En el almuerzo, don Baccio mantuvo un comportamiento moderado. Nos permitió comer en paz, pero no nubló mi visión de su crueldad: supuse que la calma se debía a un castigo terrible, durante la noche, en el cuerpo de su esposa. Imaginaba, bajo el delantal de cocina y la camisa blanca de doña Adela, un rosario de gruesas marcas violetas, moretones y mordidas. Su rostro no revelaba dolor ni pesar, pero tampoco hubiera dejado escapar una queja si en ese instante su marido le hubiese hundido la cabeza en la profunda olla de ravioles hirvientes. La moderación en esa casa no representaba armonía: tan sólo dolor silenciado.
Atisbé los antebrazos de Adela, en busca de heridas, cuando dejó el montón de ravioles en mi plato; pero sólo capturé su piel morena y aún suave. ¿Qué habría en sus hombros, en sus pechos? Me dije que lo único que podía hacer reaccionar a aquella mujer era la mención de su hijo muerto. Podía vencer el temor atávico si su marido volvía a utilizar al niño muerto para burlarse de algo o de alguien; se arriesgaría a ser duramente lastimada con tal de no escuchar en silencio cómo su hijo muerto era desecrado.
Los hombres solitarios conocemos dos modos de comer: frente al diario o mirando por la ventana. Pero compartir una mesa con una familia en la que nadie habla era para mí una novedad desagradable. Intenté pensar en otra cosa y olvidarme hasta de Rita. Los ravioles estaban muy buenos.
Cuando terminamos las papayas en almíbar, Adela me ofreció mate y me negué gentilmente. Fue el único momento en que don Baccio me dirigió la palabra, con una sonrisa feroz:
—Lo acompañó toda la noche —dijo—. El mate.
VI
Por la tarde, mi presencia en Velario carecía de sentido. Había conocido el pueblo y la cumbre, a la telefonista y al almacenero. Todos me parecieron extraños, muertos saludables, locos felices de poseer el secreto que los volvía locos. Sólo Rita me gustaba y Nicanor me parecía la única persona normal.
Mientras regresábamos de la casa de sus padres, pipón y satisfecho, volví a sugerirle a Rita que aprovecháramos el sueño de su marido para despedirnos. Una vez más se negó.
No me quejaba: los dioses habían sido generosos conmigo.
Cerca de las cuatro de la tarde Nicanor despertó y nos sentamos los tres en el pasto del jardincito, a tomar mate.
—Yo ya he vivido en diez casas distintas —le dije a Nicanor; y agregué inconsciente de mi imbecilidad—: mientras que vos vas a morir en esta misma casa en la que naciste.
¿Por qué le recordaba su muerte? ¿Por qué lo molestaba de ese modo? ¿No me bastaba con aquella infame mateada entre el marido, la adúltera y su amante? ¿Aún me restaba el tupé de celar a un marido y el resentimiento por haber sido dos veces rechazado por la esposa? Los hombres nos comportamos como se comportarían los niños si pudieran tener sexo libremente.
Pero Nicanor no acusó recibo de mi golpe, dijo con naturalidad:
—No nací en esta casa. Pero no me preocuparía morir aquí. Después de todo, es la casa de mis padres.
Rita se acercó a él conmovida, lo abrazó y lo besó en la mejilla. Me cebé un mate y lo sorbí como si brindara por su afirmación.
—¿Y dónde naciste? —pregunté.
—En el rancho donde mi padre fue tambero —dijo Nicanor—. Papá pasaba la mayor parte del tiempo en el campo de los Aldaba cuando era peón, y mamá no se quería pasar sola los nueve meses del embarazo. Se fueron a vivir al rancho hasta que yo naciera. En ese rancho nací.
—¿Todavía existe el rancho? —pregunté.
—Sospecho que sí —dijo Nicanor—. Yo nunca más lo vi.
Rita propuso jugar un truco, pero yo dije que «gallo» no me gustaba.
—Entonces voy a jugar sólo con ella —dijo Nicanor.
Le extendió la mano, ella se la tomó con una sonrisa y marcharon juntos a la casa.
Me cebé otro mate, lo sorbí y me puse de pie.
VII
Caminé por el pueblo sin propósito. Todo estaba cerrado y vi a una rata cruzando la calle sin apuro. Deseé una mujer, cualquiera. No había otro modo de existir en aquel infierno. ¿Cómo serían las relaciones sexuales en esas casas, bajo ese sol y en ese desierto? No podían ser normales.
Juan, el chico de siete años, apareció de pronto, llevando una cuerda con un hueso de vaca atado en un extremo.
—¿Qué llevás ahí? —le pregunté.
—Un autito —me dijo.
—¿Vos viste al ovni? —le pregunté.
—Todos lo vimos —dijo.
—¿Cómo era? —le pregunté.
—Como un trompo con luces.
—¿Vos sabes lo que es un trompo con luces?
—No.
—¿Tenés algún juguete a pila?
—No.
—¿Vos subiste a la montaña?
—Todos subimos —dijo Juan.
Y me la señaló.
Juan siguió camino a no sé dónde, con su «autito» a rastras.
¿No habría burdel en este pueblo, pulpería, lugar donde emborracharse? Debía de haber todo eso, pero yo no lo iba a encontrar antes de irme.
De pronto, en una de las casas, descubrí un ladrillo blanco con una frase en piedra roja: «Toque Tinbre».
No sé por qué, toqué.
Se abrió la parte de arriba de la puerta y asomó un viejo desdentado.
No me preguntó nada.
—¿Tiene ginebra? —le pregunté.
Desapareció y alguien cerró la puerta.
Aguardé unos segundos y seguí viaje. Pero no había dado tres pasos cuando escuché un grito de urraca. Venía de la misma puerta en la que yo había tocado el timbre. El viejo me esperaba con una botellita, tras su ventanuco.
Me acerqué y me dijo que eran dos pesos.
Me dio una botella abierta, sin tapa, de medio litro, con algo que olía a ginebra.
Busqué el límite donde la zona urbanizada terminaba y comenzaban las raíces de las montañas. Me recosté y bebí la ginebra de a pequeños sorbos, hasta terminarla.
Logré atravesar la tarde.
Rita me acompañó a la parada. El chofer venía con un micro escolar desde Villa María, llevaba a la gente a Villa María y desde allí los pasajeros tomaban un ómnibus de línea a Córdoba.
Pero cuando subí, le ofrecí veinte pesos al chofer para que me llevara directamente hasta Córdoba y aceptó.
No hubo mayores explicaciones acerca de por qué Rita me acompañó sola hasta la parada del micro. Formaba parte de su función como guía.
Estaba lo suficientemente borracho como para suplicarle que nos despidiéramos detrás de unos arbustos, a unos metros de la parada. Ni siquiera había una estación con un baño.
Rita me dijo que no, pero con una sonrisa.
Cuando llegó el micro, nos dimos un beso.
Subí y me despedí por la ventanilla.
Adiós, mundo de los gigantes. Adiós, don Agustín y doña Micaela; adiós, sufrida doña Adela; váyase a la mierda, don Baccio.
Mientras me alejaba, no podía dejar de pensar en Rita y en cuánto me hubiera gustado tenerla una vez más. Verla aparecer de improviso en mi departamento, una calurosa noche porteña, y observar detenidamente su cuerpo, con la lenidad que no me había sido dada en la premura de la noche.
A mitad de camino entre Villa María y Córdoba, el chofer me habló. En realidad, prácticamente me despertó.
Yo había ocupado los dos segundos asientos de adelante y comenzaba a descabezar un sueñito.
—¿Cómo lo trató la Rita? —me preguntó con sorna; como si hubiera esperado alejarse lo suficiente de Velario.
—¿Qué? —pregunté.
—Que cómo lo trató la Rita —dijo el hombre.
—Bien —dije confuso, con resaca—. Es una excelente guía.
—¡No me diga que no se la volteó! —me dijo.
—Le digo —dije—. No me la volteé.
—¡Pero si es la única mujer del pueblo! —dijo el hombre.
—Me doy cuenta —dije—. Pero igual: no me la volteé.
—No es nada más que sea la única —dijo—. A la Rita se la dan todos. Hasta yo me la volteé a la Rita. ¿Vio el culo que tiene? Qué cacho de mujer.
—Es muy alta —dije. Y quise cerrarme la ventana en el cuello al descubrir en mi voz cierta pátina lacrimógena.
—Es una mina para voltearse en las montañas —dijo el hombre—. Pero yo me la hice acá. En los asientos del fondo.
Me quedé callado.
—Pero yo la entiendo, ¿eh? —agregó, no fuera cosa que me durmiera—. A nadie le gusta casarse con el hermano.
—El hermano está muerto —repliqué, como cuando Rita me había dicho «por supuesto».
—Ese pueblo es increíble —dijo el hombre. Todo Córdoba sabe que son hermanos, menos Velario—. ¡Qué pueblo increíble! —remató, soltando una carcajada forzada.
—Son marido y mujer —dije renunciando al sueño—. Que tengan la misma estatura no significa que sean hermanos.
—¿A quién salió? —me preguntó sacando una mano por la ventanilla para saludar a un camión cargado de chanchos.
—No entiendo —dije.
—Nicanor. ¿De dónde sacó esos metros de altura? ¿De dónde nació, de una espiga?
—La gente es alta porque sí —dije.
—¿Por qué no tienen hijos? —me preguntó.
—No es obligatorio tener hijos —respondí—. Y podrían tener hijos aunque fueran hermanos, como usted dice.
—Llevan cinco años de casados. ¿Por qué no tienen hijos? No tienen hijos porque saben que es una aberración, o porque la naturaleza no los deja.
—La naturaleza nos deja hacer cualquier cosa.
—Cualquier cosa, no —dijo—. Ellos están actuando contra la naturaleza. Pero en realidad, ¿a mí qué me importa?
El campo a los costados de la ruta parecía el mar de utilería de las películas. Cada tanto un camión cruzaba en sentido contrario, dejando tras su paso una estela de olor animal.
—¿Usted dice que Nicanor es hijo de don Baccio? —dije finalmente.
—Por supuesto —dijo.
—¿Micaela engañó a Agustín?
—Eso délo por hecho —dijo el chofer—. Pero el hijo no es de ella.
—¿De quién es? —pregunté.
—Igual que Rita. Es hijo de Adela y don Baccio.
—No lo entiendo —dije.
—Don Baccio se prendó de Micaela, la esposa de don Agustín. Cuando el otro estaba en el campo, la veía todos los días. Pero ella no puede tener hijos. Cuando tuvo el varoncito con su legítima, Adela, se lo regaló a Micaela.
—Usted está loco —dije.
—Era su sentido de la justicia —siguió el chofer—. Una de sus mujeres ya tenía una hija suya; el segundo debía ser para la otra. A Adela le dijo que nació muerto.
—¿Y Agustín, entonces? —dije—. Agustín tiene que estar enterado de todo.
—Claro que sí. De todo. Salvo Nicanor, todos están enterados de todo.
Pasó un camión con combustible y me callé para que el chofer pudiera maniobrar sin molestias.
—¿Y cómo dejaron casarse a los hermanos entre sí?
—Qué sé yo, mi amigo —dijo acelerando—. Es un pueblo increíble.
Imaginé a todo ese pueblo, subiendo a la cima de una montaña, quemando el pasto con solvente como creando el símbolo de una nueva religión o el del final de todas ellas. O no, quizás había bajado un ovni y todos lo habían visto. Yo miraba por la ventana.
—Tengo que ir a Buenos Aires —me dijo el chofer—. Si me da ochenta pesos más, lo llevo.
—De acuerdo —dije.
Me había pasado el día intentando escribir esa bibliográfica. Pretendía leer el libro en las tres primeras horas de la mañana y escribir el comentario pasado el mediodía. Pero había logrado finalizar la lectura cuando se iba la luz de la tarde, a duras penas, salteándome varias páginas.
Me jacto de ser un comentarista que lee completos los libros que reseña; y si el libro es tan arduo que me aparta de este principio, sencillamente no lo reseño.
No podía cargar sobre el autor la entera culpa de que aquella breve novela no permitiera ser leída de un tirón. En los últimos meses había ido desarrollando una suerte de afección simbólica: sin importar la calidad del texto, me costaba más leer cuando me pagaban por hacerlo.
Este libro en particular no era malo, pero se notaba que el autor había perdido las riendas de un cuento, finalmente convertido en novela corta. Los editores habían creído conveniente presentarlo como una novela a secas. Lo cierto es que aquello no era un cuento largo sino alargado, y la diferencia entre estas dos palabras se advertía, desventajosamente, en la factura última del relato. Se llamaba
La señora de Osmany
, y trataba de una viuda que recurría a la policía tras escuchar durante días, a altas horas de la noche, violentos golpes de martillo en el piso de abajo. El incidente derivaba en una historia policial de homicidio, enigma y, quizá, fantasmas.
Recién pude sentarme frente al libro con ánimo crítico y productivo cuando mi hijo se hubo dormido, cerca de las doce de la noche. Y aún tuve que esperar una buena media hora a que mi mujer se quitara el maquillaje y se metiera en la cama, para comenzar a tipear las primeras letras sin temor a ruidos imprevistos.
Pero cuando todavía no había dado la una, como si se tratara de un cuento fantástico, alguien, en algún lugar de mi edificio, presumiblemente debajo de mi departamento, inició una discreta tarea de remodelación: se oían ruidos de muebles al ser arrastrados, sillas que caían, incluso algún martillazo. Quizás una mudanza, o un arreglo a deshoras (cuando nos desvelamos, olvidamos que los demás duermen). O un vecino estaba siendo robado y asesinado. Como fuere, no me permitía escribir. El influjo benefactor con que la madrugada premia a todos quienes renuncian a horas de sueño para cumplir con sus labores, me estaba siendo arrebatado por aquella bandada de ruidos fuera de programa.
Apagué la computadora, recogí un cuaderno, una lapicera, y avisé con un susurro, a mi mujer dormida, que me iba a un bar a terminar el trabajo. Me contestó con un murmullo alarmado, como si le respondiera a una de las criaturas que poblaban su sueño.
Por las dudas, arranqué una hoja del cuaderno, repetí el mensaje por escrito y lo dejé en el piso junto a la puerta.
Desde que me casé, no acostumbro salir a esas horas de mi casa, y menos aún para dirigirme a un bar. Pero no tenía alternativa: al día siguiente por la tarde debía entregar mi comentario, por la mañana me aguardaban una serie de compromisos y con aquellos ruidos no podía escribir.
De soltero, no era imposible que decidiera bajar a la calle a cualquier hora de la madrugada. Sufría ciertos ataques de ansiedad que sólo podía dominar abandonando mi solitaria habitación y buscando algún sitio donde pudiera observar otras caras, autos o cualquier movimiento medianamente normal. El matrimonio y la paternidad me habían vuelto, gracias a Dios, un hombre más tranquilo.