Hijos del clan rojo (63 page)

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Authors: Elia Barceló

Tags: #Infantil y juvenil, #Aventuras, #Fantástico

BOOK: Hijos del clan rojo
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—Perfecto.

Lena echó una mirada circular al salón-quirófano, reunió unas cuantas toallas, las envolvió en un paño rojo y les dio forma hasta que podían ser tomadas, de lejos, por un bebé. Le dio el bulto a su padre.

—Vamos al salón —dijo con voz serena—. Crearé una confusión. Yo me encargo de coger al niño. Tú sales corriendo con esto por la puerta principal, te subes al coche y conduces lo más rápido que puedas hacia el norte, hacia Nápoles. Te cambias de ropa, abandonas el coche en el aeropuerto y vuelas a París.

—Te recuerdo que hay guardias de seguridad rodeando la casa.

—Ya te he dicho que crearé una confusión. ¿No está Daniel ahí fuera? ¿Va armado?

—Le he dejado un subfusil. Ha estado en el ejército, sabe usarlo.

—Pues dile que lo use si ve que es necesario.

—Pero ¿cómo saldrás tú?

—No te preocupes, papá. Eso es cosa mía.

Max volvió a abrazarla, apenas un momento.

—¿Volveremos a vernos?

—Seguro que sí, papá. Hay muchas cosas que aún tienes que contarme. —Lena sonrió como antes, como cuando aún era simplemente su hija, una chica que iba al instituto con su amiga Clara y volvía a casa muerta de hambre y llena de cosas que contarles a él y a Bianca.

—Tú también.

Con la mano ya en el picaporte de la puerta, a punto de salir del baño para enfrentarse con el clan rojo, Lena preguntó por encima del hombro, en una voz que trataba de parecer indiferente:

—¿Qué ha sido de Isabella? ¿Sigues con ella?

Por idiota que le resultara a ella misma, llevaba casi desde la muerte de su madre deseando hacerle esa pregunta: «¿Cómo había podido, después de estar casado veinte años con la mujer más maravillosa del mundo, liarse con esa estúpida y abandonar a su hija del modo en que lo había hecho?». Sabía que no era el momento más adecuado, pero ahora ya no era evidente que fueran a verse pronto; incluso era posible que no volvieran a encontrarse jamás, que uno o los dos estuvieran muertos antes del amanecer; cabía la posibilidad de que no llegara un momento mejor y ella tenía que saberlo para que su cerebro no regresara una y otra vez a la misma pregunta: «¿Cómo pudiste, papá?».

—¿Qué? —La pregunta llegaba tan fuera de contexto que Max se había quedado realmente perplejo—. ¿De quién hablas?

—De Isabella, la novia que te echaste cuando murió mamá. ¿Sigues con ella?

Lena estaba de espaldas a su padre, con la mano en el picaporte, esperando la respuesta. Él le puso la mano en el hombro y le habló al oído en una voz en la que destellaba la risa.

—Isabella no existe.

Ella se dio la vuelta y lo miró fijamente.

—No ha existido nunca. Pero necesitaba una buena excusa para poder moverme sin que supieras qué hacía y adónde iba. Como eso te ofendía tanto, te mantenías al margen. —Max le sonreía, como si fuera una simple travesura lo que tanto daño le había hecho a lo largo de los meses—. No me mires así. Fue idea de tu madre. Para que te desligaras un poco, para que crecieras y maduraras. Para que yo pudiera continuar mi entrenamiento que, sin ella, iba a resultar más necesario que nunca.

Lena seguía mirándolo fijamente, sin decidirse a reír ni a llorar.

—Si te sirve de algo, cariño, tu madre es la única mujer a la que he querido en toda mi vida. Y cuando uno ha tenido a una mujer como Bianca, no puede encontrar a otra ya. Siempre lo supe y por eso lo acepto. Tuvimos más de treinta años para estar juntos. Otros tienen menos.

Max le dio un apretón en el hombro, se adelantó y empezó a abrir la puerta con cuidado.

—A todo esto, no sé si le has dicho a Daniel lo que le espera si sigue contigo, pero creo que debería saberlo. Parece un buen chico. Y ahora basta de charla. ¡Vamos, hay mucho que hacer!

Los miembros del clan rojo, seis en total, que tenían relaciones regulares entre sí y que habían acudido al nacimiento, se habían reunido en el salón de la torre para la ceremonia de presentación de Arek. El único que faltaba era el Shane.

En siglos pasados, la ceremonia de presentación de un nuevo miembro era una gran fiesta en la que los padres mostraban al resto del clan todo su poder, todo su esplendor, ofreciéndoles lo mejor durante más de una semana de festejos y celebraciones, pero ahora, aunque no les gustara reconocerlo, se habían ido contagiando de una discreción cada vez más intensa que ya no les permitía hacer las cosas a la antigua, e incluso les resultaba un poco ridícula la idea de organizar un evento exagerado para los siete miembros que constituían el clan rojo.

El lugar donde se encontraban era una sala de piedra casi circular con dos entradas: una, la del norte, daba a la escalera de la casa, y la otra comunicaba por el sur con una terraza moderna frente al mar desde la que unos peldaños volados llevaban al jardín. Las puertas estaban abiertas y por ellas se colaba una suave brisa que hacía oscilar las llamas de los cientos de velas rojas que iluminaban la estancia, compitiendo con el brillo plateado de la luna que acababa de salir y rielaba en el mar.

El niño había sido lavado, vestido con largos pañales rojos y dorados, y dormía en brazos de Eleonora que lo contemplaba embelesada, lanzando de vez en cuando una mirada hacia Dominic, que estaba a su lado, concentrado también en la carita del bebé.

—En otros tiempos habríamos tenido músicos y una gran fiesta, y fuegos artificiales —suspiró Mechthild, acariciando con infinita suavidad la frente del pequeño.

—Los tiempos cambian,
chérie
—dijo el Shane, entrando en la sala con un revuelo de faldones escarlata—. Ahora lo más sensato es terminar cuanto antes, dispersarnos de nuevo y difuminarnos en lo posible hasta dentro de un par de meses. Propongo que nos reunamos en diciembre para fijar las pautas de la educación de Arek.

—A Arek lo educaremos Eleonora y yo —dijo Dominic, cortante.

—Los tiempos cambian, como ya he dicho, pero no tanto. La educación de un miembro del clan rojo es asunto de todo el clan. Tú no eres un padre
haito
ni tienes eso tan gracioso que ellos llaman la patria potestad. El clan decide. Me duele tener que recordártelo, pero, para el caso de que lo hayas olvidado, el
mahawk
decide. —El énfasis en las dos palabras era deliberadamente insultante—. Y si el Shane decidiera educarlo personalmente, no podrías hacer nada en contra y no volverías a verlo hasta que fuera adulto,
capisci
? —El Shane se había acercado hasta invadir por completo el espacio de su joven conclánida. Apenas unos centímetros separaban sus ojos.

Dominic se mordió los labios. La herida recién vendada pulsaba en su espalda como un segundo corazón. A pesar del sedante y de su naturaleza, lo recorrió un espasmo de dolor, pero se negó a sentarse en presencia del Shane para no darle la satisfacción de verlo debilitado. Eleonora apretó más fuerte a Arek.

—Es así —dijo Flavia, asustada y conciliadora—. Así ha sido siempre. Es nuestra única garantía de supervivencia, la única posibilidad que tenemos de evitar nuestra disolución en el gran estanque
haito
.

—Todo eso ya no tiene sentido —dijo Dominic haciendo un esfuerzo para sonar razonable—. Hoy en día hay que educar a los niños para vivir en este mundo, que ya no es el mismo de hace trescientos dieciocho años, cuando nació Eleonora, ni de hace ¿cuántos?, ¿setecientos, ochocientos?, cuando naciste tú, Shane.

—Lo discutiremos en diciembre —zanjó Miles—. El
mahawk
tiene razón; ahora nos conviene separarnos de nuevo. Todavía no acabo de comprender que el clan negro no se haya dado cuenta de nada y no haya intentado interrumpirnos, aunque sólo fuera para dejar claro que siguen ahí.

—Yo ya no estoy muy segura de que el clan negro siga ahí —dijo Mechthild en voz baja, sin mirar a nadie en particular, perdiendo la vista en el mar, donde la luna fingía un camino hacia el cielo—. Ni el blanco. Por no hablar del clan azul, que ha desaparecido por completo. A veces pienso que somos todo lo que queda de
karah
.

—No, dulce. —El Shane se acercó a ella y, suavemente, le cogió la barbilla y la obligó a enfrentarse con su mirada—. Imre Keller sigue ahí, y unos cuantos de los suyos, pero les pasa un poco como a nosotros: que se están cansando de ser lo que son, que se están contagiando de
haito
y no saben qué hacer para encontrarle aliciente a la vida.

—¿Imre Keller? —preguntó Miles, curioso—. ¿El Presidente?

—Supongo que la última vez que tuviste que ver con él sería en Viena, en algún momento del siglo
XIX
y entonces era aún el Gran Duque Iliakof. Ahora, sí, es el Presidente. Y, para lo que a nosotros concierne, el
mahawk
de su clan, que mientras tanto no debe de tener más de tres o cuatro miembros.

—¿Y los blancos? —preguntó Flavia.

—Siguen vivos, pero congelados. —De repente rompió en carcajadas, tan estentóreas, que Arek se despertó y empezó a gritar desesperado, lo que tuvo el efecto de hacer callar al Shane. Nadie más se había reído. Nadie había ni siquiera intentado comprender el chiste.

»Empecemos, parientes.

El Shane se colocó en el centro de la estancia que, en el suelo, tenía cincelado un dibujo esquemático de la Trama. Miles y Gregor llevaron un gran cuenco de oro puro y lo colocaron sobre un trípode delante del Shane mientras Flavia y Mechthild encendían las hierbas aromáticas que habían sido colocadas en cuencos de metal por todo el salón y que, en un segundo, habían llenado el espacio de un humo blanquecino e intoxicante.

Eleonora se adelantó, desnudó al niño pasándole las ropas a Dominic a medida que se las quitaba, puso un paño rojo en el fondo del cuenco para evitar que el cuerpo del bebé entrara en contacto con el frío del oro, y depositó a Arek, desnudo, sobre él.

Luego todos los componentes del clan rojo se subieron la manga derecha y extendieron un brazo sobre el pequeño, con la palma de la mano hacia arriba, formando sobre su cuerpo una estrella que lo cubría.

El Shane sacó un estilete de entre sus ropas y fue cortando las muñecas de sus conclánidas que, de inmediato, empezaron a gotear sangre escarlata sobre el cuerpecillo de Arek, hasta que todas estuvieron cortadas. Entonces, él mismo se hizo dos cortes en ambos brazos, cruzó las muñecas sobre las de sus conclánidas y dijo con voz sonora:

—¡Honor a
karah
, hijo del clan rojo! Honrarás a
karah
, Arek von Lichtenberg, honrarás a tu clan. Recibe nuestro
ikhôr
, conclánida. Eres nuestro. Somos tuyos. Para siempre.

Los seis clánidas giraron los brazos de manera que el corte estaba ahora en la parte de abajo, derramando su sangre sobre el niño que parecía como si hubiera vuelto a nacer y lloraba desconsolado. El Shane repitió lo que había dicho en la antigua lengua de
karah
que ya ninguno de ellos hablaba con fluidez, y volvió a repetirlo en las lenguas que todos los presentes habían considerado las propias durante algún período de su larguísima vida, empezando por el latín.

Luego los miró a todos fijamente, uno por uno, asegurándose de su entrega, de su lealtad, hasta que, enfrentados con su mirada enloquecedora, fueron bajando la vista mientras él ponía su mano sobre cada una de las heridas, tiznándose de la sangre de sus conclánidas, murmurando palabras incomprensibles.

En la penumbra dorada de la luz de las velas, Lena miraba, hierática, la ceremonia, sin que nadie se hubiera apercibido de su presencia, esperando el momento perfecto para actuar. El Shane estaba de espaldas a ella, igual que Dominic y Eleonora, a ambos lados de él. Los otros tres miraban fijamente hacia abajo, hacia el bebé en el cuenco de oro que reflejaba la luz y pintaba sus rostros dándoles una pátina de suavidad y belleza que los hacía parecer semidioses en un cuadro de Caravaggio.

La rabia de unos minutos atrás había dejado paso a una gran calma, como si todo estuviera en perfecto equilibrio, dándole la certeza de que tenía que ser así.

Max estaba en la puerta de entrada a la casa esperando el momento para salir huyendo con el falso bebé, haciendo creer a cualquiera que lo viera subir al coche que estaba tratando de secuestrarlo. Antes de bajar, había enviado un mensaje a Daniel ordenándole que cubriera la salida y la huida de Lena en cuanto la viera aparecer por cualquiera de las puertas y explicándole adónde se dirigiría.

Ella estaba segura de que Lenny o más bien Nils, su colega del clan negro, tenía que estar también por los alrededores y, si no se engañaba, también con el propósito de hacerse con el bebé, pero por el momento, y hasta que salieran de la casa, sus intereses coincidían y por tanto no valía la pena preocuparse de él.

Ahora sólo tenía que concentrarse, hacer lo que había decidido y confiar en que las enseñanzas de Sombra hubieran servido para algo.

Mientras los clánidas rojos iban cortándose los brazos para derramar su
ikhôr
sobre el miembro más joven, Lena empezó a focalizar la sensación de pánico que había tenido con la aparición del
urruahk
, a concentrar el miedo, la imperiosa necesidad de huir, el terror absoluto que ese monstruo había sido capaz de generar, y a proyectarlo como un sonido, como el rayo de una linterna, hacia el exterior, hacia los acantilados de los alrededores donde dormían cientos de pájaros cuyo simple cerebro despertó de pronto enloquecido de espanto.

Mezcló su propósito con la fuerza que sentía procedente del mar, del movimiento de las olas que se hinchaban y rompían contra los acantilados sobre los que estaba construida la casa y el terror fue creciendo, aumentando de intensidad, chocando contra las paredes de roca donde anidaban las aves.

De un momento a otro, bandadas de gaviotas aterrorizadas salieron proyectadas desde los acantilados donde dormían sin importarles la oscuridad, tratando de huir de un peligro que no eran capaces de identificar, pero que gritaba dentro de su ser conminándolas a alejarse sin que importara adónde mientras sus chillidos llenaban el mundo en los alrededores de Villa Lichtenberg.

Los guardias de seguridad sintieron una sacudida en todo su sistema nervioso cuando las gaviotas empezaron a gritar y, en cuestión de segundos, cubrieron el cielo sobre la casa chocando entre ellas y tropezándose con las paredes, los árboles, las farolas y los seres humanos en su prisa por huir. Poco después, también los murciélagos y los pájaros de todas las especies y tamaños que habitaban los alrededores aleteaban enloquecidos entre los guardias, que disparaban al azar hiriéndose entre ellos mientras las aves chocaban contra los cristales y se colaban por las ventanas que habían quedado abiertas.

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