Después de la guerra, alguien hará esta constatación: entre las varias decenas de paracaidistas seleccionados para ser enviados en alguna misión al Protectorado, la casi totalidad había declarado sentirse motivados por un sentimiento patriótico. Sólo dos, uno de ellos Čurda, declararían haberse presentado voluntarios por un afán de aventura, y los dos acabaron como traidores.
Pero el alcance de la traición del otro no es comparable en absoluto con la de Karel Čurda.
La estación de Praga es un magnífico edificio de piedra negra, adornado con torres perfectamente inquietantes, que parece un decorado de Enki Bilal. Hoy, 20 de abril de 1942, cumpleaños del Führer, el presidente Hácha, en nombre del pueblo checo, envía un regalo a Hitler: le ofrece un tren médico. Forzosamente, la ceremonia oficial, cuyo plato fuerte es la visita del tren por Heydrich en persona, tiene lugar en la estación. Mientras Heydrich inspecciona el tren, una muchedumbre de curiosos se concentra en el exterior, en el mismo lugar en el que puede leerse en un letrero blanco clavado en el suelo: «Aquí se alzaba el memorial a Wilson, retirado por orden del Reichsprotektor, SS-Obergruppenführer Heydrich.» Me encantaría poder decir que entre la muchedumbre se encuentran Gabčík y Kubiš, pero lo desconozco, y hasta lo dudo. Ver a Heydrich en esas condiciones no tiene ningún interés práctico para ellos, ya que se trata de un acontecimiento puntual que no va a volver a producirse, y como el lugar, encima, está extremadamente protegido para la ocasión, su presencia allí los expondría a unos riesgos inútiles.
En cambio, estoy casi seguro de que el chiste que se ha extendido por toda la ciudad como un reguero de pólvora ha partido de aquí. Imagino que alguien, entre la multitud, sin duda un checo viejo de genuino espíritu checo, dijo en voz alta, para que lo oyera todo el mundo alrededor: «¡Pobre Hitler! Debe de estar muy enfermo, si necesita todo un tren para que lo atiendan…» Puro soldado Schwejk.
Jozef Gabčík, echado sobre su estrecho jergón, escucha fuera el chirrido del tranvía que sube hasta Karlovo náměstí, la plaza Carlos. Muy cerca de aquí, la calle Resslova, que baja hacia el río, ignora todavía la tragedia de la que muy pronto será escenario. Algunos jirones de luz se abren paso a través de los postigos cerrados del piso que esos días acoge y oculta al paracaidista. De vez en cuando, se oye crujir el parqué en el pasillo, en el rellano o en casa de un vecino. Gabčík está al acecho, como siempre, pero tranquilo. Sus ojos fijos en el techo dibujan mentalmente mapas de Europa. En uno de ellos, Checoslovaquia ha encontrado de nuevo su sitio y sus fronteras. En otro, la peste parda ha cruzado la Mancha para agarrar a la Gran Bretaña con uno de los brazos de la cruz gamada. Gabčík, sin embargo, al igual que Kubiš, repite a quien quiera oírle que está convencido de que la guerra habrá acabado en menos de un año. Y no como los alemanes esperan, claro. Declarar la guerra a la URSS, error fatal del gran Reich. Declarar la guerra a los Estados Unidos para hacer honor a su alianza con el Japón, segundo error. Es bastante irónico que si Francia ha sido vencida en 1940 por no hacer honor a sus compromisos con Checoslovaquia en 1938, sea ahora Alemania quien vaya a perder la guerra por hacer honor a los suyos con Japón. ¡Pero un año! Visto retrospectivamente, demuestra un optimismo conmovedor.
Estoy seguro de que esas consideraciones geopolíticas ocupan el ánimo de Gabčík y de sus amigos, arrastrándolos a una discusión infinita por la noche, cuando no consiguen conciliar el sueño, cuando pueden por lo menos distenderse un poco charlando de esas cosas, y así olvidarse de la eventualidad de una visita nocturna de la Gestapo, de prestar atención al más pequeño ruido en la calle, en la escalera, en la casa, de oír en su cabeza sonidos imaginarios del timbre de la puerta sin dejar de escuchar el timbre verdadero.
Es una época distinta, en la que, a diario, la gente espera con más impaciencia las noticias del frente ruso que los resultados deportivos.
Sin embargo, el frente ruso no es la primera preocupación de Gabčík. Hoy, la cosa más importante de la guerra es su misión. ¿Cuántos lo van a creer así? Gabčík y Kubiš están convencidos. Valčík, el buen muchacho paracaidista que va a ayudarlos, también. El coronel Moravec, jefe de los servicios secretos checos en Londres, también. El presidente Beneš también, al menos por ahora. Y yo. No hay más, creo. De todos modos, el objetivo de «Antropoide» es conocido por un puñado de hombres. Pero incluso entre ellos, algunos lo desaprueban.
Es el caso de los oficiales paracaidistas que actúan en Praga, y también el de los jefes de la Resistencia interior (o del único que queda), porque temen las represalias en caso de éxito. Gabčík ha tenido hace poco una lamentable discusión con ellos. Querían persuadirlo de que renunciara a su misión, o por lo menos de que cambiara de objetivo y se orientase más bien hacia un checo colaboracionista, Emanuel Moravec, por ejemplo, en lugar de Heydrich. ¡Ese miedo al alemán! Es como un amo que pega a su perro: el perro puede negarse a obedecer a su amo algunas veces, pero nunca llegará a volverse contra él.
El teniente Bartoš, lanzado en paracaídas por Londres para cumplir otras misiones de resistencia, quiso dar la orden de anular la operación. Es el de mayor graduación de todos los paracaidistas que hay en Praga. Pero aquí los grados no significan nada. El equipo de «Antropoide», compuesto sólo por Gabčík y Kubiš, ha recibido sus instrucciones directamente de Londres, del presidente Beneš en persona. Nadie más puede darles otra orden. Tienen que llevar a cabo su misión y punto. Puede que Gabčík y Kubiš sean sólo hombres, y todos los que se codearon con ellos han hecho hincapié en sus cualidades humanas, su generosidad, su buen humor, su entrega. Pero «Antropoide» es una máquina.
Bartoš ha llegado a pedir a Londres que mande parar «Antropoide». Como única respuesta, ha recibido un mensaje en clave indescifrable, salvo por Gabčík y Kubiš. Gabčík, echado sobre su estrecho jergón, sostiene el texto en la mano. Nadie ha hallado jamás ese documento que ha escrito la Historia. Pero en unas pocas líneas crípticas el destino ha escogido su camino: el objetivo permanece inalterable. La misión de «Antropoide» vuelve a confirmarse. Heydrich va a morir. Fuera, un tranvía se aleja con un chirrido metálico.
El Standartenführer SS Paul Blobel, a cargo del Sonderkommando 4a del Einsatzgruppe C, que con tanto celo llevó a cabo su tarea en Babi Yar, en Ucrania, está a punto de volverse loco. Cuando, en la noche de Kiev, pasa en coche por delante del lugar de sus crímenes y contempla a la luz de los faros el espectáculo alucinante que ofrece el barranco maldito, es como cuando Macbeth ve los fantasmas de sus víctimas. Hay que decir que los muertos de Babi Yar no se dejan olvidar fácilmente, porque la tierra que ha servido para sepultarlos está viva. Humea, saltan terrones como corchos de champán, mientras unas burbujas, producidas por el gas de los cuerpos en descomposición, salen del suelo. El olor es horrible. Blobel, agitado por una risa demente, explica a sus acompañantes: «¡Aquí es donde reposan mis treinta mil judíos!» Y hace un gesto amplio que abarca todo el barranco, ese inmenso vientre con borborigmos.
Si la cosa sigue así, los muertos de Babi Yar se cobrarán su pellejo. Estando ya en las últimas, hace un viaje a Berlín para pedirle a Heydrich en persona que lo traslade a otra parte. El jefe de la RSHA lo recibe como se merece: «Así que tiene dolores de barriga, ¿eh? Es usted un blando. ¡Se ha vuelto maricón o qué! No se le puede enviar más que a una tienda de porcelana. ¡Pero le voy a meter la nariz bien hasta el fondo…!» No sé si se trata de una expresión idiomática alemana. Sea como sea, Heydrich recupera enseguida la calma. El hombre que tiene enfrente es un pingajo empapado de sudor, se ha vuelto incapaz de garantizar por más tiempo la tarea que le ha sido confiada. Sería inútil y peligroso mantenerlo en sus funciones contra su voluntad. «Preséntese ante el Gruppenführer Müller, quien le dirá que, ya que ha pedido usted unas vacaciones, será apartado del mando de Kiev.»
El barrio obrero de Žižkov, situado al este de Praga, pasa por poseer la mayor concentración de bares de toda la ciudad. Contiene también muchas iglesias, como debe ser en una capital que se autodenomina «la ciudad de los cien campanarios». En una de ellas, un sacerdote recuerda que una joven pareja, «cuando florecían los tulipanes», vino a su encuentro. El hombre era de baja estatura, tenía la mirada penetrante y los labios finos. La chica era encantadora, rezumaba alegría de vivir, lo sé. Parecían estar enamorados. Querían casarse, pero no inmediatamente. Deseaban reservar una fecha concreta, pero aleatoria: «Quince días después de la guerra.»
Me pregunto cómo sabe Jonathan Littell que Blobel, el responsable alcohólico del Sonderkommando 4a del Einsatzgruppe C, en Ucrania, tenía un Opel. Si Blobel circulaba verdaderamente en un Opel, me inclino a sus pies. Confieso que su documentación es superior a la mía. Pero si es un bluf, eso debilita toda la obra. ¡Por completo! Es cierto que los nazis se proveían masivamente en la casa Opel, lo que hace totalmente
verosímil
que Blobel hubiera poseído, o dispuesto, de un vehículo de esa marca. Pero
verosímil
no es lo mismo que
probado
. Menuda tontería, ¿verdad? Las personas a quienes les cuento estas cosas me toman por un maniático. No ven cuál es el problema.
Valčík y Ata, el hijo de los Moravec, acaban de escapar milagrosamente de un control policial que se ha saldado con la muerte de dos paracaidistas. Han encontrado refugio en la portería de la casa de los Moravec, y le han contado al portero su desventura. También yo podría contarla, pero ¿por qué hacer otra escena más de novela de espías? Las novelas modernas buscan la economía, es así y ya está, y a la mía le cuesta escapar continuamente de esa lógica mezquina. Me basta con que se sepa que no fueron arrestados, ni en consecuencia asesinados, gracias a la sangre fría de Valčík y a su perfecta valoración de la situación.
Valčík, aprovechando la gran impresión que esa aventura y él mismo le han causado al adolescente, le dice esto, para aleccionarlo:
—Ata, ¿ves esta caja de madera? Los boches podrían golpearla hasta hacerla hablar. Pero tú, en un caso parecido, no debes decir nada, nada, ¿comprendes?
Ésta, en cambio, no es una réplica gratuita en la economía narrativa de esta historia.
Evidentemente, habrán sospechado que la aparición del libro de Jonathan Littell, y su éxito, me han perturbado un poco. Aunque siempre puedo tranquilizarme diciéndome que no tenemos el mismo proyecto, estoy obligado a reconocer que nuestros temas son bastante cercanos. Estoy leyéndolo, y en cada página me dan ganas de hacer comentarios. Tengo que reprimir esas ganas. Mencionaré tan sólo que hay un retrato de Heydrich al principio del libro. Sólo citaré una frase: «sus manos parecían demasiado largas, como algas nerviosas sujetas a sus brazos», ya que, no sé por qué razón, me gusta esa imagen.
Yo digo que inventar un personaje para comprender unos hechos históricos es como falsificar las pruebas. O más bien, como dice mi hermanastro, con quien discuto de todo esto,
culpar al escenario del crimen cuando en realidad las pruebas abundan por el suelo
…
En 1942 flota fatalmente sobre Praga una atmósfera de foto en blanco y negro. Los hombres por la calle llevan sombreros y trajes oscuros, mientras que las mujeres llevan esas faldas entalladas que les dan a todas un aire de secretarias. Lo veo, tengo las fotos delante de mí. Bueno, no tanto, he de confesar que exagero un poco y no todas parecen secretarias. Enfermeras también.
Los policías checos, plantados en medio de las glorietas para regular el tráfico, parecen curiosamente unos
bobbies
londinenses, con su extraño casco, máxime ahora que se acaba de adoptar la conducción por la derecha, a saber la razón…
Los tranvías que pasan y vuelven a pasar tocando su campanilla tienen la apariencia de los viejos vagones de tren rojos y blancos (¿y cómo puedo saberlo, si las fotos son en blanco y negro? Pues lo sé, ya está). Tienen unos faros redondos que son como linternas.
Las fachadas de los inmuebles en Nové Mesto lucen unos neones luminosos que sirven de reclamo para toda clase de cosas: cerveza, firmas textiles, y por supuesto Bata, el célebre fabricante de calzado, al comienzo de la plaza Wenceslao, esa plaza que es como una gran avenida, casi tan larga y ancha como los Campos Elíseos.
A decir verdad, la ciudad entera parece cubrirse de carteles, y no sólo publicitarios. Proliferan las uves por todas partes, símbolo al principio de la Resistencia checa, pero recuperado por los nazis como una exhortación a la victoria final del Reich en la guerra. Hay uves en los tranvías, en los coches, a veces hasta pintadas en el suelo, uves por todas partes, que se disputan las fuerzas ideológicas enfrentadas.
En una pared desnuda, unas pintadas:
Židi ven
, ¡judíos fuera! En los escaparates, precisiones tranquilizadoras:
čiste arijský obchod
, comercio puramente ario. Y en el bar:
Žádá se zdvorile, by se nehovorilo o politice.
Se ruega a nuestra amable clientela se abstenga de hablar de política.
Y luego los siniestros pasquines rojos, bilingües como todos los indicadores que hay por la ciudad.
No hablo ya de las banderas y demás enseñas, por supuesto. Nunca ninguna otra bandera habrá dicho tanto lo que quiere decir que esa cruz negra sobre un disco blanco con fondo rojo. Aunque alguien me hizo reparar un día en que ésos eran exactamente los colores de Darty
[4]
, lo que confieso que me dejó perplejo…
Cualquiera que fuese el ambiente de Praga en los años cuarenta, lo que es seguro es que, a falta de serenidad, no carece de elegancia original. Por las fotos, se podría esperar reconocer en ellas a Humphrey Bogart entre los transeúntes, o a Lida Baarová, muy bella y muy célebre actriz checa (también tengo su foto ante mis ojos, en la portada de una revista de cine), eventualmente amante de Goebbels antes de la guerra. ¡Vaya una época!
Conozco un restaurante que se llama «De los dos gatos», en la ciudad vieja, bajo unas arcadas en las que unos frescos representan dos gatos gigantes dibujados por ambas partes de los arcos, pero en cambio ignoro dónde se encuentra, ni si todavía existe, el mesón «De los tres gatos».