—¿Con éxito?
Se rió.
—Eso es lo que me gusta. Un hombre con sentido del humor. Estoy seguro de que podemos trabajar juntos.
—Ya se lo he dicho. No necesito revestimientos exteriores de aluminio.
—Nuestro negocio es más sorprendente que eso y de mucha más importancia. Lleva poco en el pueblo, Sr. Talbot. Sería una pena que nos encontrásemos en, digamos, ¿desacuerdo?
—Di lo que quieras, amigo. En mi libro no eres más que otro ajuste en la lista de espera.
—Estamos acabando con el mundo, Sr. Talbot. Los Profundos se alzarán de sus tumbas oceánicas y se comerán la luna como si fuera una ciruela madura.
—Entonces ya no tendré que volver a preocuparme de las lunas llenas, ¿verdad?
—No intente contrariarnos… —empezó, pero le gruñí y se calló.
Fuera de la ventana seguía nevando.
Al otro lado de la calle Marsh, en la ventana que estaba justo enfrente de la mía, la mujer más hermosa que había visto jamás estaba parada bajo el resplandor rubí de su rótulo de neón y me miraba.
Hizo una seña con un dedo.
Le colgué el teléfono al hombre del revestimiento exterior de aluminio por segunda vez aquella tarde y bajé las escaleras y crucé la calle casi a la carrera; pero miré a ambos lados antes de cruzar.
Iba vestida de seda. La habitación estaba iluminada sólo con velas y apestaba a incienso y aceite de pachulí.
Me sonrió cuando entré, me hizo señas para que me acercara a su asiento junto a la ventana. Estaba jugando a un juego de cartas con la baraja del tarot, un solitario. Cuando llegué junto a ella, una mano elegante recogió las cartas, las envolvió en un pañuelo de seda, las colocó con cuidado en una caja de madera.
Las fragancias de la habitación hacían que la cabeza me estuviera a punto de estallar. Me di cuenta de que no había comido nada en todo el día; quizás era eso lo que me estaba mareando. Me senté al otro lado de la mesa, frente a ella, a la luz de las velas.
Ella extendió la mano y me cogió la mía.
Me miró la palma, la tocó, suavemente, con el dedo índice.
—¿Pelo? —estaba desconcertada.
—Sí, bueno. Estoy solo muy a menudo —sonreí burlonamente. Había esperado que fuera una sonrisa amable, pero ella arqueó las cejas de todos modos.
—Cuando te miro —dijo Madame Ezekiel—, esto es lo que veo. Veo el ojo de un hombre. También veo el ojo de un lobo. En el ojo del hombre veo honestidad, decencia, inocencia. Veo un hombre recto que anda por la plaza. Y en el ojo del lobo veo gemidos y gruñidos, aullidos nocturnos y gritos, veo un monstruo que corre con babas salpicadas de sangre en la oscuridad de los límites del pueblo.
—¿Cómo puedes ver un gruñido o un grito?
Sonrió.
—No es difícil —dijo. Su acento no era americano. Era ruso o maltés o egipcio quizá—. En el ojo de la mente vemos muchas cosas.
Madame Ezekiel cerró sus ojos verdes. Tenía las pestañas increíblemente largas; tenía la piel pálida y su cabello negro nunca estaba quieto: se movía suavemente alrededor de su cabeza, entre la seda, como si estuviera flotando en mareas lejanas.
—Hay un modo tradicional —me dijo—. Un modo de quitarse una forma mala. Te quedas parado con los pies en agua corriente, agua clara de un manantial, mientras comes pétalos de rosa blanca.
—¿Y luego?
—El agua te quitará la forma de la oscuridad.
—Volverá —le dije—, con la próxima luna llena.
—Entonces —dijo Madame Ezekiel—, una vez que el agua se ha llevado la forma, te abres las venas en el agua corriente. Te escocerá terriblemente, por supuesto. Pero el río se llevará la sangre.
Iba vestida de seda, con pañuelos y telas de cien colores diferentes, todos brillantes e intensos, incluso a la luz débil de las velas.
Abrió los ojos.
—Ahora —dijo—, el tarot —. Sacó la baraja del pañuelo de seda negra en que estaba envuelta, me pasó las cartas para que las barajara. Las abrí en abanico, las barajé e hice un puente con ellas.
—Más despacio, más despacio —dijo—. Deja que te vayan conociendo. Deja que te amen, como… como te amaría una mujer.
Las sujeté con fuerza, luego se las pasé otra vez a ella.
Descubrió la primera carta. Se llamaba
El Guerrero Lobo
. Mostraba oscuridad y ojos ambarinos, una sonrisa en blanco y rojo.
Los ojos verdes de Madame Ezekiel dejaron ver su confusión. Eran del verde de las esmeraldas.
—Ésta no es una carta de mi baraja —dijo, y giró la carta siguiente—. ¿Qué le has hecho a mis cartas?
—Nada, señora. Sólo las he sostenido. Nada más.
La carta que había descubierto era
El Profundo
. Mostraba algo verde y parecido a un pulpo. Las bocas de la cosa —¡avísame!— empezaron a retorcerse en la carta mientras la miraba.
La cubrió con otra carta y luego con otra y con otra. Las demás cartas eran cartones en blanco.
—¿Lo has hecho tú? —sonaba como si estuviese al borde de las lágrimas.
—No.
—Ahora vete —dijo.
—Pero…
—
Vete
—bajó la mirada, como si intentara convencerse de que yo ya no existía.
Me levanté, en la habitación que olía a incienso y a cera de velas, y miré por la ventana, al otro lado de la calle. Una luz brilló un instante en la ventana de mi oficina. Dos hombres con linternas se estaban paseando por ella. Abrieron el archivador vacío, inspeccionaron a su alrededor, entonces tomaron sus posiciones, uno en el sillón, el otro detrás de la puerta, y esperaron a que yo regresase. Sonreí para mí mismo. Mi oficina era fría e inhóspita y, con un poco de suerte, esperarían allí durante horas hasta que por fin decidiesen que yo no iba a volver.
Así que dejé a Madame Ezekiel girando sus cartas, una a una, mirándolas como si eso pudiera devolverles los dibujos; y bajé las escaleras y volví a recorrer la calle Marsh hasta llegar al bar.
El local estaba vacío; el camarero estaba fumándose un cigarrillo, que apagó cuando entré.
—¿Dónde están los fanáticos del ajedrez?
—Esta noche es una gran noche para ellos. Habrán bajado a la bahía. Veamos. Un Jack Daniel’s, ¿no?
—Me parece bien.
Me lo sirvió. Reconocí la huella dactilar de la última vez que tuve el vaso. Cogí el volumen de los poemas de Tennyson de la barra.
—¿Es bueno?
El camarero de pelo de zorro cogió el libro de mis manos, lo abrió y leyó:
«Bajo los truenos de la profundidad superior;
muy, muy abajo en el mar abismal,
el Kraken duerme su sueño antiguo,
sin sueños ni intrusos…»
Me acabé la copa.
—¿Y qué? ¿Qué intenta decir?
Dio la vuelta a la barra, me llevó a la ventana.
—¿Ve? ¿Ahí fuera? —Señaló hacia el oeste del pueblo, hacia los acantilados. Mientras miraba, encendieron una hoguera en lo alto de los acantilados; flameó y empezó a arder con una llama verde cobre.
—Van a despertar a los Profundos —dijo el camarero—. Las estrellas y los planetas y la luna están todos en los lugares correctos. Es la hora. Las tierras secas se hundirán y los mares subirán…
—«Porque el hielo y las inundaciones limpiarán el mundo y le agradeceré que se ciña a su propio estante de la nevera» —dije.
—¿Cómo?
—Nada. ¿Cuál es el camino más corto para llegar a esos acantilados?
—Subiendo por la calle Marsh. Gire a la izquierda en la Iglesia de Dagón y vaya hasta la Vía Manuxet, luego siga andando —cogió un abrigo de detrás de la puerta y se lo puso—. Vamos. Le acompañaré hasta allí. Odiaría perderme la diversión.
—¿Está seguro?
—Nadie del pueblo va a beber esta noche —salimos, y cerró con llave la puerta del bar detrás de nosotros.
Fuera hacía frío y la nieve que había caído volaba por el suelo como si fuera niebla blanca. Desde la calle ya no veía si Madame Ezekiel seguía en el antro que estaba encima de su rótulo de neón o si mis invitados continuaban esperándome en la oficina.
Inclinamos las cabezas contra el viento y caminamos.
Por encima del ruido del viento oí al camarero hablando consigo mismo:
—Avienta con brazos gigantes el verde dormido —decía.
»Llevaba siglos yaciendo allí y yacerá
cebándose de gusanos marinos inmensos mientras duerme,
luego, para que hombres y ángeles le vean una vez,
se alzará entre olas rugientes…
Se detuvo allí y seguimos caminando juntos en silencio, las caras doloridas por la nieve que el viento lanzaba contra nosotros.
Y en la superficie morirá
, pensé, pero no dije nada en voz alta.
Veinte minutos de camino y habíamos salido de Innsmouth. La Vía Manuxet se acabó cuando dejamos el pueblo y se convirtió en un camino de tierra estrecho, cubierto parcialmente por la nieve y el hielo, que subimos resbalando y deslizándonos en la oscuridad.
La luna no había salido todavía, pero ya se empezaban a ver las estrellas. Había tantas. Habían salpicado el cielo nocturno como polvo de diamantes y zafiros triturados. Se ven tantas estrellas desde la orilla del mar, más de las que nunca se verían de vuelta en la ciudad.
En lo alto del acantilado, detrás de la hoguera, dos personas esperaban, una enorme y gorda, otra mucho más pequeña. El camarero se apartó de mi lado y se acercó a ellas para quedarse allí, frente a mí.
—Contemplad —dijo— al lobo expiatorio —ahora su voz tenía una cualidad curiosamente familiar.
Yo no dije nada. El fuego ardía con llamas verdes y les iluminaba a los tres desde abajo: iluminación espectral clásica.
—¿Sabes por qué te he traído aquí? —preguntó el camarero, y entonces supe por qué su voz me resultaba familiar: era la voz del hombre que había intentado venderme un revestimiento exterior de aluminio.
—¿Para que el mundo no se acabe?
Se rió de mí, entonces.
La segunda figura era el hombre gordo que me había encontrado dormido en la silla de mi oficina.
—Bueno, si te vas a poner escatológico por eso… —murmuró en una voz lo bastante profunda como para hacer que las paredes se estremeciesen. Tenía los ojos cerrados. Estaba completamente dormido.
La tercera figura estaba envuelta en sedas oscuras y olía a aceite de pachulí. Tenía un cuchillo en la mano. No dijo nada.
—Esta noche —dijo el camarero—, la luna es la luna de los Profundos. Esta noche las estrellas están configuradas en las formas y los dibujos de los tiempos antiguos y oscuros. Esta noche, si les llamamos, vendrán. Si nuestro sacrificio es digno. Si oyen nuestros gritos.
La luna salió, enorme y ámbar y pesada, al otro lado de la bahía, y un coro bajo de cantos croados subió con ella desde el océano, que estaba a nuestros pies, muy abajo.
La luz de la luna en la nieve y el hielo no es igual que la del día, pero sirve. Además, mi vista se estaba volviendo más aguda con la luna: en las aguas frías, hombres como ranas emergían y se sumergían en una danza acuática lenta. Hombres como ranas y también mujeres: me pareció ver a mi casera allá abajo, retorciéndose y croando en la bahía con los demás.
Era demasiado pronto para otro cambio; aún estaba exhausto por la noche anterior; pero me sentía extraño bajo aquella luna ámbar.
—Pobre hombre lobo —llegó un susurro de las sedas—. Todos sus sueños han llegado a esto: una muerte solitaria en un acantilado lejano.
Soñaré si quiero
, dije,
y mi muerte es asunto mío
. Pero no estaba seguro de haberlo dicho en voz alta.
Los sentidos se agudizan a la luz de la luna; aún oía el rugido del océano, pero además, por encima de ese sonido, oía como se alzaba y se rompía cada ola; oía el chapoteo de la gente rana; oía los susurros ahogados de los muertos de la bahía; oía el crujido de los restos verdes de naufragios bajo el océano, muy lejos.
El olfato también mejora. El hombre de los revestimientos exteriores de aluminio era humano, mientras que el hombre gordo tenía otra sangre en sus venas.
Y la figura de las sedas…
Había olido su perfume cuando todavía conservaba mi forma humana. En aquel momento olía otra cosa, menos embriagadora, debajo de ese perfume. Un olor a descomposición, a carne putrefacta.
Las sedas se agitaron. Ella venía hacia mí. Tenía el cuchillo en la mano.
—¿Madame Ezekiel? —mi voz se estaba volviendo ronca y áspera.
—Mereces morir —dijo ella, en una voz fría y baja—. Aunque sólo sea por lo que le hiciste a mis cartas. Eran antiguas.
—Yo no muero —le dije—. «Incluso un hombre de corazón puro y que reza por la noche». ¿Recuerdas?
—Sandeces —dijo ella—. ¿Sabes cuál es la forma más antigua para acabar con la maldición del hombre lobo?
—No.
En aquel momento, la hoguera ardía con más fuerza; ardía con el verde del mundo bajo el mar, el verde de las algas que se alejaban lentamente, movidas por la corriente; ardía con el color de las esmeraldas.
—No tienes más que esperar a que tengan forma humana, a un mes entero del próximo cambio; entonces coges el cuchillo del sacrificio y los matas. Ya está.
Di la vuelta para escapar, pero el camarero estaba detrás de mí, estirándome de los brazos, torciéndome las muñecas hacia arriba y hacia la parte baja de la espalda. El cuchillo despedía destellos de plata pálida a la luz de la luna. Madame Ezekiel sonrió.
Me cortó la garganta.
La sangre empezó a salir a borbotones y luego a manar. Después salió más despacio y se detuvo…
—El martilleo que sentía en la parte de delante de la cabeza, la presión en la parte de atrás. Todo un cambio irritante un cambio argh-auh-uauh-raudo una pared roja que viene hacia mí desde la noche
—probé las estrellas disueltas en salmuera, efervescentes y lejanas y saladas
—me había pinchado los dedos con alfileres y me habían azotado la piel con lenguas de fuego mis ojos eran de color topacio notaba el gusto de la noche
Mi aliento echaba nubes de vapor al aire helado.
Gruñí de manera involuntaria, en la parte baja de la garganta. Tocaba la nieve con las patas delanteras.
Me eché atrás, me puse tenso y me abalancé sobre ella.
Había una sensación de corrupción que flotaba en el aire, como una niebla, rodeándome. Al saltar, cuando estaba en lo alto, me dio la impresión de que hacía una pausa y algo estalló como una pompa de jabón…
Me hallaba en lo más profundo de la oscuridad bajo el mar, a cuatro patas en un suelo rocoso y resbaladizo a la entrada de una especie de ciudadela construida de piedras enormes toscamente labradas. Las piedras despedían una luz pálida que resplandecía en la oscuridad; una luminiscencia fantasmal, como las agujas de un reloj de pulsera.