HHhH (27 page)

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Authors: Laurent Binet

Tags: #Bélico, Histórico

BOOK: HHhH
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No, mi historia empieza en una ciudad del norte de Alemania, prosigue en Kiel, Múnich, Berlín, luego se desplaza por la Eslovaquia oriental, pasa muy brevemente por Francia, continúa en Londres, en Kiev, vuelve a Berlín, y va a terminar en ¡Praga, Praga, Praga! Praga, la ciudad de las cien torres, ese corazón del mundo, el ojo del huracán de mi imaginario, la Praga de dedos de lluvia, sueño barroco del emperador, hogar pétreo de la Edad Media, música del alma fluyendo bajo los puentes, el emperador Carlos IV, Jan Neruda, Mozart y Wenceslao, Jan Hus, Jan Žižka, Joseph K.,
Praha s prsty deti
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incrustado en la frente del Golem, el caballero sin cabeza de la calle Liliova, el hombre de hierro que una vez cada cien años aguarda que una muchacha lo libere, la espada oculta en un pilar del puente, y, hoy esos ruidos de botas que resuenan quién sabe por cuánto tiempo aún. Un año. Quizá dos. En realidad, tres. Yo estoy en Praga, no en París, en Praga. Estamos en 1942. Es el principio de la primavera y no dispongo de una americana. «El exotismo es algo que detesto», afirma una vez más Marjane. Praga no tiene nada de exótico porque es el corazón del mundo, el hipercentro de Europa, porque ahí es donde, en esta primavera de 1942, va a representarse una de las mayores escenas de la gran tragedia universal.

Claro que, al contrario de Marjane Satrapi, Milan Kundera, Jan Kubiš y Jozef Gabčík, yo no soy un exiliado político. Pero precisamente por eso, tal vez, puedo hablar de donde quiera sin tener que remitirme siempre a mi punto de partida, porque no tengo cuentas que rendir ni que ajustar con mi país natal. No poseo por París una nostalgia desgarradora o aquella melancolía desencantada de los grandes exiliados. Ésta es la razón por la que puedo soñar libremente con Praga.

180

Valčík ayuda a sus dos camaradas en la búsqueda del lugar ideal. Un día que deambula por la ciudad, atrae la atención de un perro vagabundo. ¿Qué familiaridad o qué añoranza despierta el animal en ese hombre? Le pisa los talones. Valčík no tarda en sentir una presencia en su espalda. Se da la vuelta. El perro se para. Anda de nuevo. El perro anda con él. Atraviesan juntos la ciudad. Cuando Valčík regresa a casa, el portero de los Moravec, donde está alojado, lo adopta y lo bautiza: en una segunda ocasión, el portero ya lo presenta como Mula. A partir de ese momento, harán juntos las localizaciones y cuando Valčík no puede llevarlo consigo, le suplica al valiente portero que le «cuide a su dragón» (debía de ser un perro grande, o quizá muy pequeño, si Valčík hacía una antífrasis). Cuando su amo se ausenta, Mula lo espera prudentemente echado debajo de la mesa del salón, sin moverse durante horas. La verdad es que el animal no tendrá ningún papel decisivo en la operación «Antropoide», pero prefiero contar un detalle inútil antes que correr el riesgo de que se me pase un detalle esencial.

181

Speer vuelve a Praga, pero esta vez con menos pompa que en su anterior visita. Supongo que en ambos casos de lo que se trata es de discutir cuestiones de mano de obra entre el ministro de Armamento y el protector de uno de los mayores polos industriales del Reich. En la primavera de 1942, más aún que en diciembre de 1941, ahora que millones de hombres luchan en el frente del Este, ahora que los carros de combate soviéticos continúan superando los de los alemanes, ahora que la aviación soviética levanta la cabeza y los bombarderos ingleses sobrevuelan y golpean con cada vez más frecuencia las ciudades alemanas, el asunto es vital. Es incesante la necesidad de obreros para producir más tanques, más aviones, más cañones, más fusiles, más granadas, más submarinos, y esas armas nuevas que deben permitir al Reich alcanzar la victoria.

En esta ocasión, a Speer se le ha eximido de la visita por la ciudad y del cortejo oficial. Ha venido solo, sin su mujer, para una reunión de trabajo con Heydrich. Ni uno ni otro tienen tiempo para convencionalismos. Seguramente que Speer, cuya eficacia en su campo es equiparable a la de Heydrich en el suyo, se alegra por ello. Sin embargo, no puede dejar de observar que ahora Heydrich no sólo se desplaza sin escolta, sino que circula tranquilamente por las calles de Praga en un coche descubierto, sin blindar y sin más guardia de corps que su chófer. Le manifiesta su inquietud al propio Heydrich, quien le responde: «¿Por qué quiere usted que mis checos me peguen un tiro?» Es evidente que Heydrich no ha leído lo que escribía el judío Joseph Roth, escritor vienés refugiado en París, en sus artículos de periódico en los que se burlaba, desde 1937, del derroche de medios y de hombres movilizados para garantizar la seguridad de los dignatarios nazis. En uno de ellos, les hacía decir: «Sí, ya ve usted, me he convertido en alguien tan importante que yo mismo me veo obligado a tener miedo; soy tan valioso que no tengo derecho a morir; creo tanto en mi buena estrella que me río del azar fatal de las estrellas de los demás. ¡Quien osa, gana! ¡Quien ha ganado tres veces ya no necesita osar!» Después, Joseph Roth dejó de burlarse de nadie porque murió en 1939, pero es posible que tal vez, al fin y al cabo, Heydrich sí hubiera leído ese artículo, aparecido en un periódico de refugiados disidentes, y elementos subversivos por tanto, cuya vigilancia debería ser competencia del SD. Lo digo porque él, el hombre de acción, el atleta, el piloto, el combatiente, tiene que explicarle una parte de su
Weltanschauung
a ese civil de manicura que es Speer: rodearse de guardias de corps es un comportamiento pequeñoburgués demasiado inelegante. Deja esa actitud para Bormann y los demás jerarcas del partido. De hecho, desmiente a Joseph Roth: antes morir que dejar creer que se tiene miedo.

Esto no impide que la primera reacción de Heydrich haya turbado a Speer: ¿por qué atentar contra la vida de Heydrich? ¡Como si no hubiera suficientes razones para matar a los jefes nazis en general y a Heydrich en particular! Speer no se deja engañar por la popularidad de los alemanes en los territorios ocupados, y piensa que Heydrich tampoco. Pero éste parece tan seguro de sí mismo, que Speer no sabe si el tono paternalista de Heydrich al hablar de «sus» checos es una fanfarronada, o si Heydrich está totalmente convencido de lo que dice. Él mismo tiene a veces reflejos pequeñoburgueses, pero en el Mercedes descapotable que se desliza por las calles de Praga, no se siente del todo a salvo.

182

El capitán Morávek, último de los tres reyes todavía vivo y último jefe de la organización tricéfala de la Resistencia checa, sabe que no debería acudir a la cita que le ha fijado su viejo amigo René, alias del coronel Paul Tümmel, oficial del Abwehr, alias A54, el mayor espía que ha trabajado jamás para Checoslovaquia. A54 ya se lo ha advertido: él está quemado y esa cita es una trampa. Pero Morávek piensa sin duda que su propia audacia lo protege. ¿No ha salvado la vida tantas veces gracias a ella? Alguien como él, que tiene la costumbre de mandarle una postal al jefe de la Gestapo de Praga firmando cada una de sus hazañas, no se deja amedrentar por tan poco. Por la razón que sea, quiere saber a qué atenerse. Una vez que llega al parque de Praga donde han concertado la cita, identifica a su contacto, pero también a los hombres encargados de vigilarlo. Se dispone a salir pitando, cuando lo interpelan dos individuos con gabardina que surgen a su espalda. Yo personalmente jamás he asistido a un tiroteo, y me cuesta imaginar a qué puede parecerse uno en una ciudad tan apacible como lo es Praga hoy en día. Más de cincuenta disparos, no obstante, se intercambian en la persecución que se entabla. Morávek atraviesa a la carrera uno de los puentes que cruzan el Vltava (desafortunadamente ignoro por cuál) y salta a un tranvía en marcha. Pero los hombres de la Gestapo se han multiplicado, llegan por doquier como si se teletransportaran, están incluso en el vagón. Morávek salta otra vez del tranvía. Pero es alcanzado en las piernas. Cae sobre los raíles y, rodeado por todas partes, dirige su arma contra sí mismo. Es el medio más seguro de no llegar a decir nada al enemigo. Pero serán sus bolsillos quienes hablen: en su cadáver, los alemanes hallan la foto de un hombre que aún no saben que se trata de Josef Valčík.

Esta historia supone el final del último jefe de los «tres reyes», la legendaria red checa. Será igualmente una espina clavada en el pie de «Antropoide», ya que esa fecha, el 20 de marzo de 1942, Valčík está estrechamente vinculado a su suerte. Esto, asimismo, permite a Heydrich lograr un éxito añadido, en tanto protector de Bohemia-Moravia que acaba de decapitar a una de las más peligrosas organizaciones de la Resistencia aún activa, cumpliendo así con la misión para la que fue enviado, pero también en tanto jefe del SD, al desenmascarar a un superespía que además es un oficial del Abwehr, el servicio competidor de su rival y antiguo mentor Canaris. No es el primero ni será el último mal día por el que la Historia atravesará, pero este 20 de marzo de 1942 no podrá señalarse con una piedra blanca en la guerra secreta que los Aliados libran contra los alemanes.

183

En Londres se impacientan. Hace ya cinco meses que «Antropoide» ha sido lanzado en paracaídas y desde entonces no hay prácticamente noticias. Londres sabe, no obstante, que Gabčík y Kubiš siguen con vida, y operativos. «Libuše», nombre en clave de la única radioemisora clandestina en funcionamiento, transmite este tipo de informaciones, cuando las tiene. A través de ella, Londres decide reasignar una nueva misión a los dos agentes. De toda la vida, los patronos han estado obsesionados con el rendimiento de sus empleados. Esta misión no anula la anterior, sino que se añade a ella. Aunque de facto la suspende. Gabčík y Kubiš están furiosos. Deben ir a Pilsen y participar en una operación de sabotaje.

Pilsen es una gran ciudad industrial situada al oeste del país, bastante próxima a la frontera alemana, renombrada por su cerveza, la famosa Pilsner Urquell. Pero no es su cerveza, sin embargo, lo que le interesa a Londres sino sus fábricas Škoda. En 1942 Škoda no produce coches, sino cañones. Se ha programado una incursión aérea para la noche del 25 al 26 de abril. Lo que han de hacer los paracaidistas es encender unas hogueras de señalización en las cuatro esquinas del complejo industrial con el fin de permitir a los bombarderos ingleses identificar su objetivo.

Varios paracaidistas, por lo menos cuatro, se dirigen a Pilsen por separado, de cara a esa operación. Se reúnen en la ciudad, en un punto convenido de antemano para la cita (el restaurante Tivoli, del que me pregunto si existirá todavía) y, al caer la noche, pegan fuego a un establo y a unos fardos de paja cercanos a la fábrica.

Cuando los bombarderos llegan, sólo tienen que arrojar sus bombas entre los dos puntos luminosos. Pero finalmente se equivocan y caen a un lado. La misión es un fracaso absoluto, aunque los paracaidistas han cumplido perfectamente con la tarea encomendada.

Sin embargo, Kubiš, durante su breve estancia en Pilsen, traba conocimiento con una joven vendedora, miembro de la Resistencia, que ayuda al grupo a realizar su misión. Por donde quiera que pase, debido a su bello rostro de actor americano, algo así como el hijo de Cary Grant y Tony Curtis si hubieran tenido un niño juntos, Kubiš siempre tiene mucho éxito. Por lo menos, aunque la operación resulte un fracaso notable, él no habrá perdido el tiempo. Dos semanas más tarde, es decir, dos semanas antes del atentado, le escribirá una carta a esa joven, Marie Žilanová. De nuevo otra imprudencia, aunque ésta no vaya a más. Me habría encantado conocer el contenido de esa carta, tendría que haberla copiado en checo cuando la tuve ante mis ojos.

A su regreso en Praga, los paracaidistas están muy nerviosos. Se les ha obligado a correr muchos peligros, con el riesgo de comprometer su misión principal, su misión histórica, y todo por unos cuantos cañones. Hacen llegar a Londres un agrio mensaje en el que piden que, la próxima vez, envíen pilotos que conozcan la región.

A decir verdad, en esa misión de paréntesis que fue la de Pilsen, no estoy muy seguro de que Gabčík estuviera presente. Lo único que sé a ciencia cierta es que fueron Kubiš, Valčík y Čurda.

Ahora que caigo, con excepción de una elíptica alusión en el capítulo 178, todavía no he hablado de Karel Čurda, cuyo papel aquí, sin embargo, es histórica y dramatúrgicamente esencial.

184

En toda buena historia hace falta un traidor. Y en la mía, hay uno. Se llama Karel Čurda. Tiene treinta años y no sabría decir si, por las fotos de que dispongo, la traición se podía leer en su rostro. Es un paracaidista checo cuya trayectoria podría confundirse con la de Gabčík, Kubiš o Valčík. Alistado en el ejército, desmovilizado luego con la ocupación alemana, abandona el país vía Polonia y llega hasta Francia, donde se enrola en la Legión extranjera; más tarde se integra en el Ejército checoslovaco en el exilio y pasa a Inglaterra después de la caída de Francia. No obstante, a diferencia de Gabčík, Kubiš y Valčík, él no es enviado al frente durante la retirada francesa. Pero no será esto lo que le distinga fundamentalmente de los demás paracaidistas. En Inglaterra, se presenta voluntario para misiones especiales y sigue el mismo entrenamiento intensivo. Es lanzado sobre el Protectorado con otros dos compañeros de equipo la noche del 27 al 28 de marzo de 1942. Lo que pasa después, aún es demasiado pronto para contarlo.

Pero el drama comienza ya en Inglaterra, y es allí donde debería haber sido evitado: es allí donde progresivamente se revela el carácter ambiguo de Karel Čurda. Bebe mucho, lo que, naturalmente, no es ningún crimen. Pero cuando ha bebido demasiado, dice cosas que espantan a sus camaradas del regimiento. Dice que admira a Hitler. Dice que lamenta haber dejado el Protectorado, que ahora viviría allí mucho mejor si se hubiera quedado. Sus camaradas se fían tan poco de él, lo encuentran tan sospechoso, que llegan a escribir una carta para indicar su comportamiento y sus comentarios al general Ingr, ministro de Defensa del gobierno checo en el exilio. Añaden que también ha intentado timar con un falso matrimonio a dos familias inglesas. Heydrich, en su tiempo, fue expulsado del ejército por mucho menos. El ministro transmite esas informaciones al coronel Moravec, jefe de los servicios secretos y responsable de las operaciones especiales. Es en ese momento cuando se sella la suerte de muchos hombres. ¿Qué hace Moravec? Nada. Se contenta con anotar en el dosier de Čurda que éste es un buen deportista con gran capacidad física. En todo caso, no lo aparta de la selección de paracaidistas para misiones especiales. Y así, en la noche del 27 al 28 de marzo de 1942, Čurda, con otros dos compañeros, es lanzado sobre Moravia. Ayudado por la Resistencia local, alcanza Praga.

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