La casa en el Tigre, y aquí apareció un nuevo misterio, también era de él. En el remolino de pericias policiales, reconocimiento del cuerpo y demás, nos enteramos de que mi padre recientemente había heredado una casa en el Tigre y una pequeña fortuna de un tío. De este mismo tío, había heredado su locura.
Armando, el recién aparecido tío, había muerto de viejo en un asilo para locos adinerados del Gran Buenos Aires. Mi padre era su pariente más directo, y a él había ido a parar la cantidad de dinero (que, aun menguada, seguía siendo importante) y la casa, pertenecientes a su tío hasta el día de su fallecimiento.
Eran demasiadas informaciones para una adolescente. No me interné en las averiguaciones sobre este tío loco, como hizo mi madre. Me dediqué a llorar por lo que quedaba de mi padre, hacer un duelo discreto, resignarme a desconocer el secreto que había rodeado este último paso de su vida, y continuar, como pudiera, mi propia vida.
Mi madre y yo recibimos la herencia del tío Armando. Este ingreso inesperado representó el comienzo de un período económicamente holgado. Nos sobraba el dinero.
Don Nicola ayudó a mi madre a invertirlo en distintos negocios, entre ellos su propia casa de pastas. El dinero procedente de esas inversiones comenzó a ingresar como rentas, mensualmente, en nuestras finanzas. Pero a mí siempre me pareció que en una cantidad inferior, en proporción, a lo que mi madre había invertido.
El que también comenzó a ingresar en mi casa, y sin su esposa, era don Nicola.
Al principio, venía para hablar de negocios, a llevar las cuentas de las inversiones junto con mi madre; y como las visitas no eran de cortesía y su esposa no se metía en los negocios, podía prescindir de ella.
Luego, solía ver a don Nicola cuando por algún motivo yo salía de casa y regresaba tarde. Yo llegaba y él se iba. Comencé a sospechar que mi madre lo llamaba cada vez que yo avisaba que tardaría en regresar.
Por último salió a la luz el romance, y en breve se oficializó la separación de don Nicola y su esposa.
No sé cuál habrá sido el trato, pero él se quedó con la casa de pastas.
A mediados del siguiente año, don Nicola vino a vivir a mi casa.
El romance me había resultado desde el inicio despreciable, y la instalación de don Nicola simplemente me decidió a irme de esa casa ni bien tuviese la oportunidad.
Miguel, el hijo de don Nicola, visitaba a su padre y yo lo veía seguido. Don Nicola lo trataba muy mal: no era difícil comprender su permanente expresión de asustado.
Cierta tarde, mi madre y don Nicola salían al cine, y Miguel aprovechó para bajar con ellos e irse también a hacer sus cosas.
Don Nicola se había servido un vaso de leche para beber antes de salir, y en un movimiento torpe lo volteó. La leche se derramó por la mesada de la cocina y el suelo.
—Miguel la limpia —dijo don Nicola mientras abría la puerta para salir.
—Estoy apurado —dijo Miguel.
Don Nicola no habló, simplemente lo miró y le mostró el dorso de la mano.
Miguel agachó la cabeza.
Antes de que don Nicola cerrara la puerta, Miguel ya había tomado el trapo y estaba limpiando.
Mientras limpiaba, Miguel dijo sin mirarme:
—Mi padre no es una buena persona.
—Ya veo —le dije.
—No es esto —dijo Miguel—. Esto no es nada. Mi padre es una mala persona.
Yo entendí que Miguel deseaba vengarse de su padre, y que todo lo que su valentía le permitía era revelar alguno de los secretos de don Nicola.
Le permití vengarse.
—¿A qué te referís? —pregunté.
—Mi padre ya veía a tu mamá antes de que tu padre muriera. Le hacía regalos de dinero. A veces faltaban cosas en casa, pero él de todos modos hacía regalos a sus amantes.
Miguel calló y siguió limpiando con furia.
Yo había sospechado desde la primera vez que vi a entrar a don Nicola solo en casa que algo podía ocurrir, y que quizá ya algo hubiese ocurrido. Pero la comprobación de la felonía, aunque no me sorprendió, me llenó de furia.
Siempre había creído que el infiel en ese matrimonio era mi padre.
No hablé más con Miguel y evité su presencia siempre que pude. Me ausentaba de casa con frecuencia. Comencé a dormir en casas de amigas. Luego, de amigos.
Comenzaron los años locos para mí. Dormía en cualquier lado, trabajaba de lo que podía y comía lo que había. Dejé de ver a mi madre. Cambié mi aspecto y mi lenguaje. Cuando hube formado una imagen bastante degradada de mí misma, me mantuve así hasta los veinte años.
Una noche, con un novio casual, llegué a este mismo hotel. No había otro más cerca. Pedimos habitación hasta el día siguiente.
Nuevamente enrojecí.
—¿Y los registraron por una sola noche? ¿Sin equipaje? —pregunté indecorosamente.
—Así es. No se preocupe —me dijo—. Le aseguro que no volveré. Esta es mi última noche en este hotel, y es con mi marido. Pero aquella noche, al llegar con aquel muchacho, descubrí que el conserje era el mismo que me había dicho que mi papá no quería recibirme.
¿Cinco años es mucho o poco tiempo? Quién sabe. Para mí el tiempo ya no existe. Pero este hombre tenía algunas canas, y parecía uno de esos actores que deben envejecer a lo largo del film, y los maquillan para que aparenten cinco años más.
—¿Me recuerda? —le pregunté.
—Por supuesto —me dijo, y agregó—: Nunca podré olvidarme de usted.
Le pedí a mi acompañante que me aguardara en la habitación y prolongué la charla con el conserje.
—¿Y el otro conserje? —pregunté, recordando a aquel hombre que había intentado unas palabras amables cuando mi padre ya se había ido, cinco años atrás.
—Lo echaron por esa época —me contestó el conserje nocturno.
Lo dijo de un modo que despertó mi curiosidad.
—¿Por qué? —pregunté.
—Utilizaba las instalaciones del hotel para actividades personales.
—¿Instalaciones? ¿Se refiere a las habitaciones?
—Exactamente —dijo el conserje.
No cabía duda de a qué actividades podía estar refiriéndose si necesitaba habitaciones para llevarlas a cabo.
—¿Y con personal del hotel?
—Preferentemente con personas totalmente ajenas al hotel. Mujeres que ni siquiera eran pasajeras.
Mantuve silencio, aún quería seguir conversando, y lo del conserje despedido no me parecía tan grave. Mantenía relaciones sexuales en su lugar de trabajo. ¿Y? En mi deambular, en aquellos pocos años, yo había oído de cosas infinitamente peores.
—¿Usted oyó llorar a mi padre aquella noche? —pregunté.
El conserje negó en silencio.
—Pero usted reportó ruidos extraños en la habitación de mi padre —insistí.
—En absoluto —contestó con rapidez el conserje.
—¿Está seguro? —dije, algo asustada—. Eso fue lo que me dijo el conserje de la mañana, el que usted dice que echaron. —Medité un segundo, y pregunté—: ¿Puede asegurarme, aunque hayan pasado cinco años, que usted no hizo ningún reporte sobre ruidos extraños en la habitación de mi padre aquella noche? Es importante para mí; pero no para usted. No tema decirme que no lo recuerda.
El conserje guardó silencio durante una cantidad de tiempo considerable.
Y cuando habló supe que había esperado en silencio aún mucho más.
—Recuerdo perfectamente esa noche porque el hombre que me contestó cuando llamé a la habitación que supuestamente ocupaba su padre, no era su padre. A no ser que su padre fuera el conserje que echaron. El conserje de la mañana.
—¿Estaba ocupando la habitación? ¿La habitación en la que estaba mi padre?
—En la que supuestamente estaba su padre, sí —me dijo—. Cuando habló conmigo, no necesitó fingir mayormente la voz. Yo era nuevo y apenas lo conocía. Me dijo, como le dije entonces, que no quería recibirla.
—Entonces… —dije, sin saber cómo seguir.
—Puedo asegurarle que en todos estos años esperé que alguna vez usted reapareciera para contarle la verdad.
—¿Y usted nunca vio a mi padre en este hotel?
—Jamás —dijo el conserje—. Vi su nombre y apellido, e incluso el número de documento, registrado en la planilla. Pero no a la persona.
—¿Y cómo se enteró usted de que la voz era del otro conserje y no la de mi padre?
Se perturbó.
—¿Cómo lo supo? —insistí.
—Esa noche, después de las once, unas horas después de que usted se fue, pidieron champán.
—¿Desde esa misma habitación?
—Desde esa misma habitación —repitió afirmativamente el conserje—. Naturalmente, el champán debía llevarlo el botones. Pero me intrigó tanto la actitud de aquel hombre, intriga que crecía por no haberlo visto aún, que no le avisé al botones y decidí llevar yo mismo la bebida. Quería ver la cara de aquel hombre que había rechazado a su hija y ahora pedía champán.
—Pero el hombre que vio —dije— no era el que había rechazado a su hija.
—El hombre que vi —dijo— estaba con una mujer, y era el conserje del turno mañana. Evidentemente, el botones no desconocía sus actividades nocturnas y, creyendo el conserje que era el botones quien llevaba el champán, abrió la puerta con toda confianza. Vi al conserje semidesnudo, tapado a medias por la puerta; y a una mujer con cara de loca y despeinada, totalmente desnuda, parada en el medio de la pieza.
—¿Y qué hizo?
—Le entregué el champán y cerré la puerta.
En ese momento nos interrumpió el timbre del teléfono. Mi acompañante quería saber qué me ocurría. Por qué no subía.
—Ya subo —le dije—. Esperame que ya subo. El conserje es un conocido. Ya subo.
Mi acompañante no tuvo más remedio que aceptar.
—¿Y él no le dijo nada? —pregunté.
—Me guiñó un ojo —dijo el conserje.
—¿Usted lo denunció al día siguiente?
—No —respondió instantáneamente—. No lo denuncié. Lo descubrieron semanas después, por imprudencias suyas. Descubrieron que utilizaba las habitaciones fuera de su horario. Aunque lo consideraba un canalla, no quería denunciarlo, no me gusta; no por él, por mí. Pero cuando lo descubrieron, en lo primero que pensé fue en que si alguna vez la veía por fin podría contarle la verdad.
—Tardó un poco —dije.
—Cinco años. No fue fácil tampoco para mí.
—¿Logró ver a la mujer? —le pregunté.
—Sí, sí que la vi. Aún la recuerdo. Estaba desnuda.
—¿Podría describírmela?
—Bueno, era una mujer… más bien morruda…
En su descripción, a retazos pero certera, intentó rescatar de su memoria hasta el mínimo vestigio de lo que había entrevisto tras la puerta. Se esforzó en recordar, como un homenaje a aquella chica de quince años a quien involuntariamente había engañado. Y el retrato logrado me resultó familiar, infamantemente familiar.
—¿Cuál era el nombre del conserje de la mañana? —pregunté.
—Omar —me dijo—. Omar Balvuena.
—¿Sabe qué se hizo de él?
—Yo suelo ir por el sindicato y allá me dijeron más de una vez que anda por el Tigre, todavía dentro del gremio. En aquella ocasión me sorprendió que no intentara defenderse judicialmente cuando lo echaron; no peleó ni por media indemnización. En el sindicato le ofrecieron apoyo legal, pero lo rechazó. Me dijeron que trabaja en una hostería, como le digo, del Tigre. Se llama precisamente El Tigre.
No escuché más. Dije buenas noches y me dispuse a salir.
—Señorita —me dijo el conserje—. Su compañero la espera en la habitación.
—Es una buena ocasión para que usted se redima de aquella vez que no me dejó subir —le respondí—. Dígale que no me espere más.
Y salí.
Tomé un remís al Tigre. Tenía en el bolsillo el dinero con el que pensaba pagar la habitación. Sí, a veces yo misma pagaba las habitaciones a las que iba con mis amigos. En el Tigre, no tuve que preguntar a más de un parroquiano para encontrar la hostería.
El hombre que atendía me miró admirativamente. Con desvergüenza.
Pero no, Omar no estaba. Por supuesto que yo estaba invitada a quedarme todo el tiempo que quisiera. Incluso a esperarlo hasta el día siguiente. En una habitación para mí sola, gratis. A una amiga de Omar no le retacearía una cama para dormir.
Agradecí gentilmente, pero dije que necesitaba encontrarlo ya mismo. Era su sobrina, argumenté esperando que no me creyera, y Omar me había mandado a llamar con urgencia.
—Si es con urgencia —me dijo guiñando un ojo—, no lo vamos a hacer esperar. Está en la casa. ¿Sabe cómo llegar?
—Le agradecería si le da las señas al chofer de mi remís.
El hombre regresó conmigo al remís y nos explicó cómo llegar.
En el viaje, si bien corto, supe que aquella casa era la que había heredado mi padre de su tío. No podía ser otra. Era parte de la recompensa de Omar; la otra parte de la recompensa, había sido mi propia madre. También sabía lo que le diría.
El remisero me dejó en la puerta y preguntó si debía esperarme. Dije que no, allí terminaba el viaje.
Toqué el timbre y tuve que esperar unos minutos.
Abrió un hombre con barba de días, sucio, gordo, oliendo a ginebra. Era Omar.
Me miró extrañado y no esperé a que me preguntara quién era.
Le dije:
—Quiero mi parte.
Lo empujé hacia adentro de la casa presionando con mi mano sobre su fofa panza. Antes de entrar, descubrí una chapa junto a la puerta: un nombre seguido del apellido de mi padre. No se habían tomado el trabajo de sacarla.
—Ah, ya sé quién sos vos… —dijo golpeándose la frente, borracho—, ¿Cómo está tu mamá?
—Puta —contesté—. Como siempre. Quiero mi parte.
—¿Tu parte de qué?
—No me importa quién lo hizo. A mi mamá hace años que no la veo. Sólo quiero el dinero.
—No tengo plata, nena.
—Algo tiene que quedar —dije—. Algo para mí.
—No queda plata. Además, vos no hiciste nada.
—¿Y esta casa?
—Esta casa —dijo Omar— es tuya. Sólo vivo acá. Me podés echar ahora mismo.
—No me sirve —dije—. Necesito plata. Y puedo hacer algo ahora.
—¿Qué podés hacer?
—¿Si me decís dónde está lo que resta de plata?
—Si te digo dónde está lo que resta de plata —intentó ser el engañador Omar.
—Yo también soy puta —dije entonces.
Omar se abalanzó sobre mí sin hacer más preguntas.
La mujer debe haber notado mi incomodidad, porque interrumpió el relato. No podía creer que aquella dama, con su marido y embarazada, hubiese podido hacía una década protagonizar eventos de tal magnitud.