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Authors: Laurent Binet

Tags: #Bélico, Histórico

BOOK: HHhH
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«Berlín, 15 de marzo de 1939.

»A petición suya, el Führer ha recibido hoy en Berlín al Doctor Hácha, presidente de Checoslovaquia [los alemanes, por lo visto, no habían admitido todavía oficialmente la independencia de Eslovaquia, que sin embargo ellos mismos habían orquestado], al Doctor Chvalkovsky, ministro de Asuntos Exteriores de Checoslovaquia, en presencia del señor von Ribbentrop, ministro de Asuntos Exteriores. En el transcurso de la reunión, se ha examinado con total franqueza la grave situación creada por los acontecimientos de las últimas semanas en el actual territorio checoslo vaco.

»Ambas partes se han declarado una a la otra convencidas de que deben hacerse todos los esfuerzos posibles para mantener la calma, el orden y la paz en esa parte de Europa central. El presidente del Estado checoslovaco ha declarado que, para alcanzar ese objetivo y para llegar a la pacificación definitiva, ha entregado, con total confianza, el destino del país y del pueblo checo en manos del Führer del Reich alemán. El Führer ha apreciado esta declaración; ha expresado su intención de poner al pueblo checo bajo la protección del Reich alemán y de garantizarle el desarrollo autónomo de su vida étnica, tal como conviene a su carácter propio.»

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Hitler está exultante. Abraza a todas las secretarias, a las que declara: «¡Hijas mías, hoy es el día más hermoso de mi vida! ¡Mi nombre quedará en la Historia, seré considerado el alemán más grande que jamás haya existido!»

Para celebrarlo, decide dirigirse a Praga.

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La ciudad más bella del mundo se halla agitada como por espasmos esporádicos. Los alemanes locales tratan de provocar un motín. Los manifestantes desfilan por la Václavske náměstí, la inmensa avenida dominada por el imponente Museo de historia natural. Los provocadores buscan camorra, pero la policía checa ha recibido la orden de no intervenir. La violencia, el pillaje, el vandalismo de quienes esperan la llegada de sus hermanos nazis son auténticos gritos de guerra cuyo eco no resuena en el silencio de la capital.

La noche se abate sobre la ciudad. Un viento helado barre las calles de Praga. Sólo un puñado de adolescentes excitados profieren algunos insultos a unos policías de guardia en las inmediaciones de la
Deutsches Haus
, la Casa de Alemania. Bajo el reloj astronómico, en la plaza de la Ciudad Vieja, el pequeño esqueleto tira de su cuerdecilla cada hora desde hace lustros. Da la medianoche. Se oye el crujido característico de los postigos de madera, pero esa noche apuesto a que nadie se molesta en mirar el desfile de los pequeños autómatas que regresan muy rápido a las entrañas de la torre donde estarán quizá más seguros. Imagino bandadas de cuervos volando alrededor de Nuestra Señora de Tyn, la sombría catedral erizada de siniestras atalayas. Bajo el puente Carlos corre el Vltava. Bajo el puente Carlos corre el Moldau. El río apacible que atraviesa Praga tiene dos nombres, uno checo, el otro alemán, y no cabe duda de que sintomáticamente uno de los dos sobra.

Los checos, entre nervios, tratan de conciliar el sueño. Todavía confían en que haya concesiones suplementarias que calmen el apetito de los alemanes, pero, ¿qué concesiones quedan por hacer? Para amansar al ogro hitleriano, cuentan con el servilismo de su presidente Hácha. Su voluntad de resistencia ha sido quebrada en Múnich por la traición de Francia e Inglaterra. Sólo tienen su pasividad para oponerse al belicismo nazi. Lo que queda de Checoslovaquia no aspira más que a ser una pequeña nación pacífica, pero la gangrena inoculada hace siglos por Premysl Otakar II no podrá cambiar nada. Antes del alba, la radio anuncia los términos del acuerdo cerrado entre Hácha y Hitler. Es la anexión, lisa y llanamente. La noticia estalla como una bomba en cada hogar checo. No ha amanecido todavía cuando por las calles emerge un zumbido, primero como un rumor sordo, que se transforma progresivamente en algarabía y luego en un tumulto generalizado. Poco a poco, la gente sale de su casa. Algunos llevan una pequeña maleta: son los que corren a precipitarse a las puertas de las embajadas para pedir asilo y protección, que les es denegado por sistema. Hay que señalar los primeros casos de suicidio.

A las nueve, el primer carro de combate alemán penetra finalmente en la ciudad.

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La verdad es que no sé si es un carro de combate lo que primero penetra en Praga. Las unidades más avanzadas parecían estar masivamente compuestas de motos con sidecar.

A las nueve, por tanto, unos soldados alemanes motorizados entran en la capital checa. Descubren en ese momento a los alemanes locales que les aclaman como libertadores, lo que les permite rebajar la tensión nerviosa que les domina desde hace varios días, pero también a los checos que les muestran sus puños, gritando eslóganes hostiles, cantando su himno nacional, lo que les produce mayor inquietud.

Una muchedumbre compacta se ha reunido en la Václavske náměstí, el equivalente checo de los Campos Elíseos, y por las grandes arterias de la ciudad los camiones de la Wehrmacht se ven rápidamente bloqueados por la enorme densidad de los manifestantes. En ese momento, los alemanes no saben todavía a qué atenerse.

Pero estamos lejos de una insurrección. El levantamiento popular y las manifestaciones de resistencia se limitarán a… tirarle bolas de nieve al invasor.

Los objetivos estratégicos prioritarios son alcanzados sin pegar ni un solo tiro: toma del control del aeropuerto, del ministerio de la Guerra, y sobre todo del Hradčany, el castillo volcado sobre su alta colina, corazón del poder. Antes de las diez, ya se han colocado en sus rampas unas baterías de artillería apuntando abajo, hacia la ciudad.

Los únicos problemas con que se han encontrado son de orden logístico: la ventisca ha sido la prueba más dura para los vehículos alemanes, y se ven por todas partes camiones parados, carros de combate inmovilizados por problemas mecánicos. Los alemanes tampoco saben orientarse en el dédalo de las calles de Praga: puede vérseles preguntando el camino a unos policías checos que parecen responderles con amabilidad (el respeto pavloviano por el uniforme, sin duda…). La hermosa calle Nerudova, que sube hacia el castillo, adornada con sus enseñas esotéricas, está bloqueada por un blindado extraviado. Mientras que el conductor ha ido a preguntar por su ruta en la legación italiana, el soldado que se ha quedado solo en la torreta vigila, con el dedo crispado sobre el gatillo de su fusil ametrallador, a la muchedumbre silenciosa de curiosos checos que se van aglomerando a su alrededor. Pero no ocurre nada. El general que comanda la vanguardia alemana no tendrá que lamentar más que algunos actos de sabotaje menores: unos cuantos neumáticos pinchados.

Hitler puede preparar tranquilamente su visita. Antes de que acabe el día, la ciudad está «asegurada». Tropas a caballo desfilan tranquilamente por la orillas del Vltava. Se ha decretado un toque de queda que prohíbe circular a los checos a partir de las ocho de la tarde. La entrada de los hoteles y de los edificios oficiales se decora con centinelas alemanes provistos de fusiles con bayoneta. Praga ha caído sin dar batalla. Los adoquines de las calles se cubren de nieve sucia. Para los checos empieza un invierno muy muy largo.

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Adelantando a la interminable columna de soldados que avanza como una larga serpiente por la carretera helada, un cortejo de Mercedes se encamina lentamente hacia Praga. Los miembros más eminentes de la camarilla hitleriana van en ese viaje: Goering, Ribbentrop, Bormann. Y en el coche personal del Führer, al lado de Himmler, Heydrich.

¿En qué pensará cuando, después de ese largo viaje, lleguen por fin a su destino? ¿Será subyugado por la belleza envolvente de la ciudad de las cien torres? ¿Estará absorbido por el disfrute del insigne privilegio de su posición? ¿Se irritará porque el cortejo se pierda y pugnará por encontrar su camino en la ciudad de la que el Führer toma posesión esa misma mañana? ¿O, más bien, en su cerebro calculador germina ya la idea de una carrera planificada que pasa por la ex capital checa?

El futuro «verdugo de Praga», a quien los checos también apodarán «el carnicero», descubre la ciudad de los reyes de Bohemia: las calles están desiertas, vacías por el toque de queda; el paso de los vehículos del ejército alemán ha dejado huellas muy visibles en el barro y en la nieve sobre la calzada; una tranquilidad impresionante reina en una ciudad conquistada ese mismo día; los escaparates de las tiendas exponen sus vajillas de cristal o su charcutería con abundancia; la ópera se alza en el corazón de la ciudad vieja, donde fue creado el
Don Giovanni
de Mozart; los coches circulan por la izquierda, como en Inglaterra; el trayecto que lleva hasta el castillo, magníficamente aislado, serpentea por la colina; unas espléndidas e inquietantes estatuas decoran el portalón de la entrada principal, guardada por los SS.

El cortejo penetra en lo que hasta ayer era el palacio presidencial. Hoy es otra cosa: una bandera con la cruz gamada ondea en la cima del castillo, indicando la presencia de los nuevos amos de la plaza. Cuando Hácha regrese de Berlín —su tren aún no ha llegado porque ha sido oportunamente retenido en Alemania—, le harán pasar por la entrada de servicio. Supongo que sentirá toda la ironía de esa humillación, él, que la víspera celebraba con tanto regocijo la acogida como jefe de Estado que le habían dispensado en Berlín. El presidente no es más que un fantoche, y procurarán hacérselo saber.

El cortejo hitleriano sienta sus reales en medio del castillo. El Führer sube al primer piso. Existe una célebre foto en la que se ve a Hitler con las manos apoyadas sobre la repisa de una ventana abierta contemplando la ciudad con aire satisfecho. Luego baja para asistir a una cena a la luz de las velas en uno de los comedores. Heydrich anota obligatoriamente que el Führer come una loncha de jamón y bebe una Pilsner Urquell, la cerveza checa más famosa, cuando por lo general no suele beber nunca y es vegetariano. Va repitiendo que Checoslovaquia ha dejado de existir, y no cabe duda de que desea significar la importancia histórica de esa jornada del 15 de marzo de 1939 saltándose sus hábitos alimenticios.

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Al día siguiente, 16 de marzo de 1939, Hitler hace esta proclamación:

«Durante mil años, las provincias de Bohemia y de Moravia han formado parte del espacio vital del pueblo alemán. Checoslovaquia ha demostrado fundamentalmente que era incapaz de sobrevivir y, de hecho, hoy se halla inmersa en un estado de completa disolución. El Reich alemán no puede tolerar la existencia de disturbios continuos en este territorio. Por ese motivo, y en virtud de la ley de autoconservación, el Reich alemán está desde ahora dispuesto a intervenir y a tomar las medidas decisivas de cara a establecer las bases de un orden razonable en Europa central. A lo largo de los mil años de su historia, el Reich ha dado repetidas muestras de que, por la grandeza y las cualidades del pueblo alemán, es el único cualificado para emprender esa tarea.»

Luego, al principio de la tarde, Hitler deja Praga para no volver a poner sus pies en ella nunca jamás. Heydrich lo acompaña, pero él sí volverá.

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«Durante mil años, las provincias de Bohemia y de Moravia han formado parte del espacio vital del pueblo alemán.»

Es totalmente cierto que en el siglo X, o sea, mil años antes, Václav I, el famoso San Wenceslao, debió jurar fidelidad al no menos famoso Enrique I el Pajarero, en una época en la que Bohemia no era todavía un reino, ni el rey de Sajonia estaba a la cabeza del Sacro Imperio Romano Germánico. Sin embargo, Václav pudo conservar su soberanía, y sólo tres siglos más tarde los colonos alemanes pudieron instalarse masivamente —aunque pacíficamente— en Bohemia. Por tanto, Bohemia siempre ha gozado de una situación relevante en el seno de Europa. A partir del siglo XIII, el rey de Bohemia fue uno de los siete príncipes electores aptos para designar al emperador, entre los cuales poseía el título honorífico de copero mayor. En una ocasión, llegó a emperador el también rey de Bohemia, el muy ilustre Carlos IV, Luxemburg por su padre pero Premyslida por su madre. Mitad checo y mitad alemán, hizo de Praga su capital, donde fundó la primera universidad de Europa central, y reemplazó el viejo puente Judith por el más hermoso puente del mundo, ese puente de piedra que todavía hoy lleva su nombre.

Es exacto decir que los países checo y alemán siempre han mantenido estrechas relaciones. También es exacto decir que Bohemia estuvo casi continuamente en la esfera de influencia alemana. Pero me parece totalmente abusivo hablar de espacio vital alemán a propósito de Bohemia.

Fue el propio Enrique el Pajarero, icono nazi, ídolo de Himmler, quien inauguró el
Drang nach Osten
, la oleada hacia el Este de la que Hitler se erigirá continuador para legitimar sus pretensiones de invadir la Unión Soviética. Pero Enrique el Pajarero jamás había tratado de invadir ni de colonizar Bohemia. Se contentaba con reclamarle un tributo anual. Por otra parte, además, no ha habido jamás, que yo sepa, una colonización alemana impuesta por la fuerza en Bohemia-Moravia. La afluencia de colonos alemanes en el siglo XIII respondía a la demanda del soberano checo, que buscaba mano de obra cualificada. Todo esto quiere decir que, hasta entonces, a nadie se le había ocurrido todavía vaciar Bohemia-Moravia de sus habitantes checos. Así pues, en términos de proyecto político, se puede decir que los nazis, una vez más, serán unos innovadores. Y Heydrich, por supuesto, estará en el ajo.

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¿Con qué criterio se decide que un personaje será el personaje principal de una historia? ¿Por el número de páginas que se le dedica? Creo yo que es algo un poco más complicado.

Cuando hablo del libro que voy a escribir, digo: «mi libraco sobre Heydrich». Sin embargo, se supone que Heydrich no será el personaje principal de esta historia. En todos los años que llevo con este libro dentro de mí, no he pensado en ningún momento titularlo de otro modo que
Operación Antropoide
(y si éste no es el título que figura en la portada que el lector puede leer, es porque cedí ante el editor, a quien no le gustaba en absoluto: le parecía demasiado ciencia-ficción, demasiado Robert Ludlum…). Es obvio que Heydrich es el blanco y no el actor de la operación. Todo lo que cuento sobre él sirve para montar el decorado, de alguna manera. Pero hay que reconocer que, desde un punto de vista literario, Heydrich es un buen personaje. Es como si un doctor Frankenstein novelista hubiera alumbrado una criatura terrorífica a partir de los monstruos más grandes de la literatura. Con la excepción de que Heydrich no es un monstruo de papel.

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