Analía lo miró desconcertada y luego se rió. Eugenio ladró otra vez y Analía rió aun más aliviada. A las once de la noche de ese martes, Analía estaba asustada. Eugenio insistía en caminar en cuatro patas, comer como un perro y ladrar. Su hijo estaba actuando como un perro a modo de protesta o se había psicotizado.
El miércoles Eugenio continuó comportándose como un perro.
—Aunque estés actuando —dijo Analía—, dos días de esto es locura. Si no cambiás, voy a tener que internarte.
Eugenio permaneció en silencio. Cuando su madre abrió la puerta, aprovechó para bajar. Bajó los dos pisos por escalera en cuatro patas y ganó la vereda en cuatro patas. Cuando su madre salió a la calle, lo vio olisqueando los excrementos de un perro.
Ese día por la noche, Analía decidió llamar a un psiquiatra (Eugenio había aguardado a que ella subiera para entrar al departamento).
El psiquiatra no dudó: había que internarlo.
El hospital elegido fue el Fruizzione, un neuropsiquiátrico infanto-juvenil.
Concertaron pasar a buscarlo al día siguiente a las ocho de la mañana; era imprescindible la ambulancia.
El jueves, los enfermeros lo sacaron en camilla a la calle y Eugenio mantenía posiciones de perro, jadeaba y sacaba la lengua. La madre iba detrás. En el hall de entrada los aguardaban, para asombro de todos menos Eugenio, los medios de prensa. Los canales de televisión, las radios y los diarios.
La mayoría de los periodistas coincidía en llamarlo el niño-perro. Nadie osaba hacerle preguntas: los reporteros se limitaban a transmitir el informe en monólogos personales, mientras los camarógrafos lo registraban impasibles y los fotógrafos lo acribillaban. Sin que se lo pidieran, Eugenio tomó el micrófono del canal televisivo más importante y dijo en voz alta y clara:
—Mi padre se ha convertido en mujer. Yo quiero ser un perro.
Los disparos de los flashes se redoblaron, los camarógrafos se movían como si pudieran filmar aun algo más y las preguntas de los periodistas arreciaron sin que ninguna pudiera escucharse claramente. Por toda respuesta, Eugenio ladró. Y no hizo más que ladrar mientras los enfermeros lo escondían en la ambulancia.
Una semana después concedió una nota exclusiva al principal canal de televisión. Las autoridades del hospital comenzaron por negarse, pero Eugenio los amenazó con un proceso judicial. Los médicos temían la reacción de la prensa, y cedieron.
Eugenio quemó sus documentos de identidad frente a la cámara.
—A partir de ahora, soy Dogui. No quiero ser más Eugenio. Soy un perro.
—¿Esto tiene algo que ver con la decisión de su padre de convertirse en mujer?
—No, no directamente. Pero me alentó con su ejemplo. Siempre quise ser perro, toda mi vida me sentí un perro. Un perro encerrado en el cuerpo de un hombre. Ahora soy lo que quiero ser.
—Pero es distinto querer ser una mujer que un perro.
—¿Por qué?
—Porque estamos hablando de la especie humana.
—Yo no estoy comparando la especie humana con la animal, estoy reclamando mi derecho como humano a ser lo que quiero ser. Yo sólo quiero ser un perro, no molesto a nadie. Sólo quiero que me traten como a un perro. Yo no elegí ser así. Quiero que me respeten: que me den comida de perro y me permitan tener un dueño, como todos los demás perros.
—Pero usted ahora está hablando.
—Porque necesito hablar para reclamar mis derechos: cuando me los reconozcan plenamente, solamente ladraré.
—Pero si usted habla, quiere decir que no es un perro. Los perros no hablan.
—Cuando los transexuales defienden su derecho, también reconocen su sexo original. Un hombre que quiere convertirse en mujer y no lo dejan, comienza por reconocer que es hombre para reclamar por su conversión. De lo contrario, no necesitaría reclamar nada. Ahora las leyes contemplan el cambio de sexo. En casos muy limitados, pero lo contemplan. A menudo vemos hombres en la televisión reclamando documentos y apariencia de mujer. Yo deseo ser un perro: quiero que se me acepte socialmente.
—¿No considera que es retrógado comparar a un ser humano que quiere cambiar de sexo con uno que quiere convertirse en perro?
—Usted es el que censura que yo quiera convertirme en perro, no yo el que censura que una mujer quiera convertirse en hombre o un hombre en mujer. Yo estoy siguiendo un ejemplo.
El reportaje se reprodujo en todas las portadas de los diarios, en todas las radios y todos los canales. Un enorme debate se inició. Desde los almacenes hasta las grandes corporaciones. En los barrios y en los estudios de televisión.
Desde ese último reportaje, Eugenio sólo ladraba y caminaba en cuatro patas. Orinaba como un perro y defecaba en cualquier parte. Comía como un perro, y una cocinera comenzó a tratarlo como tal. Le llevaba huesos y le acariciaba la espalda. Eugenio le lamía la mano. Los doctores decidieron que Eugenio podía permanecer en su casa.
La madre en principio se negó, pero finalmente se vio obligada a aceptarlo.
A los pocos días lo invitaron al programa de un famoso filósofo televisivo. En el contexto de ese programa, Eugenio mantendría un debate con un reconocido intelectual homosexual. El mencionado intelectual había sido uno de los más tenaces e inteligentes luchadores por el logro de la institucionalización de la transexualidad.
—Es claro que usted no quiere ser un perro sino oponerse a la transexualidad de su padre —dijo el intelectual.
—En realidad es mi padre el que se opone a que yo sea perro —dijo jocoso Eugenio—. Se enteró primero y se hizo mujer a modo de protesta. O quizá se volvió loco por el impacto. No es fácil tener un hijo perro.
—Pero usted no ignorará que su apariencia es la de un ser humano —dijo el filósofo que conducía el programa—. En el caso de su padre y de otros transexuales, con el tiempo serán mujeres completas: nadie conocerá su origen sexual.
—¿Y la verdad? —preguntó Eugenio—. ¿Vale menos que la apariencia? ¿Una operación borra el pasado? ¿Y la memoria? ¿Y los olores? Si no existe el alma, ¿para qué necesitan operarse? De no existir el alma, el cuerpo determinaría absolutamente nuestra identidad. Y si el alma existe: ¿qué se gana con operarse? El alma seguiría determinando nuestra identidad más allá de lo que hagamos con nuestro cuerpo.
»De todos modos, y en conclusión —siguió Eugenio— yo estoy de acuerdo con usted: sólo me falta conseguir un cirujano que me dé apariencia de perro. En un cuento del escritor Bioy Casares, un científico lleva almas humanas a cuerpos de perros: quién le dice que la realidad no pueda imitarlo. Me gustaría ser un dogo.
Tres diarios reprodujeron al día siguiente la misma nota de opinión de un político ultranacionalista. Eladio Pialón era un consuetudinario homofóbico que había malgastado su único período como congresista desgañitándose contra todas las leyes que pudieran favorecerlos. También era xenófobo y subrepticiamente antisemita.
«Nuestros niños querrán convertirse en perros. En osos, en peces. ¿Por qué no? Si sus padres se convierten en mujeres. Es la Argentina degenerada. No hay ningún tipo de orden. Somos el inicio del fin del mundo.»
Un pasquín ultraizquierdista, con tendencias feministas y conducido por dos dirigentes lesbianas, replicó: «El niño perro tiene razón. Cada cual tiene derecho a elegir su identidad. Como dijo Somerset Maugham: ‘¿Y qué si un hombre no quiere perpetuar su especie?’. No existe la libertad a medias: o todo o nada. Eugenio tiene derecho a ser un perro. Eugenio tiene derecho a que lo llamemos Dogui».
El caso adquirió un ribete dramático que excede el tono de esta crónica: dos transexuales fueron asesinados en sus hogares. En la cama de uno de ellos, sobre el cuerpo ensangrentado, se encontró una nota, escrita en una hoja rayada: «Para salvar a la Argentina de la degeneración».
Dos abogados de la comunidad homosexual y el líder de los derechos de los transexuales se dirigieron a la casa de Eugenio.
Lograron llegar a la puerta del departamento, pero Eugenio los recibió ladrando. Se mantuvo ladrando luego de que su madre los hiciera pasar. El líder de los derechos transexuales, exasperado, intentó patearlo, pero los otros dos se lo impidieron.
Cuando finalmente se fueron, la madre le dijo a Eugenio:
—Dijiste que la decisión de tu padre te iba a arruinar la vida. ¿Y vos qué estás haciendo? ¿Esto lo está haciendo tu padre o vos mismo?
—Mi vida ya está demolida —dijo Eugenio—. Pero quiero que los escombros caigan sobre él.
Y ladró.
Otro transexual amaneció ahorcado, y nunca se supo si fue suicidio o asesinato. Uno más fue golpeado en San Telmo y otro, violado en las vías desiertas de un tren. En atemorizada reacción, canales, radios y diarios comenzaron a objetar la vigente ley de transexualidad. Los diputados se hacían cada vez más permeables a esta tendencia. Los dos abogados y el líder transexual descubrieron con quién tenían que hablar. Fueron a ver a Manuel.
Dos días después, Manuel se apersonó en la casa de su ex esposa. Analía lo hizo pasar y se fue. Por primera vez desde que había comenzado su odisea, Eugenio se puso de pie. En dos patas.
Estaba frente a su padre. Apenas le parecía un hombre disfrazado. Los pechos podían ser una mera utilería, y el largo del cabello no lo hacía más mujer que hombre. Pero lo impactó la voz, lo único que no había sido alterado: le resultó extrañamente aguda.
—¿Qué querés? —le preguntó Manuel.
—Que te transformes nuevamente en un hombre.
—Estás loco. No sabés lo terrible que es la operación.
—Vos estás loco: no sabés lo terrible que fue para mí.
—Te estoy hablando concretamente de un dolor físico —dijo Manuel.
—Yo te estoy hablando de un dolor peor.
—Me estás pidiendo…
—Si sos un hombre que quiere ser mujer, no tengas hijos. Si tenés un hijo, sacrifícate por él. ¿No podés soportar ser un hombre? Matáte. Pero no arruines la vida de tu hijo. Tu felicidad no es más valiosa que mi vida.
—La única posibilidad de felicidad es que cada uno haga su vida —dijo sencillamente Manuel.
—Eso es imposible desde que vos hiciste mi vida. Vos hiciste mi vida.
Manuel no tuvo más palabras.
La operación fue inédita. Le reimplantaron el sexo y las hormonas que lo hacían hombre. Su novio no lo abandonó. Pero finalmente el cuerpo de Manuel rechazó la superposición de metamorfosis: algunos órganos no funcionaron correctamente y una infección se extendió por todo el cuerpo.
Murió unos meses después.
Los medios se apaciguaron, el debate desapareció de la cotidianeidad. Sin embargo, una tarde calurosa, un periodista con su programa venido a menos trató de levantar el rating con una nota exclusiva a Eugenio.
—Desde que su padre volvió a ser hombre —dijo el periodista—, usted abandonó su ambición de ser perro. De modo que usted nunca sintió la necesidad de ser perro: sólo era un modo de protesta contra su padre.
—No —dijo Eugenio—. Igual que él: simplemente cambié de parecer. En este mundo en el que cada uno puede ser lo que se le antoja independientemente de su nacimiento: ¿por qué un perro no habría de poder querer ser hombre?
Aunque la historia es real, el haberla recordado me atraerá la antipatía de muchos. Sin embargo, no se han deslizado en este relato pensamientos que me representen. Es simplemente la historia de un padre y un hijo. Apenas una historia más de las que ocurren a los humanos. Porque desde que se inventó el mundo, pasa cualquier cosa.
Cerca de las dos de la mañana comencé a escuchar los ruidos y a sentir el olor. Algo crepitaba en el edificio de la esquina y el aire, manso, de la madrugada, dejaba llegar hasta el hotel el olor del humo de los incendios.
Dejé el rectangular cubículo de madera que compone la conserjería y salí a la calle.
En la esquina, la torre de departamentos ardía cinematográficamente. Todos los pisos decían la tragedia: de los que no salían llamaradas, se desprendían gigantescas volutas de humo mortalmente negro. Era el humo que asfixia, que enceguece, que mata.
Antecedido por el breve sonar de la sirena, llegó el carro de los bomberos. Aún no veía a los habitantes del edificio en el umbral.
Los bomberos se desplegaron alrededor de la catástrofe, y media docena de ellos se internó en la torre en llamas.
Era enero, un verano tórrido, el aire irritantemente quieto; la cuadra se recalentó. Regresé a mi puesto de trabajo.
El aire acondicionado me situó nuevamente en la realidad, luego del espectáculo pesadillesco. Levanté el teléfono y marqué el número de mi tía Dora —que pasa las noches en vela y me ruega que la llame a cualquier hora— para comentar con alguien lo que estaba ocurriendo; pero al segundo timbrazo entró al hotel una pareja, y colgué antes de que pudiera contestarme.
Decididamente, venían del incendio. Él llevaba una camisa a la que le faltaba una manga, chamuscada en el cuello y con múltiples manchones negros. Ella un vestido blanco con flores amarillas, mal cortado por el fuego en el borde inferior. Algunos mechones de su pelo caían cenicientos.
Ella cargaba su cartera deformada; y él, un pequeño bolso verde de tela de avión, que no había sufrido mayores daños.
Les di las buenas noches de rigor y pregunté por el incendio.
No necesitaban confirmar que venían de allí; dijeron que desconocían los motivos del inicio del fuego. Necesitaban una habitación para pasar la noche.
—¿Y cómo quedó el departamento de ustedes? —no pude evitar, algo morbosamente, preguntar.
—Lo hemos perdido todo —me dijo el hombre—. Todo.
Los miré sintiendo pena, y entonces reparé en que la mujer estaba embarazada. Por el tamaño de la panza, que a primera vista no había descubierto, debía estar promediando el embarazo. Este detalle me conmovió y me apresuré en llevarlos a su habitación.
A esa hora no había botones; me hice cargo de su mínimo equipaje. Los dejé en la habitación 202. No aguardé propina alguna.
Les deseé que pudiesen descansar y buenas noches. Regresé a mi puesto.
Suspiré pensando en las situaciones frente a las que nos pone el destino y salí nuevamente a la calle, a enterarme de cómo continuaba el siniestro.
Los bomberos, efectivos y ágiles, convertían las llamas en humo negro y el humo negro en humo blanco. Sólo se veían hombres de rojo y casco. Corrían en la noche, algunos con mangueras, otros con hachas. Vi a uno atado a un arnés de la reja del balcón del piso veinte. Y —conté con el dedo— del piso veintidós cayó como bólido un gato quemado. Yo sólo vi el bulto caer; pero luego del grito de susto del bombero, le oí decir: