Era el Diablo.
Nunca había visto al Diablo y, aunque había escrito sobre él en el pasado, si me hubiesen presionado habría confesado que sólo creía en él como figura imaginaria, trágica y miltoniana. La figura que se acercaba por el camino no era el Lucifer de Milton. Era el Diablo.
El corazón me empezó a palpitar en el pecho, con tanta fuerza que dolía. Esperé que no pudiese verme, que, en una casa oscura, tras el cristal de la ventana, estuviese escondido.
La figura parpadeaba y cambiaba a medida que se acercaba por el camino. Si un instante era negra, con la forma de un toro o un minotauro, al instante siguiente era esbelta y femenina y, al siguiente, era un gato salvaje enorme, verde gris, cubierto de cicatrices y con la cara crispada por el odio.
Unos escalones llevan al porche, cuatro escalones de madera blancos a los que les hace falta una capa de pintura (yo sabía que eran blancos, aunque eran, como todo lo demás, verdes a través de los gemelos). Al pie de los escalones, el diablo se detuvo y pronunció algo en un idioma formado por aullidos y gemidos que ya debía de haber sido antiguo y olvidado cuando Babilonia era joven; y, aunque no entendí las palabras, sentí que se me ponían los pelos de punta cuando las pronunciaba.
Entonces oí, amortiguado por el cristal pero aun así audible, un gruñido bajo, un desafío, y, lenta y vacilante, una figura negra bajó los escalones de la casa, alejándose de mí, en dirección al Diablo. Por aquel entonces, el Gato Negro ya no se movía como una pantera, sino que tropezaba y se balanceaba, como un marinero recién llegado a tierra.
El Diablo era una mujer, en aquel momento. Le dijo algo tranquilizador y suave al gato, en un idioma que sonaba a francés, y le extendió la mano. Él le hundió los dientes en el brazo y ella hizo una mueca y le escupió.
La mujer levantó la vista y me miró y, si antes había dudado de que fuera el Diablo, en aquel momento estuve seguro; los ojos de la mujer me iluminaron con fuego rojo, pero no se puede ver el rojo a través de unos gemelos de visión nocturna, sólo tonos verdes. Y el Diablo me vio a través de la ventana. Me vio. No tengo ninguna duda al respecto.
El Diablo se retorcía y se contraía y, en ese momento, era una especie de chacal, un animal de cara achatada, cabeza enorme y cuello de toro, entre una hiena y un dingo. Había gusanos retorciéndose en su pelaje sarnoso, y empezó a subir los escalones.
El Gato Negro le saltó encima y, en cuestión de segundos, se convirtieron en una masa que rodaba y se enroscaba y se movía más rápido de lo que yo podía seguir con la mirada.
Todo en silencio.
Entonces oí un estruendo lejano: por la carretera donde acababa el camino que llevaba a nuestra casa, un camión que hacía su trayecto de noche avanzaba pesadamente, con los faros encendidos, brillantes como soles verdes a través de los gemelos. Los aparté y vi sólo oscuridad y el amarillo suave de los faros y, luego, el rojo de las luces de atrás a medida que el camión volvía a desaparecer en la nada absoluta.
Cuando alcé los gemelos otra vez, no había nada que ver. Sólo el Gato Negro en los escalones, con la mirada perdida en el aire. Enfoqué los gemelos hacia arriba y vi algo que se alejaba volando —un buitre, quizá, o un águila—, voló más allá de los árboles y desapareció.
Salí al porche y cogí al Gato Negro, le acaricié y le dije cosas amables y tranquilizadoras. Maulló lastimeramente cuando me acerqué a él, pero, después de un rato, se quedó dormido en mi regazo y le puse en su cesta y subí a mi cama, a dormir yo también. A la mañana siguiente, tenía sangre seca en la camiseta y los tejanos.
Eso fue hace una semana.
La cosa que viene a mi casa no viene todas las noches, pero casi: lo sabemos por las heridas del gato y por el dolor que veo en esos ojos leoninos. Ha perdido el uso de la pata izquierda delantera y el ojo derecho se le ha cerrado para siempre.
Me pregunto qué hicimos para merecernos al Gato Negro. Me pregunto quién le envió. Y, egoísta y asustado, me pregunto si aún le queda mucho que dar.
Q
uitaron casi todas las vías férreas a principios de los sesenta, cuando yo tenía tres o cuatro años. Recortaron drásticamente el servicio de trenes. Eso significaba que no había adonde ir si no era a Londres, y la pequeña ciudad donde yo vivía se convirtió en el final de la línea.
El primer recuerdo fiable que tengo: a los dieciocho meses, mi madre está en el hospital dando a luz a mi hermana y mi abuela pasea conmigo hasta un puente y me alza para que vea el tren que pasa por debajo, jadeando y echando vapor como un dragón de hierro negro.
Durante los años siguientes, se perdió el último de los trenes a vapor y, con él, desapareció la red de vías férreas que unían pueblo con pueblo, ciudad con ciudad.
Yo no sabía que los trenes estaban desapareciendo. Para cuando tenía siete años, habían pasado a la historia.
Vivíamos en una casa vieja en las afueras de la ciudad. Los campos de enfrente estaban vacíos y en barbecho. Solía saltar la valla y echarme a leer a la sombra de un juncal pequeño; o si me sentía más intrépido exploraba el parque de la casa solariega vacía que había al otro lado de los campos. Tenía un estanque ornamental atascado por las algas, sobre el que había un puente bajo de madera. Nunca vi a un encargado o a un guarda en mis incursiones en los jardines y bosques y nunca intenté entrar en la casa solariega. Eso habría sido exponerse al desastre y, además, para mí era cuestión de fe que todas las casas viejas y vacías estaban embrujadas.
No es que fuera crédulo, simplemente creía en todo lo que era oscuro y peligroso. Parte de mi credo juvenil era que la noche estaba llena de fantasmas y brujas, hambrientos y agitando los brazos y vestidos completamente de negro.
Lo opuesto también era válido y eso me tranquilizaba: la luz del día era segura. La luz del día siempre era segura.
Un ritual: el último día del tercer trimestre escolar, de camino a casa, me quitaba los zapatos y los calcetines y, sujetándolos con las manos, recorría el camino pedregoso de sílex con pies rosados y tiernos. Durante las vacaciones de verano sólo me ponía los zapatos bajo coacción. Gozaba no teniendo que llevar calzado hasta que el colegio empezase otra vez en septiembre.
A los siete años descubrí el sendero que atravesaba el bosque. Era un verano caluroso y radiante y aquel día me alejé mucho de casa.
Estaba explorando. Pasé junto a la casa solariega, con sus ventanas cerradas con tablas y tapiadas, crucé el parque y atravesé unos bosques desconocidos. Bajé gateando por un talud empinado y me encontré en un sendero sombreado que para mí era nuevo y que estaba cubierto de árboles; la luz que atravesaba las hojas estaba teñida de verde y oro, y pensé que me hallaba en el país de las hadas.
Un riachuelo corría junto al sendero, repleto de renacuajos diminutos y transparentes. Cogí algunos y observé cómo se removían y daban vueltas. Luego los devolví al agua.
Paseé por el sendero. Era totalmente recto y estaba cubierto de hierba corta. De vez en cuando encontraba unas rocas fantásticas: cosas fundidas y llenas de burbujas, marrones y violetas y negras. Si las ponías a contraluz veías todos los colores del arco iris. Estaba convencido de que tenían que ser sumamente valiosas y me llené los bolsillos.
Caminé y caminé por el silencioso pasillo dorado y verde y no vi a nadie.
No tenía ni hambre ni sed. Sólo me preguntaba adónde iría el sendero. Iba en línea recta y era totalmente llano. El sendero nunca cambiaba, pero el campo que lo rodeaba sí. Al principio estuve caminando por el fondo de un barranco, con pendientes cubiertas de hierba que ascendían abruptamente a ambos lados. Más tarde, el sendero estaba encima de todo y, mientras andaba, veía las copas de los árboles que había abajo y los tejados de las casas lejanas y aisladas. El sendero era siempre llano y recto, y caminé por él atravesando valles y mesetas y más valles y más mesetas. Al final, en uno de esos valles, llegué al puente.
Estaba hecho de ladrillos rojos y limpios, un arco enorme sobre el sendero. A un lado del puente había unos escalones de piedra excavados en el terraplén y, en lo alto de la escalera, una verja pequeña de madera.
Me sorprendí al ver una prueba de la existencia de la humanidad en mi sendero, pues ya estaba convencido de que se trataba de una formación natural, igual que un volcán. Entonces, con un sentido más de curiosidad que de otra cosa (al fin y al cabo, había recorrido cientos de millas, o eso creía, y podía estar
en cualquier sitio
), subí los escalones de piedra, abrí la verja y pasé.
No estaba en ningún sitio.
La parte de arriba del puente estaba pavimentada con barro. A cada extremo del puente había un prado. El prado de mi extremo era un campo de trigo; en el otro campo sólo había hierba. En el barro seco se veían las huellas endurecidas de las ruedas enormes de un tractor. Crucé el puente para asegurarme: no se oyó ningún trip-trap, mis pies descalzos no producían ningún sonido.
No había nada en varias millas a la redonda; sólo campos y trigo y árboles.
Cogí una espiga de trigo y saqué los granos dulces, los pelé entre los dedos y los mastiqué meditabundo.
Entonces me di cuenta de que empezaba a tener hambre y bajé las escaleras hasta la vía férrea abandonada. Era hora de irse a casa. No me había perdido; lo único que tenía que hacer era volver a seguir el sendero hasta casa.
Había un troll esperándome, debajo del puente.
—Soy un troll —dijo. Entonces hizo una pausa y añadió, como si se le hubiese ocurrido después—, Sig el seng derg.
Era inmenso: su cabeza rozaba el arco de ladrillos. Era más o menos transparente: yo veía los ladrillos y los árboles que había detrás de él, borrosos pero no perdidos. Era todas mis pesadillas en carne y hueso. Tenía dientes enormes y afilados, zarpas desgarradoras y manos fuertes y peludas. Tenía el pelo largo, como una de las muñecas de plástico de mi hermana, y los ojos saltones. Estaba desnudo y el pene le colgaba de la mata de pelo de muñeco que tenía entre las piernas.
—Te he oído, Jack —susurró en una voz como el viento—. He oído el trip-trap de tus pasos por mi puente. Y ahora me voy a comer tu vida.
Yo sólo tenía siete años, pero era de día y no recuerdo que estuviese asustado. A los niños les va bien encontrarse con los elementos de un cuento de hadas, están muy preparados para enfrentarse a ellos.
—No me comas —le dije al troll. Yo llevaba una camiseta a rayas marrones y pantalones de pana marrón. Tenía el pelo castaño y me faltaba un diente de delante. Estaba aprendiendo a silbar entre los dientes, pero aún me faltaba un poco.
—Me voy a comer tu vida, Jack —dijo el troll.
Le miré fijamente.
—Mi hermana mayor vendrá por el sendero muy pronto —mentí— y está mucho más sabrosa que yo. Cómetela a ella.
El troll olisqueó el aire y sonrió.
—Estás completamente solo —dijo—. No hay nada más en el sendero. Absolutamente nada.
Entonces se inclinó y me pasó los dedos por encima: fue como si unas mariposas me rozasen la cara, como si me palpara un ciego. Luego se olfateó los dedos y negó con la cabeza.
—No tienes una hermana mayor. Sólo una hermana menor y hoy está en casa de su amiga.
—¿Has adivinado todo eso por el olor? —pregunté, atónito.
—Los trolls pueden oler los arcos iris y también pueden oler las estrellas —susurró tristemente—. Los trolls pueden oler los sueños que soñaste antes de que hubieras nacido. Acércate y me comeré tu vida.
—Llevo piedras preciosas en el bolsillo —le dije al troll—. Quédate con ellas y no conmigo. Mira. —Le enseñé las rocas preciosas de lava que había encontrado antes.
—Escoria de hulla —dijo el troll—. Los residuos de los trenes a vapor. Para mí no tienen ningún valor.
Abrió bien la boca. Dientes afilados. Aliento que olía a hongos y a la parte de abajo de las cosas.
—Comer. Ahora.
Se fue volviendo más y más sólido, más y más real; y el mundo exterior se volvió más llano y empezó a desvanecerse.
—Espera —clavé los pies en la tierra húmeda bajo el puente, moví los dedos de los pies, me agarré fuerte al mundo real. Le miré fijamente a los ojos grandes—. Tú no quieres comerte mi vida. Aún no. Y yo tengo sólo siete años. Aún no he
vivido
nada. Hay libros que no he leído todavía. Nunca me he subido a un avión. Aún no sé silbar, no mucho. ¿Por qué no dejas que me vaya? Cuando sea mayor y más grande y sea una comida mejor que ahora, volveré contigo.
El troll me miró con ojos como faros.
Después asintió con la cabeza.
—Cuando vuelvas, entonces —dijo. Y sonrió.
Me di la vuelta y caminé por el sendero recto y silencioso donde antes habían estado las vías férreas.
Después de un rato empecé a correr.
Recorrí el camino con pasos pesados, a la luz verde, bufando y resoplando, hasta que sentí un dolor punzante bajo el tórax, el dolor del flato; y, apretándome el costado, llegué a casa a trompicones.
Los campos empezaron a desaparecer a medida que me hacía mayor. Una a una, hilera a hilera, surgieron casas con calles a las que les habían puesto el nombre de plantas silvestres y escritores respetables. Vendieron nuestra casa, un edificio victoriano viejo y ruinoso, y la tiraron abajo; casas nuevas cubrieron el jardín.
Construyeron casas por todas partes.
Una vez me perdí en una urbanización que cubría dos prados de los que antes había conocido cada centímetro. Sin embargo, no me importaba demasiado que los campos estuvieran desapareciendo. Una multinacional compró la antigua casa solariega y el parque se convirtió en más casas.
Pasaron ocho años antes de que regresara a la vieja línea férrea y, cuando lo hice, no estaba solo.
Tenía quince años; había cambiado de colegio dos veces durante ese tiempo. Ella se llamaba Louise y era mi primer amor.
Amaba sus ojos grises y su fino cabello castaño claro y su forma desgarbada de andar (como un cervato que está aprendiendo a andar, lo que suena muy tonto así que pido disculpas): la vi masticando chicle, cuando yo tenía trece años, y me perdí por ella como un ciego en un laberinto.
El problema principal de estar enamorado de Louise era que éramos respectivamente el mejor amigo del otro, y que ambos salíamos con otra gente.