Hijos del clan rojo (40 page)

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Authors: Elia Barceló

Tags: #Infantil y juvenil, #Aventuras, #Fantástico

BOOK: Hijos del clan rojo
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No. Era más simple pensar que se trataba de un extraterrestre que había venido a la tierra con una misión específica, o incluso por casualidad. Pero, en ese caso, querría volver a su planeta y, sin embargo, Sombra no le había insinuado jamás que quisiera regresar a ninguna parte o que se sintiera extraño aquí.

¿Y si era de aquí? ¿Y si era otro tipo de ser vivo, desconocido para la inmensa mayoría de los humanos? Al fin y al cabo, cuando se le veía por la calle, aunque se sentía un cosquilleo de inquietud que podía derivar rápidamente hacia el miedo e incluso el puro terror, no parecía nada fuera de lo común. Era realmente posible que hubiera más gente como él y ella nunca se hubiera dado cuenta.

Si hasta su madre había sido otro tipo de ser y ella no lo había notado… Claro que siempre había sabido que era especial, extraordinaria, maravillosa, pero suponía que eso era lo que todas las hijas piensan de sus madres cuando la relación es buena. ¿Cuántos tipos de seres desconocidos existirían en la tierra? ¿Cuántas personas habría que eran algo muy distinto de lo que parecen y vivían camufladas de humanos entre la gente normal? Sintió un escalofrío al darse cuenta de que su comprensión del mundo estaba cambiando. No sólo se estaba alejando de los patrones normales, sino que se estaba volviendo paranoica; de un momento a otro empezaría a hablar de «ellos» sin saber bien a quiénes se refería.

Entró en los jardines del Buen Retiro por la entrada de la Puerta de Alcalá y siguió caminando a buen paso hasta el gran estanque, que brillaba como un espejo bajo el sol de mediodía. No había mucha gente porque era miércoles y la mayor parte de la población tenía que estar en su trabajo o en el colegio; sin embargo, había varios grupitos de jubilados en una de las terrazas y bastantes canguros de diferentes nacionalidades paseando bebés en cochecitos o vigilando a niños pequeños para que no se acercaran demasiado al agua. La temperatura era agradable y en los árboles floridos ya se notaba la inminente llegada de la primavera que en Austria aún se haría esperar.

Suspiró pensando en Innsbruck, en los cerezos de su calle que se ponían de color de rosa, como algodones de azúcar, en el magnolio japonés de Frau Knapp, que daba flores tan grandes que parecían de plástico, en el manzano que se veía desde la ventana de su habitación y que cuando florecía llenaba el aire de perfume. Se sentó en el borde del estanque y cerró los ojos al sol. La imagen del enorme manzano florido llenaba su mente. Era perfecto, blanco como una nube, delicado en sus flores y fuerte en su tronco rugoso, oloroso a miel. La brisa hacía temblar los pétalos de las flores y, cuando soplaba un poco más intensamente, los arrancaba de su asidero y entonces todo se llenaba de pétalos blancos y rosados, como una nieve tibia y perfumada.

Buena imagen
, dijo Sombra en su interior.
Quédate donde estás y busca sin abrir los ojos. Piensa dónde está Sombra
.

Te oigo pero apenas te siento; debes de estar muy lejos
.

¿
A qué distancia y en qué dirección
?

Lena se esforzó por precisar lo que le pedía.

A mi izquierda
.

Notó el rugido que Sombra solía dedicar a sus imprecisiones y, a pesar de que tenía costumbre, se encogió un poco.

Al sur-suroeste. A unos quinientos metros, tal vez un poco más
.

Bien. Escucha. Sombra quiere que escuches ahora
.

Te escucho
.

No. No escuches a Sombra. Escucha a los que te rodean
.

Estaba a punto de decir «no puedo» cuando se dio cuenta de que era lo que decía siempre que Sombra le pedía que hiciera algo nuevo. Debía de estar harto de que siempre fuera la misma respuesta que, además, no servía de nada porque al final, antes o después, acababa por conseguirlo, así que se esforzó por captar lo que había en su entorno inmediato.

Primero fue como un chirrido impreciso, como el que se oye con las ventanas cerradas en verano, en un país del sur, cuando las cigarras cantan enloquecidas a la hora de la siesta y uno se pregunta qué tendrán que decirse con esa insistencia y esa machaconería. Sentía que a su alrededor había pensamientos, gente que se hablaba a sí misma, pero no podía distinguir las palabras, ni siquiera las imágenes en sus mentes.

Sigue intentándolo
.

Aquello era agotador. Como tratar de oír las informaciones dadas por radio a un volumen casi inaudible en una habitación llena de ruidos.

¡
Mi ositoooo!,
oyó de pronto, tan alto que se sobresaltó
. ¡
Corchito, Corchitoooo!

Abrió los ojos sin pensarlo. Un oso de peluche marrón, pequeño, muy gastado, con una oreja rota, se alejaba flotando en círculos por el estanque. Una niña morena, muy bonita, de unos dos años —Celia, se llama Celia, lo supo instantáneamente—, aullaba con la boca abierta, produciendo un sonido como de sirena de ambulancia, sin palabras, pero con toda la desesperación de un ser que ha perdido lo más importante de su mundo.

Una muchacha bajita y morena, con una larga trenza a la espalda, trataba de tranquilizarla prometiéndole subir a una de las barcas de alquiler y pescar el osito. Mientras hablaba, Lena oía: «Cuando consigamos el bote y nos acerquemos, el oso se habrá hundido ya. ¿Cómo he podido ser tan estúpida? Su madre me lo ha dejado muy claro: “
Corchito
es como un hijo, no hay que perderlo de vista”. Si no consigo recuperar el maldito peluche, me echarán. Tengo que pescarlo como sea. Como sea».

Lena estaba tan fascinada con lo que estaba oyendo que al principio no se dio cuenta de que, además de oír lo que decía la chica de la trenza —Noemí—, había empezado a entender también retazos de pensamientos o de conversaciones mentales que se cruzaban por encima de la principal, como si en un tren todo el mundo se hubiera quitado de golpe los auriculares y se superpusieran todas las músicas, todas las bandas sonoras.

«… imbécil, mira que preguntarme si ya estoy mejor de la depresión…», «… oposiciones… nunca… soy un inútil…», «Mamá… ¿por qué, mamá?… ¿tengo yo la culpa?», «¿Cuánto valdrá una barca? ¿No sería mejor comprar otro oso?», «Sortija de brillantes… en mi mano… más bonita»,
«Corchitoooo»
, «Ahora… un solo disparo… en mitad de la frente…», «Un Alfa rojo», «La primavera… ¿el verano también? ¿Navidad?», «Maldita cadera… maldita vejez», «Esta noche le digo que sí… si me llama», «Entre los ojos… ya».

No era posible y, sin embargo, Lena tuvo la sensación de que era capaz de ver la bala dirigirse derecho hacia ella, hacia su cabeza, para hacerla explotar. Se agachó sin pensarlo y, detrás de ella, saltó un surtidor de agua. Había tenido suerte, pero el tirador no fallaría otra vez. Estaba en uno de los árboles, casi frente a ella. Lo había oído pensar. Lo sentía ahora.

Sombraaaaa
, gritó, desesperada y, a la vez, proyectó toda su fuerza, toda su voluntad, hacia adelante, como un golpe de viento repentino y furioso, mientras corría tratando de ponerse a cubierto y de alejarse de aquel lugar tan despejado y donde tantos niños correteaban sin darse cuenta de que, casi a su lado, había un asesino con una arma de largo alcance.

Consiguió ganar la zona arbolada, a la derecha del lugar del que había salido el disparo, y lo que vio la dejó helada: un hombre con un gorro de lana azul marino gritaba desesperadamente tratando de entender lo que le estaba sucediendo. El arma, un fusil con mira telescópica, estaba en el suelo, a unos veinte metros de él; había una mochila apoyada en el tronco del árbol desde donde había disparado.

El hombre estaba literalmente clavado en un banco del paseo, como si se hubiera caído desde una rama, y el banco, en lugar de estar hecho de hormigón y madera, estuviera hecho de barro y palos. La cabeza y la mitad del pecho, casi hasta la cintura, estaban libres, así como los dos brazos, abiertos por encima de la cabeza, como para planear, pero de la cintura hacia abajo, hasta las rodillas, todo el cuerpo estaba fundido con el banco, como si hubiera caído en una cuba de hormigón aún blando y se hubiera solidificado a su alrededor.

Lena lo miraba con los ojos desencajados, sin atreverse a acercarse al asesino que, ahora al verla, había dejado de gritar.

—¡Sácame de aquí, puta! ¿Qué me has hecho? —rugió con voz ronca.

Ella negó con la cabeza, más por pura perplejidad que para negarse a algo que de todas maneras no podía hacer.

Un hombre bajo y fuerte, surgido de ninguna parte, de hombros anchos y brazos que apenas podía pegar a su cuerpo de puro musculosos, llegó en dos zancadas hasta el asesino, acercó su rostro al del hombre, inclinó la cabeza como si le interesara extraordinariamente lo que veía, y se quedó mirándolo fijamente a los ojos que se le habían desorbitado de terror.

Sombra.

—No me mates —susurró el hombre en voz áspera—. No he hecho nada. No sé nada.

Sombra hundió la mano en el pecho del hombre, como si la hubiera metido en un cuenco de agua, agarró su corazón y giró la mano, retorciéndola hasta que arrancó las arterias y las venas. Sacó la víscera chorreando sangre y la metió con fuerza en la boca del hombre que aún sacudía la cabeza espasmódicamente, así como las manos que parecían bailar un flamenco macabro.

Bajo los ojos atónitos de Lena, se agachó, cogió el fusil y, en un par de movimientos suaves, lo convirtió en una caja con una lente en el centro de la tapa; cogió la mochila, revisó su contenido, metió la caja dentro y se volvió a mirar el cadáver que ya no se movía. Seguía teniendo los ojos desorbitados, en la boca abierta se adivinaba un contenido macabro del que escurría un hilo de sangre. El hombre que era Sombra se inclinó sobre el asesino, se lo cargó sobre el pecho, como si quisiera bailar con él, y lo tumbó delicadamente sobre el banco donde, hasta ese mismo momento, había estado incrustado.

¿
Vamos a dejarlo ahí, sin más
?, preguntó Lena.

Sí. Ahora sí
.

¿
Cómo que ahora sí
?

No podemos dejarlo dentro del banco. No lo entenderían y se harían preguntas
.

¿
Y así no se van a hacer preguntas
?

El asesinato de un asesino no plantea interrogantes. Vámonos. Necesitas descansar
.

¿
Cómo va a saber la policía que era un asesino? Acabas de hacer desaparecer el arma
.

En la mochila hay una pistola. Eso bastará
.

Sombra, ¿podrías abrazarme
?

No
.

Lena se echó a llorar desesperada, como la niña que había perdido su peluche.

—¿No puedes abrazarme, maldita sea? —empezó a decir entre hipos y sollozos—. Me encuentro fatal. No sé qué ha pasado, no sé qué he hecho, pero sé lo que has hecho tú y es… es horrible… es… —Se le cortó la voz y siguió sollozando desconsolada.

Un instante después, sin transición de ningún tipo, estaban en la rotonda del Ángel Caído, al otro extremo del parque.

Si vas a hacer tanto ruido es mejor alejarnos
, dijo Sombra, imperturbable, como siempre.

¿
Por qué lo has hecho? ¿Por qué has matado a ese hombre, así
?

Iba a matarte a ti. Sombra te protege
.

Pero… ¿así
?

Los humanos no viven sin corazón. Es rápido y eficaz
.

¡
Y monstruoso
!

Sombra no contestó y se hizo un largo silencio mientras bajaban la avenida arbolada, en dirección a la cuesta de Moyano y a Atocha.

Además, podríamos habernos enterado de por qué quería matarme y quién lo ha enviado
, dijo Lena al cabo de un buen rato.

Sombra lo sabe. El asesino no sabía mucho, pero Sombra ha extraído la información antes de que muriera. Sombra comprende más que él
.

¡
Ah
!

Estaban ya a la altura del museo Reina Sofía de Arte Contemporáneo cuando Lena hizo la siguiente pregunta.

«¿Quién ha sido, Sombra? ¿Quién quería matarme?»

Cuando se volvió hacia su izquierda, para verle los ojos, Sombra había desaparecido y Lena estaba sola en la plaza.

Clínica privada del doctor Kaltenbrunn. Neuchâtel (Suiza)

El cielo estaba perfectamente azul, se oían las campanas de la iglesia del pueblecillo cercano, el sol acariciaba la piel a pesar de que la brisa aún era fresca, las campanillas de la nieve estaban empezando a abrirse paso entre la hierba del invierno, Dominic caminaba junto a Clara por el sendero que llevaba al lago, y ella hubiera podido matarlo allí mismo.

Era la primera vez que se peleaban y, a pesar de que sabía que era lo normal, que todas las parejas se peleaban y luego hacían las paces, no podía evitar pensar en todas las veces que le había sucedido lo mismo con David. Estaba harta de que los hombres decidieran por ella, de que las cosas sólo pudieran ir bien si ella se plegaba a sus deseos, si decía que sí, y, a ser posible, si daba la sensación de que le encantaba la idea. Y ya estaba bien. No le encantaba en absoluto la idea y esta vez no pensaba dar su brazo a torcer.

—La verdad, Clara —volvió él a la carga, en cuanto se detuvieron sobre la colina para ver el lago a sus pies—, no me explico que prefieras quedarte aquí en lugar de cambiar de ambiente y venir a conocer nuestra maravillosa casa de la costa de Amalfi.

—Tú sabes muy bien que no «prefiero» quedarme aquí, que yo lo que quiero es volver a Innsbruck o irme a vivir contigo donde tú estés. Yo lo que no quiero es salir de una cárcel para meterme en otra. Al menos aquí hay otras chicas y mujeres en mi situación y tengo con quién hablar, con quién salir a pasear o ver la tele o lo que sea. Si me voy a esa casa maravillosa, estaré más sola que la una. Tú nunca paras quieto y allí, por lo que me has dicho, no están más que unos cuantos criados y Eleonora de vez en cuando.

—El tío Gregor te acompañaría dos o tres días por semana.

—¡Qué ilusión! —dijo con todo el sarcasmo que pudo poner en dos palabras.

—Sé que no te cae bien, y lo lamento de verdad, porque es un médico excelente y una persona estupenda, pero en cuanto nazca el bebé ya no tendrás que soportar su presencia, te lo prometo.

Clara soltó un bufido y echó a andar cuesta abajo, sin mirar si Dominic la seguía. En esos momentos lo odiaba; detestaba oírlo hablar como un personaje de novela del siglo pasado, detestaba verlo tan guapo, tan conjuntado aunque fuera vestido con ropa deportiva, tan perfecto… mientras que ella se sentía cada vez más gorda, más fea, más tonta… además de abandonada y ninguneada. ¿Cómo había podido caer en aquella trampa? ¿Por qué no había hecho caso a Lena cuando aún no era tarde para retroceder?

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