La mayoría de los pobladores coincidían en que «los marcianos» se habían asustado. Velario era casi inexistente, arriesgaba el maestro, y seguramente los sensores de los extraterrestres les habían informado que aquella cima estaba rodeada de un paisaje desértico. Al descubrir su error, huyeron.
A mí no me extrañaba que la prensa mostrara semejante interés en un caso intergaláctico cuya principal arista era el contenido democrático: ¡un pueblo entero lo había visto!
Yo mismo pertenecía a un pueblo que, reunido a los pies de un monte, había escuchado la voz de Dios. Desde entonces, nadie se había olvidado de nosotros: generalmente, para nuestro pesar. Llevábamos miles de años portando, leyendo y repitiendo el mismo libro, testimonio escrito de aquel único encuentro entre el hombre y su creador.
Por lo tanto, todo un pueblo subido a una montaña —hubiese llegado el ovni o hubiesen quemado con solvente el pasto— era noticia. Y dos semanas de cobertura periodística nacional e internacional no me resultaban exageradas.
Seis meses después, Velario existía aun menos que el ovni. Ni la prensa nacional, ni mucho menos el FBI o la NASA, como se esperanzaban muchos velarienses equivocando las siglas, se habían dejado ver. El pueblo entero, no obstante, guardaba el anhelo de que quizá los estuvieran espiando, de que tras las montañas, ocultos como cuises, circularan agentes europeos y norteamericanos. La caída de la Unión Soviética los había privado de una fascinante y sorda intriga internacional.
Pero yo, perteneciente al pueblo que no olvidaba su único encuentro —también colectivo, también de «todos»— al pie del monte, estaba allí, luego del huracán de celebridad. Mi jefe me había enviado para escribir una nota de una página sobre cómo había retornado el pueblo a su muerte cotidiana, luego de aquel atisbo de nacimiento. Una de las tantas notas sin sentido que completaban el grueso diario dominical y sólo podían encargarse a un redactor cuya utilidad estaba permanentemente en entredicho.
Llegamos a la cima y me costaba respirar: porque me había agitado como un anciano y porque estaba excitado como un escolar. Rita me señaló la aureola quemada.
—El docente del pueblo —me dijo Rita aún con tono de guía— ha propuesto que todos los meses quememos la aureola con solvente, para que mantenga el color óxido, como un recordatorio. Pero no hay en el pueblo quien quiera hacerse cargo de la tarea. Primero se la encargamos a los más jóvenes.
Una cabra o un chivo, no sé, pasó a nuestro lado en silencio y se perdió por una ranura entre las piedras, con una agilidad absurda.
—Comenzaron por turnarse tres muchachos —continuó, sin siquiera la necesidad de tomar aire—; subía un mes cada uno. Pero al tercer mes, el muchacho al que le correspondía se fue a vivir a Villa María y nadie tomó la posta. Calculo que en un año, el pasto verde la cubrirá.
—Quedarán los diarios, las fotos, los videos —le dije intentando consuelo.
Efectivamente, como canas en el pelo de un hombre, desvergonzadas hojitas verdes comenzaban a alternar con las quemadas briznas marrones. A diferencia de las canas, la hierba siempre crece nueva.
—Videos no tenemos —dijo Rita.
Me agaché y arranqué una hojita.
—Un trébol —le dije.
—Pero de tres hojas —dijo Rita, y agregó desencantada—: Yo al principio creí que al menos crecería algo raro.
—¿Vos lo viste? —le pregunté.
—¿Qué cosa? —preguntó, como si hubiera alguna otra.
—Al ovni —dije con naturalidad.
—Por supuesto —dijo Rita, forzada—. Esta no es la montaña más alta de Córdoba, como dijo mi padre —agregó.
Pero yo escuché:
—
No estoy segura de haberlo visto. Cuando todos lo vieron, yo también. Pero ahora dudo
.
Esta sugerida vacilación —que se deducía de su inmediato y forzado «Por supuesto» y del comentario acerca de la mentira de su padre— por algún extraño motivo azuzó aun más mi deseo de ella, en ese instante y en ese lugar. Quizá porque las mujeres que dudan de las certezas de sus pueblos suelen alentar en nosotros la esperanza de futuras transgresiones. Pero Rita estaba casada, y su marido, unos centímetros más alto que ella, nos aguardaba al pie de la montaña.
Cuando emprendimos el descenso —su trasero en retirada era afortunadamente menos suculento que el espectáculo de sus nalgas en el ascenso—, recordé un encuentro nocturno en Buenos Aires, con una mujer tan alta como Rita, aunque mucho menos corpulenta y por lo tanto más maniobrable.
El marido de aquella mujer porteña estaba de viaje y yo ocupé su lugar en la cama matrimonial. La mujer era una odontóloga, muy culta y muy dada a las cosas del sexo. Cuando ya no quedaba nada por hacer, conversamos. Hablamos de nuestras vidas. No me habló mal de su marido, pero me dejó entrever que era insípido. Suele ser un lugar común de los amantes hablar mal de los respectivos cónyuges, pero no es más que un artilugio para avivar las llamas de la relación ilegal. El marido engañado y soso es, mañana, en la cama de su amante, el Don Juan irresistible; y el furtivo amante dorado es un don nadie en la alcoba de su propia esposa. Sin embargo, la odontóloga me hablaba con sinceridad y con la convicción, tanto de ella como mía, de que la vitalidad de nuestro encuentro dependía de su fugacidad y no de virtudes intrínsecas a ninguno de los dos.
Estaba contenta con sus hijos y con la familia que en definitiva habían formado, pero ella no se había casado enamorada ni se había enamorado con el tiempo. Nada le faltaba, no abandonaría a su marido y sufriría como una condenada si la dejaba; pero nunca se había encendido junto a él.
—¿Te casaste de apuro? —pregunté.
—No —dijo, dando una pitada a uno de esos largos cigarrillos perfumados femeninos—. Me casé porque era alto.
Dejé escapar una risa de incredulidad.
—De verdad —insistió—. Me casé porque era el más alto de todos los muchachos que conocía.
Y remató demoledora:
—Miráme. Nunca me podría haber casado con vos, por ejemplo. Haríamos el ridículo.
Me preparé un café como una medida de tiempo, me vestí y me fui.
En el taxi, pensé en aquella imbecilidad: la mujer que se había casado con un hombre porque era el más alto. ¡Qué absurdo! ¡Cuánto más ridículo que haberse casado con un hombre más bajo que la encendiera!
Sin embargo, a medida que el taxi atravesaba sin obstáculos la Avenida del Libertador, realicé un breve repaso mental por las parejas de conocidos y concluí en que las estaturas de los cónyuges eran coincidentes. Las pocas personas especialmente altas que había conocido a lo largo de mi vida, se habían casado con personas igualmente altas. En la época hippie de mi adolescencia había conocido a una mujer, con la que nunca intercambié una palabra, bastante mayor que yo e igualmente hippie, con un novio al que le llevaba al menos dos cabezas. Muchos años después vi a la misma mujer, vestida de ejecutiva y con la cara amarga, y supe que aquella pareja no había durado. No era más que un alarde hippie. Ahora, cuando observaba a ambos en mi recuerdo, en aquel taxi, no podía evitar reírme. ¡Qué ridículos resultaban! ¡Sólo la época hippie de mi existencia me había impedido burlarme internamente de ellos una y otra vez!
El matrimonio no es sólo una relación sexual. Los cónyuges deben concurrir a fiestas, hacer trámites, sacarse fotos, conversar con sus hijos. Pertenecer a dos estaturas notablemente distintas es peor que un matrimonio mixto. Todo el mundo lo nota a la primera mirada. De modo que mi odontóloga —me refiero a la odontóloga con la que me había acostado y no a la impresentable señora que me vigila los dientes— comenzó a dejar de resultarme absurda y ridícula. ¿Cuántos hombres de su estatura podía haber en este país? ¿Cuántos entre sus conocidos? ¿Y cuántos, de entre sus conocidos, cumplían los requisitos como para compartir con ellos la vida sin ser maltratada o soportando una estupidez devastadora? Finalmente, había elegido lo mejor. El marido la mantenía y había sabido sobrellevar algunos malos momentos de su vida en común; sabía manejar aquel romance determinado por la estatura y reírse de algunas excentricidades de su mujer. Yo era una de esas excentricidades.
El tiempo me ha enseñado que es poco más lo que se puede exigir del otro.
«Me casé porque era el más alto», me repetí a mí mismo, con la voz de ella, mientras me metía en la cama. Y recordé sus largas piernas, su inherente fragilidad, esa debilidad femenina y el cuerpo interminable; y quise ser lo suficientemente alto como para verla al menos una vez más.
II
Rita vivía con sus suegros. No quedaba claro de quién era la casa, porque ninguno de sus suegros trabajaba y Nicanor, el marido, mantenía a todos con su sueldo. Lo que el muchacho había aportado en efectivo ya superaba con creces el valor de la propiedad.
Nicanor y Rita también pasaban dinero a los padres de Rita.
La madre de Rita, Adela, trabajaba confeccionando artesanías de lana, de cerámica y dulces regionales; Nicanor le hacía el favor de ubicarlos en locales minoristas, en sus viajes a la ciudad de Córdoba.
Pero el padre de Rita, don Baccio, era un zángano que no sabía más que dar órdenes. Tres décadas atrás había estado involucrado con el peronismo, cobrando un sueldo estatal como inverosímil inspector de no se sabía qué.
Nicanor era veterinario a domicilio en Córdoba y tenía una cartera de clientes de clase alta. Partía a las seis de la mañana en su camioneta y nunca le faltaba un animal que atender o revisar. Si no eran mascotas, animales del campo.
Cuando la llegada del ovni, Rita vio el filón y armó un tour de a dos o tres periodistas: los llevaba a comer a lo de Adela y a dormir en su propia casa, en lo que había sido el consultorio de Nicanor. No habían imaginado que el auge duraría tan poco, pero llegaron a recolectar dinero suficiente como para un ahorro, con la intención de visitar una vez más la Capital Federal en el verano.
Ahora que todo había terminado, mi colega del diario me dio la dirección de Rita, me la aconsejó como vivienda y halagó las comidas de doña Adela.
—Vas a ver el culo que tiene esa mina —agregó refiriéndose a Rita—. Es alta como un poste.
Ya lo había visto.
Nicanor me dio la mano en su propia casa. Agachó un poco la cabeza para decirme buenas tardes y preguntarme de qué medio era. Sus padres, los suegros de Rita, miraban la pava y el mate en el comedor. No cebaban ni hablaban. Él se llamaba Agustín y era bajito y pelado. Más fofo que gordo. Un muñeco tenía más intensidad en la mirada.
Había trabajado de peón tambero en un campo cercano durante toda su juventud y construido la casa con sus propias manos. Cuando Nicanor se recibió de veterinario y consiguió su primer dinero, el hombre abandonó el trabajo y se puso en manos de su hijo. Desde entonces, se había dejado vivir.
Intenté sonsacarle algo más sobre su pasado, pero no hablaba con claridad. Su relación privilegiada con los demás era el silencio. Contaba algunas cosas y perdía el hilo, o pronunciaba sílabas sin sentido. No era tan viejo ni estaba arruinado, pero tal vez se le había atrofiado la capacidad de comunicar. Micaela, la esposa, era una andaluza mocetona, con los ojos aún brillantemente negros y el pelo vivo recogido en un rodete opulento. Vaya a saber cómo había ido a dar a aquel andurrial y a aquella casa hecha a mano, pero su cuerpo todavía armado era el único recuerdo de que en el pasado, en esa persona apagada, había vivido una mujer. Los pechos muertos recordaban una sensualidad remota, y en los ojos se advertían piernas duras y rasgos atractivos. Andaba por los sesenta y pico de años. Agustín había perdido la edad hacía tiempo, pero bordeaba los setenta.
Nicanor debía atender un potrillo a las seis de la mañana del día siguiente, y se fue de noche, no más, para amanecer directamente en Córdoba. Dormiría en la camioneta, al llegar.
—¿Por qué no comemos aquí mismo? —le pregunté a Rita cuando me sugirió que ya era la hora de la cena en casa de sus padres.
—Mi suegra no sabe cocinar —dijo delante de sus suegros.
Caminamos cinco cuadras de tierra en silencio hasta la casa de los Baccio.
Una vez adentro, aunque los Baccio hablaban algo más que los suegros de Rita, el clima era harto más opresivo.
La primera vez que vi a don Baccio estaba sentado, como siempre; y no se levantó a darme la mano. Cuando finalmente lo vi de pie, al levantarse para ir al baño luego de una pava de mate y una docena de pastelitos, me alarmó su estatura.
Quedaba claro que de aquella semilla de gigante había nacido Rita.
En don Baccio, la estatura, de suyo sorprendente, aumentaba por el carácter del hombre. Era un vago autoritario y malvado. Como los ogros de los cuentos infantiles, como Polifemo o como los gigantes que asustaron a los espías de Israel en la tierra de Canaán.
Adela nos preparó un chivito a la provenzal y el hombre se quejó por la falta de ajo.
—¿Tenés miedo de que después no quiera besarte? —le espetó a la mujer—. Prefiero el olor del ajo al tuyo.
Rita clavó los ojos en el hueso de la pata de su porción de chivo, para no mirarme; pero Adela se lo tomó con una calma chicha. Se levantó para despejar la mesa, preparar el mate y traer los pastelitos.
No fue mucho lo que pude mirar porque le tenía miedo al hombre; pero de esa mujer menuda, Adela, se deducía la forma armónica del trasero de su hija. También ella, Adela, llevaba un par de nalgas exquisitamente modeladas y caminaba como si lo supiera. Ese era su mayor rasgo de vitalidad, pero no el único. No se notaba en su andar, en su hablar, en su comportamiento general, el azote permanente de vivir con semejante energúmeno. ¿Le pegaba? No lo creía: un mamporro del gigante en aquella mujercita debería inevitablemente dejar marcas indelebles.
Don Baccio se comió un pastelito casi sin masticarlo y me miró como si fuera a decir algo. Pero permaneció farfullando en silencio, escupiendo miguitas sin vergüenza, rumiando con la boca abierta. Descubrí que deseaba oírme hablar, que lo entretuviera.
—Tranquilos de nuevo, ¿eh? —dije.
Don Baccio no movió un músculo más que los necesarios para dar cuenta del siguiente pastelito. Me miró impertérrito.
—¿Usted vive en Capital? —preguntó Adela.
Antes de que pudiera contestar, sin molestarse en masticar la mitad del tercer pastelito que tenía en la boca, don Baccio replicó:
—No, si va a venir de Marte. Si no tenés nada que decir, ¿para qué preguntás pelotudeces?