Atravesé el barrio como si nada malo pudiera pasarme y recalé en un 24 horas de Agüero y Rivadavia. Curiosamente, no sentí la penosa melancolía que podía haber acompañado la repetición de un hábito de una época pretérita, en la que había sido un hombre solo y por momentos atormentado, sino la suave euforia del marido alegre en el reencuentro con migajas de libertad que ya creía imposibles. Elegí una lata grande de cerveza, una bolsa de saladitos, y me senté detrás de un trío de mujeres adolescentes. Su charla no me desconcentraba; por el contrario, comencé a trabajar con ahínco, y mirarlas me permitía las necesarias pausas antes de corregir un párrafo o iniciar otro. Estaba tan contento que trataba al libro mejor de lo que merecía. La cerveza ayudaba.
Entonces un señor se acercó a mi mesa sonriendo.
Me extendió la mano.
Por un momento pensé: «Es el autor».
Sumada a la de los golpes bajo mi departamento, esta coincidencia podría haber alterado el curso lógico de mi vida. Pero en un instante comprendí que el libro había permanecido durante todo el tiempo con su tapa contra la mesa, y que este hombre venía desde una posición en la que le hubiese sido imposible saber qué texto estaba yo leyendo.
El hombre dijo mi nombre y me preguntó si era yo.
Lo miré extrañado y finalmente exclamé:
—Pancho.
Era Pancho Perlman.
Ahora sonreía. No sé cuán gordo estaba, pero la cara parecía a punto de reventar. La tenía hinchada, los ojos casi achinados. Debía llevarme tres o cuatro años (lo calculé como si fuera su cara, y no las fechas reales de nuestros nacimientos, la distancia de tiempo entre nosotros).
No hubiera sido difícil que recordara su nombre por el nombre en sí: no hay muchos judíos apodados Pancho ni llamados Francisco, y él era el único del club judío donde nos habíamos conocido.
Pero hay detalles que borran toda otra huella. El padre de Pancho Perlman se había suicidado cuando él era un niño. Y cuando yo era un niño también.
No sé por qué, yo había concurrido al velorio. El velorio judío, con el cajón cerrado. Recordaba un manto de color crema, con la estrella de David bordada en el medio, cubriendo el cajón. También recordaba que el manto tenía una quemadura de cigarrillo en una de sus esquinas, y que entonces me había parecido la seña de que el hombre se había quitado la vida.
No les pregunté a mis padres, pero durante años mantuve la certeza —callada e interna— de que cuando un judío se suicidaba, además de enterrarlo contra la pared en el cementerio, se quemaba con un cigarrillo una de las puntas del manto con la estrella de David que cubría su cajón.
Creo que sólo me libré de este pensamiento herético —si es que realmente me libré— cuando tuve que concurrir al terrible velorio de un amigo que se había suicidado en la flor de la edad, en la flor de su éxito y en la flor de su vida en general. Nunca supe por qué se suicidó.
Tampoco tenía claro por qué se había matado el padre de Pancho Perlman.
Invité a Pancho a sentarse a mi mesa, e inicié la tarea de recolectar argumentos y palabras para explicarle que debía entregar una nota al día siguiente. Aunque hacía veinte años que no nos veíamos, aunque yo había estado en el funeral de su padre suicida, aunque teníamos toda una vida para contarnos y la casualidad nos había reunido como una casamentera, debía explicarle, mi familia necesitaba mi dinero y para conseguir el dinero yo tenía que terminar mi trabajo.
«Las personas que no nos suicidamos, Pancho», pensé con una crueldad que me asustó, «tenemos que cumplir lo que nos toca».
—Te leo siempre —me dijo—. Sos uno de los pocos periodistas que me interesan.
—Muchas gracias —dije—. Hago lo que puedo.
—Me voy a buscar un café —dijo.
—Mirá… —comencé.
Pero Pancho ya había salido hacia la caja. Regresó al minuto con un café en la mano.
—¿No te dejan escribir todo lo que querés, no?
—En ningún lado —dije—. Pero ahora tengo que terminar una nota.
—¿Ahora, ahora? —me preguntó incrédulo.
—Ahora, ahora —afirmé—. ¿Y qué hacés vos por acá?
Pancho tardó en contestarme.
Finalmente, vacilando acerca de si debía revelármelo o no, respondió:
—Hay noches que no me soporto solo en casa.
La confesión me doblegó. Insistiría en que debía trabajar, pero ya no encontraba fuerzas para pedirle seriamente a Pancho que postergáramos nuestro encuentro.
—¿Te casaste? —me preguntó.
—Y tengo un hijo —dije.
Pancho había dejado el café sobre mi mesa, pero aún no se había sentido lo suficientemente invitado.
—Sentáte —capitulé—. ¿Y vos?
Pancho metió como pudo su anatomía entre el banco y la mesa de fórmica. Una camisa celeste férreamente sumergida en el pantalón compactaba su barriga; llevaba vaqueros azules involuntariamente gastados y zapatos de gamuza marrón sin cepillar.
Dudó también en responder esta pregunta.
—Lo mío es una historia —dijo finalmente—. Me casé dos veces, y tuve dos hijos con la peor de las dos.
—¿Qué edades tienen? —pregunté.
—Siete y nueve —dijo—. Pero mi ex mujer no me los deja ver.
En el silencio inmediato a la exposición de su drama, decidí que escucharía a Pancho cuanto él quisiera y luego, fuera la hora que fuera, acabaría mi bibliográfica. Llegaría a casa con el tiempo justo para pasarla a la computadora y dormir unas horas antes de cumplir con el primer compromiso de la mañana. Necesitaba un café bien cargado.
—Voy a buscar un café —avisé.
Pancho asintió. Una sonrisa de extraña felicidad emergió en su cara. Era la tranquilidad del hombre solo, atormentado, que en la madrugada ha encontrado con quien conversar.
Caminé hacia la caja pensando en la sencillez de Pancho. Sancho Perlman, debería llamarse. Toda su vida había sido un hombre transparente. Sus sentimientos, sus deseos, afloraban de él antes de que pudiera expresarlos voluntariamente. Con la cara hinchada, sus gestos eran aun más evidentes.
En mi familia, las pasiones y dolores no se libraban con tanta facilidad. Cada uno de los integrantes de mi clan familiar poseía un rictus que variaba, sin demasiada relación con la experiencia real, de la tristeza a la alegría, en función de quién estuviera en frente. Luego de ese rictus, venían las palabras. Y por debajo de ambos, sin llegar nunca a hacerse públicos, ni para nosotros ni para los demás, nuestras tragedias o placeres. Nadie es lo suficientemente inteligente como para conocer sus propios sentimientos, y mi familia jamás se hubiese permitido decir algo que no fuera inteligente o sobre lo que no conociera al menos en sus tres cuartas partes.
Los Perlman no eran necesariamente más pobres que nosotros; pero sí decididamente más incultos y vulgares. El máximo plato al que aspiraban era la milanesa con papas fritas y su postre utópico era el dulce de leche. Nos llamaban «paladar negro» porque nos gustaban pescados que no eran el filet de merluza. Betty Perlman se vestía muy mal, y pretendía intercambiar vestidos con mi madre. Esto ocasionó que mi madre siempre le prestara vestidos a Betty y, muy de vez en cuando, aceptara de ella alguno, que fatalmente terminaba colgado en el ropero y arrugado un poco antes de ser devuelto, para que Betty no descubriera el desprecio. Natalio Perlman era un judío más practicante que mi padre, pero conocía mucho menos de la cultura judía en general.
Mi familia no era especialmente refinada, encajábamos con comodidad en la clase media; pero los Perlman ingresaron en el poco definible segmento de personas con sus necesidades básicas solucionadas y sin interés por ninguna otra necesidad. Tomaban prestado del grotesco italiano y del atolondramiento judío para componer aquel espectáculo de bocas abiertas al comer, lugares comunes al hablar y despreocupación en general.
Y sin embargo, sin embargo… Los Perlman reían. No con la risa maníaca de mi padre, o la risa contenida de mi madre. Reían sin darse cuenta. Reían por un chiste imbécil o por algún accidente de alguno de ellos mismos. Natalio y Betty Perlman se besaban. Salían de viaje y dejaban a los dos hijos con los abuelos. A veces, los Perlman, Betty y Natalio, se mataban a gritos delante de nosotros; y mi madre me decía:
—Ves, mucho besito pero en realidad se odian.
Yo nunca me atreví a contestarle:
—No, no se odian. Las parejas humanas también se gritan y se enojan. El odio es entre mi padre y vos, que ni se dan besitos ni se gritan.
Tampoco tenía derecho ni conocía lo suficiente de las parejas: ni de la de mi padre y mi madre, ni de la de Betty y Natalio.
Y tampoco hoy sé mucho de mi relación con mi mujer, ni creía que Pancho supiera por qué, exactamente, se había separado de su mujer ni por qué no lo dejaba ver a sus hijos.
—¿Y por qué te separaste? —le pregunté, regresando con el café.
—¿Conocés a los Lubawitz? —me preguntó.
—Sí —dije—. Incluso los menciono en un cuento.
Los Lubawitz eran una suerte de «orden» judía, con las ideas de los ortodoxos y los métodos de los reformistas: utilizaban camiones con altoparlantes, organizaban actividades y trataban de adivinar quién era judío, por la calle, para sugerirle un rezo o ponerle los tefilín.
—Ahora los podés mencionar en otro —me dijo Pancho—. Mi mujer se hizo Lubawitz. Yo siempre fui muy judío, en casa festejábamos todo. Pero mi mujer se pasó. Se peló, se puso la pollera, me conminó a dejarle crecer los peyes a los chicos. ¿Podés creerlo? No la aguanté. Soy judío hasta la médula, pero también tengo mi tradición. Mis comidas. Ahora los Lubawitz le dicen a mi ex mujer que no me deje ver a mis hijos.
Iba a preguntarle: «¿Y tus padres que dicen?». Pero recordé que Natalio Perlman ya no estaba entre los vivos.
—¿Y tu mamá? —pregunté.
—Está destruida —me dijo—. Dice que ya no quiere vivir. Estoy tratando de llegar a un arreglo, con mi ex mujer, para dejar de insistirle con que me deje ver a mis hijos semanalmente, a cambio de que se los deje ver semanalmente a mi mamá.
—¿Cada cuánto los ves?
—Cuando puedo —dijo Pancho.
Y se terminó la gota fría de café que le restaba en el fondo de la taza de plástico.
Pancho Perlman, el hombre sencillo, ya no era tan sencillo. Y sin embargo, seguía siéndolo. Todas las familias, todas las personas, sufrían tragedias a lo largo de la vida: accidentes, grandes peleas y, como en este caso, divorcios. Lo que diferenciaba a los sencillos de los refinados era la actitud ante cada una de estos cataclismos. Pancho Perlman no había concurrido con su mujer
new-lubawitz
a una terapia de pareja. Ni su mujer había probado combatir su frustración con la comida macrobiótica o el yoga. Ante el primer traspié en el desarrollo de su psiquis, o de su matrimonio, o lo que fuera que la hubiese desbarrancado, la señora de Pancho Perlman había ido a abrevar directo a las fuentes: al
shtetl
, a las costumbres piadosas de sus antepasados.
Y el divorcio… Nada de diálogo ni de intercambio pacífico. Pasión y odio: no te veo más, y ni pienses en volver a ver a mis hijos.
No era forma de solucionar las cosas, pero lo cierto es que no existe forma alguna de solucionar las cosas; y sencillamente Pancho Perlman y su esposa lo sabían antes que muchos. Yo rogaba para que mi mujer nunca decidiera abandonarme, y para resistir en mi hogar hasta que mi hijo cumpliera treinta años. Eso era todo lo que se me ocurría para mantenerme dentro de los límites de lo que consideraba la normalidad.
Lo único que se me ocurría sugerirle a Pancho era que se hiciera practicante e intentara reconquistar a su ex esposa por esa vía. Pero no me atreví a decírselo. Además, había vuelto a casarse; y a mí me estaba entrando el hambre y un tentador sandwichito de jamón y queso en pan negro clamaba por ingresar en el microondas. No era el mejor momento para convocar a nadie a regresar a la senda de nuestros ancestros.
Me levanté a buscar el sándwich mientras Pancho me hablaba de su nueva mujer, una ecuatoriana mulata.
Ahora el libro de la señora de Osmany me parecía una excelente
nouvelle
, discreta y atractiva, y no encontraba deficiencia alguna en su desarrollo y longitud. El segundero del microondas me pareció el contador de los años de mi vida; pensé en cuántos buenos libros habían perdido su oportunidad de una buena reseña, sólo porque el crítico no se había tomado una madrugada más y no se había encontrado con Pancho Perlman.
«Es correcto», me dije, «milanesa con papas fritas, flan con dulce de leche, mulata ecuatoriana».
Pancho Perlman, a su modo, había seguido las líneas familiares. Y yo aún continuaba admirando su sencillez. Pero… ¿por qué don Natalio Perlman se había suicidado? Ya lo he dicho: no lo sé. Nadie sabe por qué las personas se suicidan. Tampoco sabemos por qué queremos vivir. Pero suicidarse es extraño, y querer vivir es normal.
Natalio Perlman era un hombre normal. Sus comidas eran normales, su comportamiento era normal, el amor por su mujer y sus hijos era normal. Hasta fue normal que se acostara con la mujer de la limpieza, la llamada
shikse
.
Mary era una paraguaya ni siquiera exuberante. Tenía sus pechos, eso sí, y en el club la mentábamos al igual que al resto de las
shikses
. Pero no eran muchos más grandes que los de la propia Betty, y Mary ni siquiera era tanto más joven.
¿Por qué había derivado en tragedia aquel previsible incidente?
Muchos maridos como Perlman habían tenido alguna aventura, ya sea con su propia doméstica, con la de un amigo o con una mujer X. Y, como mucho, el drama culminaba con la doméstica despedida, o con la otra rechazada, o con una separación en regla. ¿Pero un suicidio?
Dicen que Mary estaba embarazada. Qué sé yo. También se rumoreó que Natalio se perdió por esa mujer, y que ella tenía otro, en Paraguay. Mis padres no aceptaban por buena versión alguna. En mi casa, no estaba bien visto regocijarse con los chismes. O hacerlo público. ¡Cuán aliviados se habrán sentido mis padres al testimoniar el completo fracaso de la gente sencilla!
Ahí tenés cómo terminan, podía escuchar a mi madre, los que se dan besitos en la puerta. Los que se ríen involuntariamente, los que cuentan chismes, los que se matan a gritos y se reconcilian locamente. Ahí los tenés.
Toda una vida de contención, de pasiones sofocadas, de sexo dosificado, recibía por fin un premio inapelable: nosotros, querido, no nos suicidamos.