Y, sin embargo, sin embargo…, en mi familia había un suicida. Era nada menos que el hermano de mi madre. A los diecinueve años, mi tío Israel se había suicidado. Fue en el año 1967, yo apenas tenía un año.
La diferencia entre las familias sencillas y refinadas ante la tragedia: me enteré de la existencia de mi tío Israel a los quince años. Quiero decir: en una misma hora me enteré de que había existido, de que había tenido diecinueve años y de que se había suicidado. Como si se tratara de una adopción, mi abuela había guardado el secreto del suicidio de su hijo. Pero no era una adopción, era un hijo muerto.
A mis primas se les dijo que mi tío había muerto en la Guerra de los Seis Días. Con la adultez, una decena de años después de enterarme de la existencia y muerte de mi tío, siempre recordé con un estremecimiento de frío su nombre, el mismo nombre del país de los judíos, que había estado a punto de desaparecer por la misma fecha en que mi tío se suicidó. Los judíos lograron defenderse en su país, pero mi tío no logró derrotar a sus demonios internos. Tampoco lo logró mi joven amigo, ni Natalio Perlman.
¿Y por qué se había suicidado mi tío? No lo sé. Nadie lo sabe.
Mi madre, cuando no le quedó más remedio, me contó una historia de psicosis. Pero nada quedaba claro: había sido un chico normal hasta que se suicidó.
Mi tío había asistido a mi nacimiento y a mi circuncisión, me había tenido en brazos, pero yo no supe de él hasta los quince años. Así lidiaban con las tragedias las familias refinadas.
La sencilla familia Perlman había llorado sobre el cajón de Natalio, habían invitado a amigos y conocidos al ritual de la tragedia, lo habían enterrado en Tablada —en una ceremonia, sí, íntima, de la que sólo participaron Betty, los chicos y los abuelos—. El suicidio está penalizado por la religión judía, los muertos por mano propia son enterrados contra un paredón alejado del resto y visitados sólo por sus parientes más cercanos. Pero el barrio entero sabía que se había suicidado.
¿Un tiro? ¿Veneno? No recordaba. Y no se lo iba a preguntar a Pancho a las dos de la mañana. Mi tío, sabía, se había pegado un balazo en la boca, sentado al borde de una terraza, luego de ser un muchacho normal durante diecinueve años.
El sándwich me había adormecido y tuve que ir en busca de otro café.
Cuando regresé, quería que Pancho se fuera y ponerme nuevamente a trabajar. No obstante, me oí preguntar:
—¿Cómo fue que se mató tu papá?
¿Cómo pude haber preguntado eso? ¿Qué tipo de locura me había asaltado? ¿Así es como se comportaban los hijos de las familias refinadas? ¿Así era como continuaba la senda familiar de contención y rictus? ¿Qué había pasado con aquel hombre que yo era, que sabía que decir la verdad nada solucionaba y por lo tanto más valía hablar de cosas sin importancia y no molestar?
Pancho me miró, creí yo, procesando una docena de preguntas: «¿Está loco este tipo? ¿Me está preguntando de qué modo se mató mi papá, o por qué? El modo en que me lo preguntó ¿es frialdad ante la tragedia, o la compulsión a soltar la pregunta sobre un enigma que lo apesadumbró durante toda su infancia?».
Yo podría haber contestado «sí» a todas ellas.
¿Acaso podía quedarle aún una gota de café en su taza? ¿Por qué se estaba llevando esa informe vasija de plástico blanco a los labios?
Lo que fuera que hubiera en la taza —granos de azúcar humedecidos o el solo vacío—, Pancho lo bebió.
Miró el reloj colgado de la pared —las dos y diez—, miró a las tres adolescentes —una de ellas se había dormido—, y me dijo:
—Mi papá no se suicidó.
Siguió un diálogo en el que todas mis capacidades retentivas fueron desbordadas. Ya no sabía si preguntaba lo que deseaba preguntar, ya no sabía qué quería callar y qué decir. No sabía qué quería saber. Estaba seguro, y creo que desde entonces lo estaré para siempre, de que, supiera lo que supiera, no conocería la verdad.
—¿Lo mataron? —pregunté.
—No. Está vivo.
El cajón cerrado, el manto con su quemadura en la punta, el llanto de la familia simple… Todo un fraude.
Natalio Perlman había huido con la
shikse
. Betty Perlman, incapaz de aceptarlo, lo había dado por muerto. Lo había velado en su casa. Había hecho creer al barrio que se había suicidado.
Padre, madre y suegros habían permitido que se diera a Natalio por muerto. Habían viajado en coches fúnebres hasta no se sabía dónde, y regresado a sus casas. A los chicos se les dijo la verdad: el padre había huido con Mary. Pero para el resto del mundo, Natalio, su padre, se había suicidado.
Yo vi a Pancho durante pocos años después de la muerte de su padre. Si no recuerdo mal, la última vez había sido en los días posteriores a mi
bar-mitzvá
.
No sé, desde entonces, si habrá logrado mantener el secreto como lo consiguió conmigo. Ni tampoco se lo pregunté en ese 24 horas, a las dos y media de la mañana.
Supongo que a su esposa y a sus dos hijos les habrá dicho la verdad. Y que decir la verdad tampoco habrá servido para nada. Pocas de las afecciones del alma son comunicables. ¿Les habrá dicho la verdad a su esposa y a sus hijos? ¿Para qué?
¿No era acaso mejor permitirles creer que su abuelo y suegro estaba muerto, antes que relatarles la incontable historia de la señora que veló falsamente a su marido fugitivo?
Vi en mi recuerdo la mancha en la punta del manto y sentí náuseas. Me levanté y corrí al baño. Pero mirándome al espejo, en vez de vomitar comprendí: la mancha en la esquina del manto no señalaba a los suicidas; era un guiño para avisar a los entendidos que el cajón estaba vacío.
«Tranquilos, muchachos, el cajón está vacío. Es todo una joda.»
Regresé a la mesa hablando imaginariamente con mi madre: «Viste, mamá. Las personas que se besan en la puerta, que ríen y se gritan, no sólo no se suicidan: ni siquiera van a morir alguna vez en su vida».
—¿Te shockeó, no? —preguntó Pancho.
Asentí.
—¿Cómo pudiste mantener el secreto? —le pregunté.
Se encogió de hombros.
¿Pero acaso mi abuela no había logrado borrar la existencia de su hijo, al menos para mí, durante quince años?
—Ahora está en la Argentina —me dijo.
—¿Quién? —pregunté.
—Mi padre —dijo Pancho—. Natalio.
Miré en las góndolas del 24 horas buscando algo más que comer o beber, pero nada me interesaba.
—Hace como diez años que la paraguaya lo dejó. Ni bien llegaron a Paraguay, él supo que ella estaba casada. O al menos que tenía un hombre allí. Mi padre terminó financiando al matrimonio. El amante era el otro, y mi padre el marido cornudo.
—¿Y recién ahora volvió?
—Fue una reparación para mi madre: la dejó darlo por muerto. Además, mis abuelos nunca le perdonaron haberse escapado con una mujer no judía.
—¿Por qué me dejaron a mí entrar en ese velorio? —pregunté.
—Nunca supimos cómo fue que apareciste por ahí.
—Creo que te fui a visitar —dije—. Y de pronto me encontré con… con eso.
—No —dijo Pancho—. No puede haber sido así.
—Qué sé yo —dije—. Éramos muy chicos.
Como un holograma en el aire, en mi memoria apareció la imagen de Pancho junto a mí, los dos con pantalones cortos, intentando comprender cómo era ser niños, niños judíos del barrio del Once en un país gentil. Ahora nos estábamos preguntando cómo ser adultos.
Quité la vista de todos lados.
—¿Ya lo viste? —le pregunté.
—Hace dos meses que lo veo —me dijo—. Está bastante mal. —Y agregó con una coherencia oculta—: Ahora que mi mamá no puede ver a sus nietos, ella también necesita compañía.
—¿Y ellos dos se vieron?
—Creo que no. Él vive en una pensión.
—¿De qué trabaja?
—De nada. Vive de lo que hizo con el contrabando en Paraguay. Quizá mantiene todavía algún «bagayito».
La palabra «bagayito» sonó como una cornetita de cartón en un velorio. En un velorio de verdad.
—Ya no voy a poder dormir —me dijo Pancho, el sencillo.
—Yo tengo que trabajar.
—Te dejo —me dijo.
Le iba a decir que no hacía falta, pero se fue.
Después de todo, eran una familia sencilla. Las personas simples no se suicidaban; como mucho, fingían los suicidios.
La señora de Osmany
era un gran libro. «Cumple con el deber de cualquier ficción», escribí, mientras una de las adolescentes pavoneaba su enorme y hermoso trasero en busca de una ensalada de fruta en vaso, «evitar la realidad. Consolidar un relato lógico y verosímil».
I
El profesor Lurek aguardaba en el jardín. Su alma temblaba, como las hojas pentagramadas que a veces colocaba en el atril a la intemperie, durante el verano, movidas a traición por una de esas brisas inesperadas que no alteran el clima del aire pero a menudo cambian de lugar los objetos.
Aquel era un día de verano, pero el profesor Lurek tenía frío. El ojo izquierdo titilaba, y su mano era agitada por una voluntad desconocida.
Eloísa formaba parte del verano. Extendida en la cama, lánguida y mansa. Cualquiera pudo haberla tomado por una enferma: en medio del día esplendoroso, yacía sin siquiera un libro en la mano, observando la redecilla del techo de su cama y cubierta por una sábana hasta la cintura a pesar del calor. Pero su abandono era una saludable mezcla de lascivia y calma. Bajo el torso cubierto de una camisa de gasa, estaba desnuda. Los pelos de su vientre eran rubios y prolijos.
Lurek se dijo que había perdido la mejor parte de su vida. Durante años, había batallado contra sí mismo para que la obsesión por su oficio —la química— no se interpusiera en su amor por Eloísa. La amaba con una devoción escasa entre los científicos: él hubiese sido capaz de callar su eureka con tal de conservar a Eloísa, hubiese renunciado al descubrimiento de la palanca o de la penicilina.
De hecho, recientemente había decidido no viajar al Encuentro de Málaga, donde expondría personalmente su hallazgo más esperado: el líquido que curaba las caries sin necesidad de intervención médica. Su ausencia en el congreso no le restaba reconocimiento ni dinero —las revistas de todo el mundo no hacían más que mencionarlo y su situación financiera parecía resuelta de por vida—, aunque lo privaba de la primera mirada asombrada, admirada y resentida de sus colegas, del aplauso físico y del abrazo de los amigos.
Pero en el último año se había internado en el trabajo de tal modo que casi había alterado aquel equilibrio entre sus dos vocaciones. Para el profesor Lurek, su descubrimiento más preciado era la fórmula que le permitía conservar su posición profesional sin perder a Eloísa.
Y ahora, luego de ausentarse del congreso, luego del reencuentro con su amada, luego de tres noches en que no había tenido ojos más que para ella, echaba todo por la borda.
El profesor Lurek temblaba en su jardín.
Había perdido a Eloísa. Ella lo aguardaba en la cama, probablemente semidesnuda, pero no tardaría en vestirse luego de su relato. No tardaría en pedirle que se marchara. O en marcharse ella.
Ni siquiera había sido la química —aquel tenaz enemigo ante el que tantos reparos esgrimió, con el que tantos acuerdos fraguó— la causante del cataclismo. No. La razón era más trivial, estúpida e incomprensible: otra mujer.
La mañana anterior, luego de una intensa noche de amor, Eloísa había marchado al pueblo —del cual no regresaba nunca antes de las siete de la tarde— y una periodista de un diario capitalino se había anunciado en la casilla de seguridad de la residencia de los Lurek-Spinozz.
El profesor, resignado a pasar unas horas sin Eloísa —«no quiero torturarte haciéndome esperar mientras escojo los vestidos: después de todo es tu dinero y no quiero que presencies cómo lo malgasto»—, concedió a la reportera una improvisada entrevista. Aquella jovencita altiva, toda ella respingada, había averiguado por sus propios medios que el profesor no concurriría al Encuentro de Málaga. El grueso de los periodistas tardarían algo más en enterarse, muchos no conocían ni el teléfono ni la dirección de su residencia veraniega; y al resto podía negarse a atenderlos hasta que su deuda de tiempo con Eloísa fuera saldada. Estando Eloísa casualmente de paseo, ¿por qué no solazarse con una pizca de reconocimiento en vivo, luego de haber rechazado estoicamente el gran banquete de elogios que representaba el Encuentro?
Después de todo, salvo Eloísa, nadie aún lo había felicitado en persona. Ni el servicio doméstico ni el personal de seguridad de la residencia estaba al tanto de aquel portentoso salto científico y médico, pese a que sin duda, en menos de una decena de años, cambiaría sus vidas y la de su descendencia. (La cura indolora y química de las caries, sin intervención de tornos ni dentistas, sería durante un par de años económicamente prohibitiva para las clases de menores recursos.)
La periodista, sin embargo, no había hecho la menor referencia a los mínimos detalles amargos de su revolución. Lo había colmado de halagos como una nativa hawaiana. Casi no le permitió responder las preguntas. De modo retórico, le preguntaba si acaso sabía que él, el profesor Lurek, acababa de convertirse en el apellido que le permitía a la ciencia médica despedirse victoriosa de este siglo. Cuando lo comparaba con grandes creadores y científicos, inclinándose hacia adelante en el afán de que la modesta voz de Lurek alcanzara el micrófono del grabador, le mostraba los pechos. No eran mejores que los de Eloísa. Lurek amaba la piel blanquísima de su esposa, y éstos eran dos manzanas morenas. Los labios de la periodista sufrían o gozaban un prodigio o una maldición: dijeran lo que dijeran —y ciertamente no se alejó un ápice del texto riguroso y profesional de la entrevista— transformaban las palabras en promesas impúdicas.
Cuarenta y tres minutos después de comenzado el reportaje, no más de dieciocho horas después de haberse entregado a su esposa en cuerpo y alma, ocho meses después de haberse dedicado con tesón, pero sin olvido de Eloísa, al descubrimiento que le garantizaba la gloria, su rostro se hundió entre los pechos de la extraña y la tuvo en la habitación de servicio, logrando a duras penas no violentarla imprudentemente en el jardín.
El profesor no comprendía, pero se sometió a su propio cuerpo. ¿Por qué lo estaba haciendo? Si estaba saciado, feliz, glorioso…
Nada importaba ya. Ni las preguntas ni el pasado. De algún modo, se había suicidado del modo más necio: el suicida feliz.