocurriendo: estaban jugando conmigo. Alguna otra agencia de publicidad la había contratado antes, estaba planeando una gran campaña en torno a ella y había pagado a los fotógrafos para que no hablasen. Les maldije y les grité por teléfono. Les hice ofertas financieras escandalosas.
Me dijeron que me fuera a la mierda.
Entonces, al mes siguiente, ella salió en
Penthouse
. Ya no era una revista provocativa y psicodélica, tenía más clase: a las chicas les había crecido el vello púbico, tenían un brillo de devoradoras de hombres en los ojos. Hombres y mujeres retozaban enfocados suavemente en campos de maíz, rosa contra oro.
Su nombre, decía el texto, era Belinda. Era anticuaria. Era Charlotte, seguro, aunque tenía el pelo oscuro y lo llevaba recogido en alto con tirabuzones abundantes. El texto también decía su edad: diecinueve años.
Llamé a mi contacto de
Penthouse
y conseguí el nombre del fotógrafo, John Felbridge. Le telefoneé. Igual que los otros, afirmaba no saber nada sobre ella, pero para entonces yo ya había aprendido la lección. En vez de gritarle por teléfono, le di el trabajo, de una importancia bastante considerable, de fotografiar a un niño comiéndose un helado. Felbridge tenía el pelo largo, tenía cerca de cuarenta años y llevaba un abrigo de piel raída y playeras sin cordones y abiertas, pero era un buen fotógrafo. Después de la sesión, le invité a tomar una copa y hablamos del tiempo asqueroso y de fotografía y de la moneda decimal y de su trabajo anterior y de Charlotte.
—¿Así que decías que habías visto las fotos de
Penthouse
? —dijo Felbridge.
Asentí con la cabeza. Ambos estábamos un poco borrachos.
—Te hablaré de esa chica. ¿Sabes?, ella es el motivo por el cual quiero dejar el trabajo sexy y hacer algo legal. Dijo que se llamaba Belinda.
—¿Cómo la conociste?
—A eso voy, ¿no? Pensé que venía de una agencia, ¿no? Llama a la puerta y pienso ¡por Dios! y la invito a pasar. Dijo que no venía de una agencia, que estaba vendiendo… —frunció el ceño, confuso—, ¿A que es extraño? He olvidado lo que vendía. Quizá no vendía nada. No lo sé. Pronto no me acordaré ni de mi nombre.