Historias de hombres casados (21 page)

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Authors: Marcelo Birmajer

Tags: #Cuentos

BOOK: Historias de hombres casados
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—Usted es un buen hombre —me dijo.

—Intento serlo —dije.

—Pero de todos modos querrá que le termine de contar la historia.

—Si a usted le hace bien… y si evita los detalles escabrosos…

—Me hace bien —dijo—. Es la primera vez que lo cuento, y también me hace bien saber que es la última. Ya estaba cansada de llevarla en la cabeza, ahora voy a descansar. Y sobre lo otro: la historia entera es escabrosa, pero intentaré evitar los detalles.

Le di a Omar todo lo que quería de mí. Todo —dijo dando una nueva pitada a un nuevo cigarrillo—. Y le arranqué todo lo que tenía para darme. Me contó todo. Me lo cobró. Pagué cada una de sus informaciones con un palmo de mi cuerpo. Pero finalmente lo supe todo.

Mi madre se acostaba con Nicola y con Omar mientras estaba casada con mi padre. E incluso con ambos en la habitación del hotel. Mi padre le informó a mi madre de la reciente muerte de su tío. De la herencia. Mi madre, a quien en compañía de sus dos colegas todo le importaba nada, imaginó el engaño y el asesinato. Yo no llegué a enterarme de la herencia, porque mi padre aún no quería decirme que teníamos un pariente loco. Su temor a la locura era cierto. Desde el primer día en que mi madre me dijo que mi padre nos había abandonado, estaba secuestrado en el Tigre. Omar no sabía si custodiado por don Nicola o por algún sicario pago. A él, a Omar, sólo le competía registrarlo en el hotel y engañarme cuando yo fuera a preguntar. Lo hizo por seguir gozando de los favores de mi madre (incluso aquella misma noche) y por la oferta de disponer de la casa a su antojo, una vez que se hubiesen desembarazado de mi padre. Lo hizo porque era un asesino, y porque el desenfreno licencioso con que habían armado aquel trío los incitaba a refocilarse en la concreción de más y más excesos. Meses después, Omar no sabía exactamente cuándo, a punta de pistola, y amenazándolo con hacerme daño, lo obligaron a escribir la carta. Omar tampoco sabía si mi papá mismo se disparó…

Y aquí la mujer, que narraba la historia con una velocidad mecánica y una precisión rayana en la frialdad, hizo un alto. Cerró un segundo los ojos.

—… o si le dispararon primero y después pusieron sus huellas digitales en el revólver. El último —agregó, encendiendo, para mi espanto, un nuevo cigarrillo—. Fueron hábiles al construir la historia utilizando el precedente real de mi tío, pero torpes al no poner en su carta ni una sola referencia cariñosa a mí.

¿Puede creer que fue ese detalle el que nunca, ni en un segundo de esos cinco años, me permitió creer del todo la historia que habían inventado?

—Por supuesto —le dije sinceramente.

—Denuncié a mi madre —dijo largando el humo por la nariz—. A diferencia del colega de usted, no tuve ningún problema en denunciar a todos. Había demasiados cabos sueltos. Para la policía fue especialmente importante que Omar estuviese viviendo en esa casa sin pagar alquiler. ¿Por qué estaba viviendo ahí? No supo qué contestar. La ex esposa, y especialmente Miguel, se desvivieron por incriminar a don Nicola. En este hotel, las referencias sobre Omar no fueron mejores. Mi madre fue presa. Aún lo está. También Omar. Don Nicola se suicidó; sí, de verdad. Pero no dejó ninguna carta, gesto que desde entonces me parece la confirmación de que un suicidio es cierto.

Me extraña que usted no haya oído ni una palabra de esta historia anteriormente —dijo, mirándome, la mujer—. Ni siquiera sobre Omar.

—En el hotel hubo un recambio total poco antes de que yo ingresara —dije—. El dueño es otro, y el personal es prácticamente todo nuevo. Y, como usted sabrá, en una dependencia comercial hay historias que más vale que no prosperen. No sería buena propaganda para el hotel que se supiera que semejantes empleados y sucesos se desarrollaron en sus instalaciones.

—Qué bien habla usted —dijo la señora sonriendo.

—No tengo otra cosa que hacer —dije enrojeciendo por enésima vez.

Y por segunda vez pensé que, de no haber estado embarazada y no haber llegado bajo la circunstancia fatídica del incendio, sería una de esas pasajeras de las que mis colegas se jactaban.

—Ahora debe estar aliviada —dije.

—¿Por contarle la historia? —preguntó.

—No —dije—. Porque los culpables están presos.

—Aliviada porque mi madre está presa… No, no tanto. Pero esta noche, esta noche sí que me siento aliviada.

—Me alegro de haber sido útil.

—Más de lo que se imagina —me dijo—. No me es indiferente que usted sea el conserje nocturno de este hotel. Después de todo, fue gracias al conserje nocturno que encontré la punta de la verdad. Y esta habitación, por más que todo haya sido una trampa, esta habitación fue el lugar donde me despedí para siempre de mi padre.

—¿Qué habitación? —pregunté.

—La 202 —dijo la señora—. La habitación desde donde mi padre me contestó que ya no quería verme.

—Pero ése no fue su padre —dije—. Ése fue el conserje.

—Sí. Pero de algún modo, ésa fue la vez que me despedí de mi padre.

—Lo siento mucho —fue lo único que atiné a decir.

—Le repito que usted es una buena persona.

—Espero que su casa haya permanecido lo más presentable posible —le deseé.

—No va a hacer falta. Buenas noches —me despidió.

Y nuevamente por la escalera subió a su habitación, la 202.

A las seis de la mañana llegó Jacobo, el conserje diurno, y me reemplazó. Le informé del incendio, pero ya lo sabía por la radio. Me preguntó los detalles. Le conté lo que pude: el inicio, las llamas, el humo, y la muerte del gato. Le informé, también, claro, de la pareja que se había registrado. Pero siquiera mencioné que provenían del edificio incendiado. No quería que los molestara con preguntas.

Estaba realmente agotado y decidí quedarme a dormir en la habitación de servicio en lugar de viajar a casa.

Le pedí a Jacobo que no me despertara antes de la una del mediodía.

A las diez y media de la mañana, fui despertado por Jacobo.

Me sacudió, le pregunté la hora, y en vez de responderme dijo:

—No están los pasajeros de la 202.

—Se fueron —dije aún dormido.

—Se fueron sin pagar —agregó Jacobo.

—¿Cómo sin pagar? —dije despertándome.

—Mandé al botones a avisarles que eran las diez, que tenían que dejar el cuarto o pagar por una noche más. Y el botones me dijo que en la 202 no había nadie. Habían dejado la cama como si no la hubieran tocado.

—¿Y no pagaron?

—No pagaron —repitió Jacobo.

—No te preocupes —dije—. Viven acá al lado. Yo me encargo de hablar con el patrón. Dejálo en mis manos.

Y caí sobre la almohada intentando no pensar en el pequeño inconveniente.

Pero antes de que me reencontrara con el sueño, me interrumpió nuevamente Jacobo.

—Es tu tía Dora en el teléfono —me gritó—. ¿Estás despierto?

—Pásame la llamada —respondí.

Levanté el tubo del teléfono de la habitación de servicio. Pensaba hablar con la tía, cortar e irme a dormir a mi casa. Ya estaba bien del hotel por un buen tiempo.

—Hola, tía.

—Querido —me dijo con la voz cariñosa de siempre—. Qué alegría oírte. Ayer el teléfono sonó dos veces de madrugada. Las dos veces cortaron. Las dos veces pensé que eras vos.

—Era yo, tía —confirmé.

—Qué suerte, estaba preocupada. ¿Qué incendio, no? Al ladito de tu trabajo. Yo le decía hoy a una amiga que es al lado, al lado del trabajo de mi sobrino. Lo debés haber visto todo.

—Lo que pude —dije—. Pero sé menos que vos, que leíste el diario.

—Ah, muy impresionante. Muertos.

—Vi morir a un gato.

—¿Un gato? —me preguntó.

—Cayó del piso veintidós, carbonizado.

—¡Pobrecito! —gritó mi tía espantada, y agregó—: ¿Lo viste bien?

—No, de lejos —respondí entre cohibido e irónico.

—Ah, después me contás —dijo mi tía—. A mí lo que me impresionó fue lo de la pareja del ascensor.

—¿Ves? —le dije—. Eso lo ignoro completamente.

—Una pareja, quedó atrapada en el ascensor. Un drama. Murieron quemados los dos. No quedó nada. Las joyas y el metal de un encendedor. Y no sabés… no sabés… Lo peor. Ella, la chica, estaba embarazada. ¿Cómo hacen para saberlo? En mi tiempo no te enterabas de que estabas embarazada hasta que no nacía, y ahora lo saben aunque te mueras antes…

La voz de mi tía continuó en el tubo, a una distancia infinita de mi mano. La voz de mi tía reclamando que le contestara, preguntándome qué me pasaba, a dónde me había ido.

La gente está viva

A mí también me gustaba Inés Larraqui. Y al igual que los Tefes, mi mujer y yo éramos amigos de los Larraqui. La amistad inicial, tanto de Tefes como mía, era con Diego, el marido de Inés.

Ricardo Tefes me había citado para contarme, finalmente, cómo era en la cama Inés Larraqui. Desde hacía años nos burlábamos del progresismo del matrimonio Larraqui y elogiábamos las tetas y el cuerpo flexible de Inés. Durante largo tiempo habíamos aguardado el momento en que alguno de los dos le relataría al otro la escena real, que tenía tanto de cataclismo como de milagro.

Aguardaba con ansiedad a Tefes, es un buen contador de historias y no ahorra detalles cuando se trata de sexo. Es un narrador pornográfico; de los que prefiero. Detesto el erotismo o las sutilezas en las conversaciones sexuales entre amigos. No me desagradan los detalles sórdidos ni los violentos.

Nos encontrábamos en el café Todavía, en la esquina de Junín y Rivadavia. Para mi asombro, el rostro de Tefes, cuando llegó, no expresaba triunfo sino desconcierto.

—¿No pudiste? —pregunté asustado.

—Me la cogí, me la cogí —me tranquilizó Tefes.

Pero en su mueca persistía un dejo de extrañeza, de cierta amargura.

—¿Algún problema? —pregunté.

—No, no —dijo sin convencimiento—. ¿Te cuento?

Asentí.

—Bueno —comenzó Tefes—. Vino ayer a las dos de la tarde, con el hijo.

—¿Con Nahuel? —pregunté.

—Con Nahuel —confirmó Tefes.

—Qué torpeza —dije acongojado.

¿Por qué se casa la gente? ¿Por qué tienen hijos? ¿Por qué tienen amigos? Si yo fuera feliz, me encerraría en un refugio con mi familia y no permitiría entrar a nadie. Nahuel era lo mejor que tenían los Larraqui. Un chico de ocho años, sorprendentemente inteligente y dulce. Si alguna vez nos cohibíamos, con Tefes, respecto a nuestros más ardientes comentarios sobre qué haríamos con Inés Larraqui, no era por nuestro amigo en común, Diego, sino por Nahuel.

Cuando cenaba en lo de los Larraqui —y con mi esposa lo hacíamos como mínimo dos veces por mes—, mi único consuelo era Nahuel. Mientras los adultos conversaban estupideces, yo jugaba a los videos con Nahuel y escuchaba sus acertados comentarios. Dos motivos me impedían cortar toda relación con los Larraqui: la profunda amistad que se había establecido entre Inés y mi esposa; y mi esperanza, nunca apagada, de acostarme alguna vez con Inés. Nahuel era el más fuerte aliciente para cortar toda relación con ellos. Por preservarlo.

Los hombres débiles casados con mujeres hermosas no deberían tener amigos. Deberían aceptar el regalo primero del destino, la mujer, y renunciar a las amistades masculinas. Salvo con hombres más débiles y con mujeres más hermosas.

¿Qué le depararía el futuro a Nahuel? Inventaba todo aquello que no sabía: describía con lujo de detalles cómo era posible que aparecieran las imágenes en la pantalla del televisor, cómo sobrevivían los peces bajo el agua, qué mantenía girando al mundo. Yo podía escucharlo durante horas. Cuando por algún motivo debía llamarlos por teléfono y atendía Nahuel, le dedicaba la mayor parte del tiempo del llamado.

Tefes me estaba contando los detalles, nada destacables, de su ronroneo con la Larraqui. Una vuelta aquí, otra por allá; ni sometimiento ni forcejeos. Ni un acto de los que siempre habíamos hablado.

—Esas cosas se dicen para calentar el ambiente entre amigos —me dijo Tefes—. Pero no se hacen.

—¿Y Nahuel? —pregunté.

—Bueno, vos sabés: Inés había venido a casa a estudiar unos nuevos mapas.

Tefes e Inés eran profesores de geografía, y los seis nos habíamos conocido en el profesorado. Mi esposa e Inés trabajaban en la misma escuela; Tefes, Diego y yo en otra. La esposa de Tefes enseñaba en el instituto de la Fuerza Aérea.

—Cuando la vi caer con Nahuel, pensé que no pasaba nada. Máxime, cómo se portó el pibe. Un quilombo bárbaro. No paraba de hacer lío. Nunca lo vi así.

—¿Intuía algo? —pregunté.

—No sé. Pero eso pensé yo.

—¿Y cómo los dejó tranquilos para que pudieran llegar tan lejos? Si estaba revoltoso…

—Eso fue lo peor.

—¿Qué?

—El chico estaba más que revoltoso. Gritaba, se puso a llorar… Entonces Inés le dio un calmante.

—¿Un calmante, al nene?

—Sí.

—¿Estás seguro? ¿No habrá sido una aspirineta o algo así?

—Un calmante. Lo sé porque lo sacó de mi botiquín. Un valium, de los que toma Norma.

—¿Y vos la dejaste?

En silencio, Tefes me expresó con una mueca que, aunque ahora avergonzado, en aquel momento había estado dispuesto a todo con tal de acostarse con Inés.

—Y después lo hicieron —dije.

—Sí, pero ya no fue lo mismo. ¿Sabés cómo te sentís mientras pensás que hay un chico dopado en el comedor? Se lo llevó dormido.

—Bueno, Tefes, me tengo que ir.

—Pero pará… si todavía no te conté nada.

—Ya me contaste todo —le dije—. Mal, pero me lo contaste.

—Es que no me das tiempo.

—Estoy envidioso. Prefiero irme.

—Che… —me dijo Tefes cuando yo ya me había levantado—. Que ni se te escape delante de tu jermu.

—Tranquilo —respondí yéndome.

Al poco tiempo cené en la casa de Inés, lamentablemente en una cena intermatrimonial. Inés estaba despampanante. Llevaba el pelo recogido hacia arriba, y un vestido negro, como de piel de delfín, adherido a su cuerpo inquieto.

Podía asegurarse que Tefes había sido su primera relación extramatrimonial, y había convocado a la ninfa agazapada entre los pliegues de su vida cotidiana. Mi esposa, Patricia, no podía terminar de esconder la sensación de escándalo que se le pintaba en la cara. Pero Diego no registraba el cambio. No descubría la mutación.

—Soy maestro —dijo Diego—. Y enseño ciencias. Pero no creo en la ciencia: hace cinco años que no pruebo ningún medicamento recetado por médicos.

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