Nunca la había deseado. No le había prometido nada, ni había logrado de ella más que ella de él. Después de todo, la relación había durado apenas más que un mes. Un tiempo prudencial para experimentar el completo fracaso.
—No, no me podés dejar así —le dijo Pato cuando él la separó de sí suavemente—. Yo hice planes. Estábamos por irnos a vivir juntos… Yo puse mucho en esta relación.
Ariel la miró atónito. Las mujeres hacían planes con él sin consultarlo.
—Lo siento mucho —dijo Ariel como en un velorio—. Pero nunca se me ocurrió irme a vivir con vos. Ni siquiera pensé que lo nuestro iba a durar…
Pato replicó con un llanto desesperado. Un llanto más caudaloso y auténtico que su fingido ataque sexual. Cuando recuperó el aire, se sorbió los mocos y le dijo:
—Puse mucho en esta relación… Me voy a matar.
Ariel primero no comprendió. Su esposa lo había echado de la casa hacía menos de ocho meses y otra mujer amenazaba con matarse.
Contabilizó con alarma todos los posibles medios de que Pato cumpliera su amenaza: la ventana abierta, desde la que tranquilamente podía, si bien no matarse, romperse las piernas. O matarse, en realidad, si era tan temeraria como para arrojarse de cabeza. Los cuatro o cinco tomacorrientes que se destacaban en los zócalos de las paredes. Hojas de afeitar, no. Cuchillos, sí, a montones, bien filosos, perfectamente expuestos en el secador de cubiertos de la cocina. Si Pato sinceramente deseaba matarse, ya podía comenzar.
—No te voy a dejar sola —dijo Ariel—. Calmáte.
—No quiero que me acompañes como a una nena —dijo Pato envalentonada por el efecto de su amenaza.
—¿Te hago un té? —preguntó Ariel.
Pato asintió.
Ariel fue a la cocina, pero no se animaba a dejarla sola.
Cada tanto, aun en el breve tiempo que tardó en hervir el agua, asomaba la cabeza, la miraba y le sonreía. Pato no respondía. Ocultaba la mirada y su gesto parecía reafirmar la decisión.
«¿Qué hago?», se preguntó Ariel volcando el agua hervida sobre el saquito de té. Eran recién las doce y cuarto de la noche. Le dio miedo ver el agua lacerando el débil papel del té.
Ariel se acercó con los dos vasos y temió que ella le arrojara el agua hervida al rostro.
—No tengo por qué vivir —dijo ella.
Ariel pensó que terminarían en un hospital. El debería hacerse cargo de la internación. Llamar a los padres, dar los datos. Palideció y tragó saliva. Luego, se quemó la lengua con el té.
—Vamos a pasar la noche juntos —le dijo Ariel—. Intentá ir tranquilizándote de a poco.
Ella respondió con una sonrisa irónica.
«Qué poder tienen sobre nosotros las personas que nos aman sin que les correspondamos», pensó Ariel. Un amante despechado podía hacer cualquier cosa.
Las horas pasaron. Hay cierto momento de la madrugada en que el tiempo se torna piadoso y corre con mayor velocidad. Como si la Tierra no quisiera estar detenida demasiado tiempo bajo ese cielo que no es ni negro ni celeste, ni rosado ni amarillo, ese espacio de la madrugada en que todas las cosas, incluidos los sentimientos y los pensamientos, son informes. A partir de las tres, la mañana ya llega. Disminuye la densidad de las horas. Los minutos ni siquiera cuentan. Pato se durmió. Ariel se mantuvo despierto, observándola. Alegre, quizás algo eufórico (un efecto de la madrugada), por no haber cedido a la tentación de calmarla con un golpe de sexo.
En algún momento se adormeció y luego despertó sobresaltado. Ella ya no estaba. Los colectivos sonaban afuera. El día por fin había llegado. Eran las siete y veinte de la mañana. Ariel sonrió: una vez más, veía la luz del sol. La sonrisa se le interrumpió con una certeza brusca: era por la vida de ella, no por la de él, que había temido durante la noche.
¿Dónde estaba? ¿Hecha un cadáver frío y sanguinolento en la planta baja? No. Ya lo hubiesen despertado. ¡El baño, colgada en el baño! Colgada del caño de la ducha. Se acercó al baño. La puerta estaba cerrada. Sintió náuseas. Se le llenaron los ojos de lágrimas. Le palpitaba la cabeza. Abrió de un solo empujón: el baño estaba vacío. Agradeció a Dios. En la cocina tampoco había rastros. Descubrió, en un segundo vistazo, el lápiz labial sobre la repisa del espejo del baño. Ella lo había olvidado. «Los suicidas no se pintan los labios», pensó con forzado alivio.
Y entonces afrontó la tarea impostergable: la llamó por teléfono.
Atendió la madre.
—Sí, está. Pero está durmiendo.
—Ah, está bien, no era nada importante —dijo Ariel.
A los minutos de cortar, imaginó que ese dormir no era inofensivo: pastillas.
Aún estaba a tiempo de matarse por él. No tuvo un minuto de paz por el resto de la mañana. Se adormilaba y despertaba en el medio de pesadillas donde los enterraban juntos.
A la una, llamó nuevamente.
—Sí, está —repitió la madre.
En el intervalo, Ariel descubrió que Pato había despertado. Agradeció nuevamente a Dios.
Cuando pensó que finalmente había tomado el teléfono, la voz de la madre le dijo:
—Dice que no puede atender.
—Ah, perfecto —dijo Ariel involuntariamente—. No se preocupe.
Colgó el teléfono con su sonrisa entera y salió a festejar. Tomó una cerveza de litro. En el segundo vaso, se dijo: «No le hablo nunca más en mi vida».
Y allí estaba, siete años después. Nueva, bella, casada. Quizá mejor que Ariel. Pese a la promesa que se había hecho frente a aquel jubiloso vaso de cerveza, Ariel estimó, cuando cruzaron miradas, de pésimo gusto no saludarla. El marido estaba en la cocina.
—¿Cómo andás? —dijo discretamente él.
—Bien, ¿y vos? —contestó ella por cortesía.
El asintió y eso fue todo. Incluso los dientes de Patricia parecían mejores. Vestía una ropa vivaz, muy distinta de aquellos atuendos hippies de apagado color lila que convocaban ideas de abandono y desgano.
Maite lo capturó nuevamente, casi tirándosele encima. Estaba algo borracha. Ariel había aprendido: no todas las aguas que bajaban de la montaña eran potables.
Un conocido le preguntó por su trabajo y, en cuanto Ariel comenzó a contestar, lo interrumpió con una rigurosa descripción de su tarea: la dirección de un supermercado. Ariel se interesó en el relato.
La fiesta transcurrió. Maite vomitó en el baño y regresó fresca. Pato y su marido intercambiaban arrumacos y comían poco. La dueña de casa trataba con especial esmero a Ariel —el único hombre solo— acercándole las mejores comidas. Alguien le preguntó por su esposa y Ariel aprovechó para elogiarla. Estaba cómodo y aún quería seguir probando exquisiteces, bebiendo y disfrutando de la contemplación de las personas.
Llegaban las dos de la mañana y Ariel había decidido instalarse cerca de un grupo en el que estaba el director del supermercado, pero sin terminar de adjuntarse. Pato y su marido, Héctor, iniciaron los trámites de despedida.
—Bueno…, nos vamos.
Los saludos, los agradecimientos.
«Qué increíble», pensó Ariel. «Esta mujer alguna vez tuvo la energía suficiente como para decirme que se iba a matar. Y ahora envejecerá tranquilamente, y no podrá creer que era ella misma. O lo recordará con una sonrisa.»
Héctor saludó a todos con un franco apretón de manos. Uno por uno. Pato, con un beso en la mejilla. Semiinclinada, casi ocultando el rostro en el cuello de la persona que besaba. Y a Ariel le dijo al oído: «Me había imaginado la vida junto a vos. Me voy a matar», en un susurro serio que no admitía dobles sentidos.
Era la primera vez que viajaba en una aerolínea mexicana, y el paisaje humano me sorprendió. Hombres morenos con narices en noventa grados y labios gruesos color cacao. Mujeres con bigote y fuertes paletas dentales.
«Nada ha cambiado», me dije. «El imperio azteca es el imperio azteca. Volamos en un pájaro de fuego. Del mismo modo volaban los antiguos dioses de esta gente.»
Durante toda la espera del abordaje, me había acosado una chica argentina de la ciudad de La Plata.
Los argentinos en el exterior nos atraemos y repelemos a un tiempo: sólo podemos hablar entre nosotros, pero nos avergüenza comprobarlo. Deseamos ser cosmopolitas y trabar amistad con el extraño: inútil, sólo nos queda rechazarnos entre compatriotas.
Pero Paula tenía intenciones apasionadas: propuso escaparnos juntos a una playa de Cancún, una escala, en el tiempo que distaba hasta el siguiente vuelo.
La rechacé porque no soy tan estúpido como para ser infiel con una argentina en el exterior y porque estaba embarazada de dos meses. La gente es extraña.
Ya en el avión, nuestros asientos estaban lejos.
Me tocó sentarme al lado de un rollizo calvo de piel amarilla y lentes de un grosor inestimable. La calva no era completa: una franja de pelo negro la limitaba prolijamente.
Me gustó el gordo: miraba hacia adelante y no hablaba. El viaje no duraba más de dos horas; pero un pasajero locuaz y la imposibilidad de salir a tomar aire podían hacerlo interminable.
El despegue fue el peor que he atravesado en mi vida. El avión se elevó traqueteando con un ruido raro y, ya en el aire, se inclinó hacia un lado y otro, como borracho. Sin que el piloto anunciara turbulencias, nos encontramos galopando en la nada. El cielo estaba iluminado y podía ver las nubes subiendo y bajando sin ritmo, como si alguien estuviese agitando una maqueta.
Mi gordo y silencioso compañero de asiento se había transfigurado: la piel amarilla estaba ahora enrojecida; un rojo pálido, con el tono de un helado de agua. La mirada clavada en un rezo seco contra la bolsita del vómito; los lentes empañados. Ambos puños apretados y sudorosos.
Reconozco que por primera vez en mis treinta años de judío subió por mi mano el deseo de hacer lo que tantas veces he visto en los gentiles: persignarme. Pero un dejo de sabiduría ancestral me refrenó.
Finalmente, como si el piloto hubiera terminado con una broma de mal gusto, el aparato se estabilizó y recuperamos la extraña quietud de quien viaja a una velocidad que no puede sentir.
El pacto entre el hombre azteca y el pájaro de fuego se había revalidado. Miré a mi compañero, con quien nos unía ahora el fuerte de lazo de haber sobrevivido juntos a una posible catástrofe, y aún lo vi contracturado, tenso.
—Bueno —le dije con una sonrisa—. Ya pasó.
Chistó con desagrado.
—¿Teme por la pericia de nuestro piloto? —le pregunté.
El hombre apenas movió la cabeza, en un casi imperceptible gesto de negación. Los puños permanecían crispados, la vista fija, pálidamente rojo el color de la piel. Sudaba.
—Señor… —dije finalmente—. ¿Precisa ayuda?
Tal vez no hablaba el castellano.
—
Mister
… —comencé.
—Si no le molesta —dijo finalmente en un castellano neutro y perfecto—. Yo prefiero que se caiga el avión.
—Yo, en cambio, no. Prefiero estar asustado antes que morir —dije, simplemente porque hablar disipaba el miedo que la respuesta de aquel hombre me había provocado. Era un psicópata o un psicótico; y en cualquier caso, un peligro.
—No soy un terrorista —me dijo—. Al menos no en el sentido convencional. Trato de ser un mentalista: me concentro para que se caiga el avión.
—¿No le parece mejor aterrizar? —pregunté.
Sonrió.
—Perdone, amigo, pero hace dos años que tomo aviones esperando que se caigan. Quiero morir de este modo.
—¿Por qué no se mata directamente? —pregunté algo ofuscado.
—No tengo valor —me dijo—. Pero estoy convencido de que en cada avión que cae, una o más personas desean con tesón el siniestro. Quién sabe cuánto tiempo lleva ejercitarse para finalmente derribar una máquina con nuestro solo deseo. Aún no he encontrado compañeros.
Miré hacia el resto del pasaje en busca de un asiento libre al cual mudarme. Todos estaban ocupados. Paula encontró mi mirada y me devolvió una mueca de resignación.
—¿Y no piensa en el resto de los pasajeros?
—Me desconcentraría —dijo sin cinismo.
Llegó la azafata con unos canapés y bebidas.
Mi compañero rechazó ambas ofertas. Yo pedí un Bloody Mary; tenía la boca seca.
—Tengo un odre de vino fresco en el equipaje de mano —me dijo dando un golpe en el compartimento—. Para beber cuando den la orden de ponerse en posición de impacto.
Remedó con una sonrisa sarcástica la inútil contorsión que proponen las viñetas de las cartillas de seguridad.
En esto le di la razón: ¿para qué tomarse la nuca y poner la cara entre las piernas cuando uno está cayendo desde más de diez mil pies de altura? Sólo le agrega ridículo a la tragedia.
—¿Y por qué quiere morir? —pregunté jurándome que no haría más preguntas.
—Soy arquitecto —me dijo—. Tengo un socio al que siempre le doy dinero de más. Siempre. O porque me equivoco, o porque le temo; o directamente me dejo estafar. Los proyectos son todos míos: yo hago las ventas. Pero siempre le doy a él la mejor parte. No me soporto más. Me quiero morir.
Por supuesto, tenía una parva de preguntas más; pero me había jurado no formularlas y por una vez cumplí. Soy un escritor y estoy obligado a saber; pero cuando se está tan cerca del cielo, más vale cumplir los juramentos.
Poco antes del descenso, nuestro amigo se concentró nuevamente. Para no mirarlo, eché un vistazo hacia atrás, hacia Paula, y le hice un guiño procaz. Como si no hubiera hecho ya suficiente, mi compañero de asiento vomitó en la bolsa respectiva. Cerré los ojos y me pregunté cuál era el modo de evitar un olor.
Cuando pisamos tierra agradecí a Dios y maldije a aquel enviado de Satán. Todo el aeropuerto de Cancún era una vergonzosa concesión a la modernidad; pero el calor eterno, que apabullaba y parecía una segunda muda de ropa, recordaba las tragedias de Tenochtitlán. Busqué a Paula y me dije que el sexo sería el modo de agradecerle a la providencia. El taxi hasta la playa costaba diez dólares. Con voz firme, le ordené al chofer que condujera a una velocidad moderada.
Estábamos sentados en el hall de un hotel barato y decente de La Habana. Aquí no permitían entrar a las prostitutas. Afuera, mujeres de belleza desmesurada aceptaban diez o veinte dólares a cambio de cualquier favor sexual. Dentro del hotel, aún persistían las reglas de la seducción, el diálogo, la posibilidad del intento y el fracaso en la conquista. Aún no había logrado decidir qué mundo me gustaba más, pero disfrutaba de ambos.