Entonces se desvaneció Catalina. Había gritado llamando a Chaval, con la fuerza de la desesperación. Pero él no la oyó, porque estaba riñendo más arriba con otro compañero, clavándole los talones en el costado para pasar antes que él. Creyó rodar hecha un ovillo. En su aturdimiento, le parecía ser una de aquellas muchachas que en otra época subían el carbón a cuestas, y que un accidente ocurrido encima de ella la precipitaba hasta el fondo del pozo, como si fuera una piedra. No faltaban que subir más que cinco escalas, y llevaban subiendo cerca de una hora. De pronto se encontró deslumbrada por la luz del sol, y rodeada de una turba numerosa que vociferaba horriblemente.
Aquel día, desde antes de amanecer, un estremecimiento extraño había agitado los barrios de los obreros; un estremecimiento que no tardó en propasarse por los caminos, a través del campo. Pero no habían podido salir todos juntos como convinieran la noche antes, porque temprano circularon rumores de que los dragones y los gendarmes de caballería recorrían las carreteras y todos los caminos en previsión de algún desorden. Decíase que aquellas fuerzas habían llegado a Douai la noche antes, y se acusaba a Rasseneur de haber delatado a los amigos, una muchacha juraba y perjuraba que había visto pasar a un criado del señor Hennebeau con un telegrama de la estación inmediata. Los mineros apretaban los puños y espiaban la llegada de los soldados a través de las persianas de sus ventanas y a la indecisa claridad del amanecer.
A eso de las siete y media, al salir el sol, circuló otra noticia tranquilizadora para los impacientes. Aquello era una falsa alarma, un simple paseo militar, como otros que se habían producido por orden del gobernador de Lille desde la declaración de la huelga. Los huelguistas odiaban a la referida autoridad, a quien acusaban de haberlos engañado con la promesa de una intervención conciliadora, intervención que se había reducido a mandar cada ocho días destacamentos de tropas que desfilaban por Montsou para mantenerlos en orden. Así es que cuando vieron que los dragones y gendarmes tomaban tranquilamente el camino de Marchiennes, contentos con haber hecho sonar los cascos de sus caballos por el endurecido suelo de Montsou, se burlaron de las ocurrencias del gobernador y de sus soldados, que se marchaban precisamente cuando se iba a armar la gorda. Hasta las nueve tuvieron paciencia, paseándose tranquilamente por delante de sus casas, haciendo tiempo para que desaparecieran los soldados. Los burgueses de Montsou dormían todavía con la cabeza reclinada en sus almohadas de pluma. En la dirección se acababa de ver salir a la señora Hennebeau en carruaje, dejando a su marido, sin duda dedicado al trabajo, porque el caserón, silencioso y sombrío, no daba señales de vida. Ninguna mina se hallaba ocupada militarmente; aquello había sido la fatal imprevisión en el momento del peligro, la torpeza natural en todas las catástrofes, la falta que todos los gobiernos pueden cometer cuando se necesita apreciar los hechos tal y como son, sin fiarse de las apariencias.
Y apenas dieron las nueve, los carboneros tomaron el camino de Vandame, para acudir a la cita que se habían dado la noche antes en el bosque.
Desde luego comprendió Esteban que en Juan-Bart no se hallarían los tres mil compañeros que se habían comprometido a asistir. Muchos habían creído que se aplazaba la manifestación, y era demasiado tarde para enviar contraorden, pues los que se hallaban en camino echarían tal vez a perder la cosa, si no iba él a ponerse al frente; un centenar de obreros, que habían salido de sus casas antes de amanecer, estaban escondidos en el bosque, aguardando la llegada de los demás para incorporarse a la manifestación. Souvarine, con quien Esteban consultó, se encogió de hombros: diez hombres resueltos servían más que una turba desorganizada; después de decir esto, se concentró de nuevo en el libro que estaba leyendo, y se negó a acompañar a su amigo. Todo aquello, decía el ruso, amenazaba acabar con sensiblerías, cuando nada más fácil que terminar la cuestión prendiendo fuego a Montsou por los cuatro costados. Sin embargo, prometió a Esteban ir a reunirse con él, si la cosa iba de veras. Cuando éste bajaba del cuarto de su amigo, vio a Rasseneur sentado junto a la chimenea, muy pálido, mientras su mujer, siempre vestida de negro, le interpelaba duramente.
Maheu opinó que debía cumplirse la palabra. La cita era cosa sagrada. No obstante, la noche había calmado la fiebre que agitaba a todos, y Maheu, temeroso de que cometieran atropellos, dijo que su deber era acudir a Juan-Bart para evitarlos. Su mujer asentía con movimientos de cabeza. Esteban repetía con complacencia que era necesario actuar revolucionariamente, sin preocuparse por la vida de unos cuantos. Antes de salir se negó a comer la ración de pan que habían guardado días antes con una botella de ginebra; pero, en cambio, se bebió tres copas de licor, una tras de otra, para quitarse el frío, y después se llevó consigo una cantimplora llena del mismo líquido. Alicia se quedó al cuidado de los niños. El viejo Buenamuerte, con las piernas doloridas de haber andado mucho la víspera, se quedó en la cama.
Por prudencia no salieron todos a la vez. Juan hacía tiempo que había desaparecido. Maheu y su mujer salieron juntos, dirigiéndose a Montsou dando un rodeo, mientras Esteban se encaminaba al bosque, donde se reuniría con los compañeros, que estaban esperando. En el camino se encontró con un grupo de mujeres, entre las cuales se hallaba la Quemada y la mujer de Levaque: por el camino iban comiendo castañas que llevaba la Mouquette, y devoraban hasta las cáscaras, a fin de llenarse el estómago de cualquier cosa y engañar el hambre. Pero en el bosque no encontró a nadie, porque los compañeros suyos habían salido ya para Juan-Bart. Echó a correr, y llegó a la mina precisamente cuando un grupo de unos cien hombres penetraba en ella. Por todas partes desembocaban mineros; los Maheu por el camino real, las mujeres a campo traviesa, todos a la desbandada, sin jefes, sin armas, yendo a parar a aquel sitio como agua desbordada que sigue los declives de un mismo terreno. Esteban vio a Juan, que estaba subido en una ventana, colocado allí como quien se dispone a ver un espectáculo. Corrió con más fuerza, y fue uno de los primeros en entrar. En aquel momento el grupo de manifestantes se componía de unas trescientas personas.
Cuando Deneulin apareció en lo alto de la escalera que conducía a las oficinas, hubo un instante de vacilación.
—¿Qué queréis? —preguntó aquél con voz de trueno.
Después de haber visto desaparecer el carruaje de la señora de Hennebeau, donde iban sus hijas, volvió a la mina, acometido de cierta vaga inquietud. Lo halló todo en buen orden; el descenso de obreros se había producido sin novedad, y Deneulin charlaba tranquilamente con el capataz mayor cuando le advirtieron que se acercaban los huelguistas.
Rápidamente se apostó detrás de una ventana del taller de cerner; y al ver aquellas turbas que invadían su propiedad, tuvo enseguida la evidencia de que sería impotente para evitar los desastres que iban a ocurrir. ¿Cómo defender aquellos edificios abiertos a los cuatro vientos? Apenas podría agrupar en torno suyo una veintena de obreros. Estaba perdido.
—¿Qué queréis? —repitió, lívido de cólera y haciendo un esfuerzo para afrontar valerosamente el desastre.
Un sordo rumor se elevó de entre la muchedumbre, y hubo grandes empujones. Esteban se destacó del grupo, diciendo:
—Señor, no venimos a hacer mal ninguno. Pero es preciso que no se trabaje en ninguna parte. Deneulin, sin andarse por las ramas, lo trató sencillamente de imbécil.
—¿Creéis que no me hacéis daño si se declara la huelga aquí? Pues es lo mismo que si me pegarais un tiro a traición… Sí; mis obreros están abajo, y no saldrán sin que antes me hayáis asesinado.
La rudeza de este lenguaje produjo murmullos amenazadores en las turbas. Maheu tuvo que contener a Levaque, que se precipitaba amenazador, mientras Esteban seguía parlamentando para convencer al señor Deneulin de la razón de sus procedimientos revolucionarios. Pero éste contestaba, hablando del derecho a la libertad del trabajo.
Además, se negaba a discutir tales tonterías, porque él era el amo en su casa. El único remordimiento que tenía era haberse negado a que le dejaran allí unos cuantos gendarmes para barrer a la canalla y echarla de su casa.
—Es culpa mía y no debo quejarme. Me sucede lo que merezco. Con la gente de vuestra especie, no hay más razón que la de la fuerza. Eso es lo mismo que cuando el Gobierno piensa en aplacaros con concesiones. Lo echaréis abajo cuando os haya dado él mismo armas para hacerlo.
—Le ruego, señor Deneulin, que dé orden para que suban sus obreros, pues si no, no respondo de poder dominar a mis compañeros. Puede usted evitar una gran desgracia —dijo Esteban bajando la voz, tembloroso, y conteniéndose apenas.
— ¡Iros al diablo, granujas! ¿Qué tengo yo que ver con vosotros? No sois de mis minas, y no tenéis nada que discutir ni tratar conmigo… Los que corretean así los campos para saquear las casas, no son más que un atajo de bandidos.
Grandes gritos ahogaban su voz; las mujeres, sobre todo, le insultaban. Y él, empeñado en defenderse contra las turbas, encontraba cierto consuelo en hablar con aquella franqueza. Puesto que de todos modos estaba perdido, no quería acobardarse inútilmente. Pero el número de los manifestantes iba en aumento; ya había cerca de quinientos, y probablemente lo hubieran matado, si su capataz mayor no hubiera tirado de él violentamente, diciendo:
—¡Por Dios, señor!… Esto va a ser una carnicería. ¿Por qué permitir que se mate la gente inútilmente?
Deneulin trataba de desasirse de manos de su subordinado, y protestaba con todas sus fuerzas, insultando a las turbas.
—¡Canallas, ladrones! ¡Ya nos veremos cuando dejéis de ser los más fuertes!
Se lo llevaron de allí, porque un formidable empujón de la muchedumbre había lanzado a los que estaban delante hasta los primeros escalones que conducían a las oficinas. Las mujeres eran las más furiosas y las que excitaban a los hombres. La puerta cedió de repente, porque estaba cerrada sólo con el picaporte. Pero la escalera era demasiado estrecha, y las turbas habrían tardado mucho en entrar por ella, si los de más atrás no hubieran decidido penetrar por las ventanas. Entonces la muchedumbre se desbordó por todas partes: por la barraca, por el taller de cerner, por el departamento de máquinas y el de calderas. En menos de cinco minutos se vieron dueños de toda la mina; recorrían todos los departamentos en medio de una baraúnda terrible de gestos y de gritos, celebrando la derrota que imponían a aquel capitalista, que había querido resistir su empuje.
Maheu, asustado del giro que iba tomando la cosa, entró uno de los primeros, diciendo a Esteban:
—¡Es preciso que no maten a nadie!
Éste corría ya. Luego, cuando comprendió que el señor Deneulin se había refugiado en el cuarto de capataces, le contestó:
—¿Y qué? Si sucede algo, no será culpa nuestra. ¿Quién le manda ser tan animal?
Pero se sentía lleno de inquietud, porque estaba demasiado sereno para asentir a que se cometiese un crimen. Sufría también en su orgullo de jefe viendo que los manifestantes desconocían su autoridad, extralimitándose en el frío cumplimiento de la voluntad del pueblo, tal como él lo comprendía. En vano reclamaba sangre fría y tranquilidad, gritándoles que era necesario no dar la razón a sus enemigos con actos de destrucción inútil.
—¡A las calderas! —bramaba la Quemada—. ¡Apaguemos los fuegos!
Levaque, que había encontrado una lima, la agitaba a guisa de puñal, dominando el tumulto con voces terribles de:
—¡Cortemos los cables! ¡Cortemos los cables!
Todos repitieron los mismos gritos; menos Esteban y Maheu, que, aturdidos, seguían protestando y hablando en medio de aquel tumulto, sin lograr ser escuchados. Al fin el primero pudo decir:
—¿No sabéis que hay gente abajo, y que son camaradas nuestros?
El estrépito redobló; aquellas quinientas o seiscientas personas hablaban todas a la vez.
—¡Mejor! ¡No debían haber bajado!… ¡Bien empleado les está a los traidores!… ¡Sí, sí; que se queden ahí!… ¡Además, tienen las escalas para subir!
Entonces comprendió Esteban que no había más remedio que ceder. Y temiendo un desastre mayor, se precipitó a la máquina, tratando de subir cuando menos los ascensores, para que, al ser cortados los cables, no se desprendieran aquéllos y aplastasen a la gente que había en el fondo. El maquinista había desaparecido, así como los demás obreros que trabajaban de día, y él mismo tuvo que hacer la maniobra que pensaba mandar, ayudado por Levaque y otros dos. Apenas vieron los ascensores descansando en los goznes, cuando se empezó a oír el chirriar de las limas cortando los cables. Hubo un momento de silencio; aquel ruido pareció llenar toda la mina; todos levantaban la cabeza, y escuchaban y miraban sobrecogidos de emoción. Maheu, en primera fila, se sentía invadido por una extraña furia, como si los dientes de la lima le arrancaran todos los miramientos, al cortar el cable de uno de aquellos pozos de miseria y de sufrimientos, donde no quería volver a bajar.
La Quemada había desaparecido por la escalera de la barraca sin dejar de gritar:
—¡Hay que apagar los fuegos! ¡A las calderas! ¡A las calderas!
Varias mujeres la seguían. La de Maheu se apresuró, para evitar que lo rompieran todo, lo mismo que su marido había tratado de apaciguar a los hombres. Ella era la más serena; se podía reclamar lo que era justicia, sin estropear las cosas que no eran de uno. Cuando entró en el cuarto de las calderas, las mujeres estaban echando de allí a los dos fogoneros, y la Quemada, con una pala en la mano, en cuclillas delante de uno de los hornos, lo desocupaba violentamente, tirando la hulla incandescente sobre los ladrillos, donde seguía ardiendo y humeando. Había diez hornos para los cinco generadores. Las mujeres fueron poco a poco entusiasmándose: la de Levaque, manejando una pala con las dos manos; la Mouquette, alzándose las faldas hasta más arriba de las rodillas para no quemárselas; todas desgreñadas y sudorosas, semejando furias del averno bailando a los rojizos resplandores del carbón ardiendo. El montón de hulla incandescente iba aumentando, y caldeaba ya el techo de la espaciosa habitación.
—¡Basta ya! —gritó la mujer de Maheu—. Va a arder todo.
—¡Mejor! —respondió la Quemada—. Así acabaremos antes. ¡Bien decía yo que les haría pagar caro la muerte de mi marido!