En aquel momento se oyó la voz de Juan, el cual gritaba desde lo alto d e las calderas:
—¡Cuidado! ¡Yo apagaré! ¡Voy a soltarlo todo!
Había sido uno de los primeros en entrar; había pasado por entre las piernas de todos, y entusiasmado con aquel tumulto, buscaba el abrir los grifos de escape para que saliese el vapor. Las válvulas quedaron abiertas; las cinco calderas se desocuparon con silbidos espantosos de tempestad, y haciendo tal estrépito, que la sangre brotaba de los oídos. Todo había desaparecido en medio del vapor; el fuego del carbón palidecía; las mujeres no eran ya más que sombras confusas. Sólo se veía al chiquillo, allá en lo alto, detrás de los torbellinos de humo blanco, con aire satisfecho, la boca sonriente de complacencia, por haber desencadenado él solo aquel huracán.
Aquello duró cerca de un cuarto de hora. Unas mujeres echaron algunos cubos de agua sobre el montón de carbón para apagarlo; todo peligro de incendio había desaparecido. Pero la cólera de las turbas no se aplacaba; muy al contrario: se excitaba más y más con los primeros destrozos. Algunos hombres bajaban con martillos, después de haber cortado los cables; las mujeres también se armaban de barras de hierro, y se hablaba de romper los generadores, de destrozar las máquinas, de demoler toda la mina.
Esteban se apresuró a acudir, acompañado de Maheu. Él mismo se embriagaba, sintiéndose presa de aquella fiebre de venganza. Luchaba, sin embargo, gritaba que tuvieran prudencia, ya que los cables estaban cortados, los fuegos apagados y las calderas desocupadas, y, por lo tanto, que era imposible trabajar. Pero nadie le escuchaba, y ya iban a emprender nuevas hazañas, cuando empezaron a oírse gritos junto a una puertecilla que había a la parte de afuera donde desembocaba el pozo de las escalas.
—¡Mueran los traidores! —gritaban— ¡Canallas, cobardes, matadlos!,.. ¡Mueran! ¡Mueran!
Era que empezaban a salir los mineros del fondo. Los primeros, deslumbrados por la luz del sol, permanecían inmóviles, parpadeando con fuerza. Luego desfilaron llenos de espanto, y trataron de ganar el campo y escaparse.
—¡Mueran los cobardes! ¡Mueran los falsos amigos!
Toda la partida de huelguistas había acudido al mismo sitio. En menos de tres minutos no quedó ni un solo hombre dentro del edificio: los quinientos de Montsou se colocaron en dos filas para obligar a los traidores de Vandame a que pasasen por allí. Y a cada minero que aparecía en la puerta del pozo, con el traje hecho jirones y lleno del barro negro del trabajo, redoblaban los gritos amenazadores y las bromas groseras de todo género. ¡Oh! Ése tiene tres pulgadas de piernas, y las posaderas enseguida; aquél tiene la nariz comida por las tías perdidas del Volcán; y ese otro tiene un ojo que le chorrea aceite y otro vinagre. Una mujer que salió, enormemente gorda, con el seno cayéndole sobre el vientre, levantó una gritería espantosa y una de esas risas que no pueden ser descritas. Todos querían tocarla; las bromas se iban plasmando, rayaban en la crueldad, y los puñetazos llovían, mientras continuaba el desfile de aquellos pobres diablos, temblorosos, callados, sufriendo las injurias, esperando los golpes con oblicuas miradas, felices y satisfechos si al fin se lograban ver a salvo, corriendo por el campo, fuera de la mina.
—¡Ah, demonios! ¿Cuántos hay ahí dentro? —preguntó Esteban.
Se admiraba de ver salir tanta gente, y se irritaba al pensar que no era cuestión de unos cuantos obreros, acosados por el hambre y aterrorizados por los capataces. De modo que lo habían engañado en la reunión del bosque, puesto que casi todos los de Juan-Bart estaban trabajando. Pero de pronto se le escapó un grito de despecho y se precipitó hacia Chaval, que salía del pozo.
—¡Rayos y truenos! ¿Para eso nos has hecho venir aquí?
De nuevo estallaron las imprecaciones, y hubo en las turbas un movimiento de avance, como para caer sobre el traidor. ¡Cómo! ¡Había jurado con ellos la noche antes, y ahora resultaba que estaba trabajando con los demás! ¡Luego se había burlado de la gente de un modo indigno!
—¡Tiradlo al pozo! ¡Tiradlo al pozo!
Chaval, blanco de terror, tartamudeaba, procurando explicarse. Pero Esteban le interrumpió, fuera de sí, participando del furor general:
—¡Has querido bajar! ¡Pues bajarás, canalla!… ¡Vamos; en marcha, granuja!
Otro clamor general ahogó sus palabras. Catalina, a su vez, acababa de aparecer, deslumbrada por el resplandor del día y asustada de verse en las garras de aquellos salvajes. Y con las piernas destrozadas por aquella ascensión de doscientas escaleras, con las palmas de las manos ensangrentadas, empezaba a darse cuenta de lo que sucedía, cuando la Mouquette se acercó a ella con la mano levantada.
—¡Ah, bribona! ¡Tú también!… ¡Tu madre muriéndose de hambre, y tú haciéndole traición por tu querido!
Maheu cogió aquel brazo, y evitó la bofetada. Pero zarandeaba a su hija y se enfurecía como su mujer, reprobando su conducta; uno y otra perdían la cabeza, y vociferaban más fuerte que los demás. La presencia de Catalina acabó por exasperar a Esteban, que repitió:
—¡En marcha! ¡A las otras minas! Y tú vienes con nosotros, grandísimo canalla.
Chaval apenas si tuvo tiempo de coger los zuecos en la barraca y echarse el abrigo de lana sobre los helados hombros, cuando se vio arrastrado, obligado a galopar en medio de los grupos. Y Catalina, aturdida, se ponía también los zuecos, se colocaba la chaqueta de hombre que le servía de abrigo, y echaba a correr detrás de su amante, no queriéndole abandonar, porque seguro que iban a asesinarle. Entonces, en dos minutos, Juan-Bart quedó desierto. Juan, que había encontrado una bocina, tocaba con ella, produciendo roncos sonidos, como si hubiera estado llamando a los bueyes. Las mujeres, la de Levaque, la Quemada y la Mouquette, se recogían las faldas, para correr mejor; mientras Levaque, con un hacha en la mano, maniobraba con ella como si fuese el bastón de un tambor mayor. Otros huelguistas iban llegando a cada momento; ya eran cerca de mil, sin orden ni concierto, sin jefe, apareciendo por los caminos como un torrente desbordado; como la vía de salida era muy estrecha, rompieron las empalizadas.
—¡A las minas! ¡Mueran los traidores! ¡No se trabaja más!
Y bruscamente Juan-Bart quedó sumido en un completo silencio. Ya no había nadie, ni un solo hombre. Deneulin, que había salido del cuarto de los capataces prohibió que nadie le siguiese: pálido y tranquilo, visitaba la mina. Primero se detuvo en la boca del pozo, levantando los ojos para mirar los cables cortados; loscabos de acero pendían inútiles; la mordedura de la lima había dejado una herida fresca, que brillaba en la negrura del aceite de engrasar. Luego subió a la máquina, contempló largo rato sus piezas rotas, semejantes a las articulaciones de un miembro colosal atacado de repentina parálisis; tocó el metal, que ya estaba frío, y sintió un extraño estremecimiento, como si acabara de tocar un muerto. Luego bajó a las calderas, paseó lentamente por encima de los apagados carbones, y golpeó con el pie los generadores, que sonaban a hueco… ¡Aquello era la ruina! ¡Ya no había remedio! Aunque pudiera volver a encender los fuegos y arreglar los cables, ¿dónde iba a buscar gente? Quince días más de huelga, y tendría que declararse en quiebra.
Y ante la certeza de su desastre, ya no odiaba a los bandidos de Montsou, porque comprendía la existencia de cierta complicidad, de una falta general y secular. Los de Montsou eran unos brutos seguramente, pero brutos que no sabían leer y que se morían de hambre.
Y la muchedumbre de huelguistas invadió la llanura, blanca de escarcha a la pálida luz de aquel sol de invierno, y se alejó desbordándose por la carretera a través de los sembrados de remolacha. Esteban había tomado el mando. Sin que nadie se detuviera, daba sus órdenes, organizando la marcha. Juan galopaba a la vanguardia, haciendo sonar la bocina. Luego, en las primeras filas, caminaban las mujeres, algunas armadas con palos; la mujer de Maheu, con una expresión salvaje en los ojos, miraba como buscando la prometida tierra de la justicia; la Quemada, la de Levaque, la Mouquette, alargando el paso cuanto podían, bajo sus andrajos, como soldados que parten para la guerra. En caso de tener un mal encuentro, verían si los gendarmes osaban hacer fuego contra las mujeres. Luego seguían los hombres en una confusión indescriptible, armados de barras de hierro y palos, dominados todos por el hacha de Levaque, cuyo acero brillaba a los rayos del sol.
En el centro, Esteban no perdía de vista a Chaval, a quien obligaba a caminar delante de él; mientras Maheu, detrás, con aire sombrío, lanzaba miradas a Catalina, la única mujer que iba entre aquellos hombres, obstinada en trotar junto a su querido, para evitar que nadie le hiciese daño. Cabezas desgreñadas se sacudían en el aire; no se oía más que el pisar de los zuecos, como el rumor de un rebaño en marcha, dominado por los estridentes sonidos de la bocina de Juan.
Pero de pronto se levantó otro grito: —¡Pan!, ¡pan!, ¡pan!
Eran las doce del día; el hambre de aquellas seis semanas de huelga se despertaba en los estómagos vacíos, aguijoneada por aquel paseo de muchos kilómetros. Los mendrugos de pan y las pocas castañas que llevaba la Mouquette se habían acabado hacía tiempo; y los estómagos chillaban, y aquel sufrimiento se mezclaba a la rabia que sentían contra los traidores.
—¡A las minas! ¡Ya no se trabaja! ¡Pan! —gritaban todos.
Esteban, que no había querido comer nada antes de salir de casa, notaba en el pecho una sensación insoportable. No se quejaba; pero maquinalmente cogía cada dos minutos su cantimplora, y se echaba un trago, creyendo necesitarlo para sostenerse y llegar hasta el fin. Sus mejillas iban encendiéndose, y sus ojos despedían chispas. Pero no había perdido aún la cabeza, y deseaba evitar desastres.
Al llegar al camino de Joiselle, un minero de Vandame, que se había unido a los huelguistas para vengarse de su amo, quiso dirigir a la gente hacia la derecha, gritando:
—¡A Gastón-María! ¡Hay que detener la bomba! ¡Es preciso que las aguas inunden todas las minas!
Las turbas, entusiasmadas, tomaban ya el camino indicado, a pesar de las protestas de Esteban, que les suplicaba no fueran a Gastón-María. ¿A qué destruir las galerías? Aquello sublevaba su corazón de obrero, a pesar de sus resentimientos. Maheu también encontraba injusto tal proceder. Pero el minero de Vandame seguía gritando, y fue necesario que Esteban gritase más, diciendo:
—¡A Mirou! ¡Allí hay traidores trabajando!… ¡A Mirou!
Con un gesto enérgico detuvo a la muchedumbre, la hizo tomar el camino de la izquierda, mientras Juan, poniéndose nuevamente a la cabeza de todos, hacía sonar más fuerte la bocina. Gastón-María estaba salvada por aquella vez.
Y los cuatro kilómetros que les separaba de Mirou fueron recorridos en media hora, casi a la carrera, a través de la interminable llanura. El canal, como si fuera una ancha cinta de hielo, la cortaba por aquel sitio. Sólo los árboles, despojados de sus hojas, convertidos por la helada en gigantescos candelabros, rompían la uniformidad de aquel paisaje, perdiéndose allá en el horizonte; una ondulación del terreno ocultaba a Montsou y a Marchiennes.
Al llegar a la mina, vieron a un capataz que, subido a la barandilla del taller de cerner, los estaba esperando. Todos reconocieron al tío Quandieu, el decano de los capataces de Montsou, un viejo con el pelo completamente blanco, que lo menos tenía setenta años de edad, y que era un verdadero milagro de salud y de robustez en aquel pueblo de mineros.
—¿Qué diablos venís a hacer aquí, canallas? —exclamó.
La turba se detuvo. No se trataba de un amo, sino de un compañero, y el respeto los detenía delante de aquel obrero viejo.
—Hay gente trabajando abajo —dijo Esteban—. ¡Mandadles salir!
—Sí, hay gente abajo —replicó el tío Quandieu—; habrá unos cincuenta o sesenta; los demás han tenido miedo de vosotros, que sois unos granujas… Pero os prevengo que no subirá ninguno o que habréis de veros las caras conmigo.
Hubo un griterío confuso; los hombres empujaban, y las mujeres avanzaron unos cuantos pasos. El capataz bajó rápidamente de su atalaya, y se colocó ante la puerta.
Entonces Maheu quiso intervenir.
—Viejo, estamos en nuestro derecho; ¿cómo hemos de conseguir que la huelga sea general, sino obligando a todos a que no trabajen?
El viejo guardó un momento de silencio. Evidentemente su ignorancia en materia de coaliciones igualaba a la del otro minero. Pero al fin respondió:
—Yo no digo que no estéis en vuestro derecho. Pero yo no entiendo más que de cumplir la consigna. Estoy solo aquí… La gente ha bajado hasta las tres, y hasta las tres estará abajo.
Las últimas palabras fueron ahogadas por el clamor de la turba. Le amenazaban con los puños; las mujeres le aturdían, y sentía ya su aliento en la cara. Pero el viejo se las mantenía firmes, con la cabeza erguida, luciendo sus bigotes y cabellos blancos como la nieve, y el coraje fortalecía de tal modo su voz, que se le oyó decir con claridad, a pesar del tumulto;
—¡Rayos y truenos! ¡Por aquí no se pasa!… Tan cierto como ése es el sol, que prefiero me matéis a que toquéis a los cables… ¡Y no empujéis, porque me tiro de cabeza al pozo delante de vosotros!
Hubo un estremecimiento extraño en la turba. Todos se detuvieron y retrocedieron conmovidos. El viejo continúo diciendo:
—¿Quién es el canalla que no comprende esto?… Yo no soy más que un obrero como vosotros. ¡Me han dicho que vigile, y vigilo! ¡Se acabó!
Y su inteligencia no iba más allá. Así comprendía sus deberes el tío Quandieu, acostumbrado a la obediencia militar. Sus compañeros le miraban conmovidos, oyendo allá en lo recóndito de su alma el eco de lo que les decía aquella obediencia de soldado, aquella fraternidad y aquella resignación en el peligro. El viejo creyó que todavía vacilaban, y repitió con energía:
—¡Me tiro al pozo delante de vosotros!
Una gran sacudida estremeció a aquella muchedumbre. Todos habían vuelto las espaldas, y corrían nuevamente por el camino de la derecha, como almas que lleva el diablo, y gritando con todas sus fuerzas:
—¡A La Magdalena! ¡A Crevecoeur! ¡Que no se trabaje más! ¡Pan, pan!
Pero hacia el centro de la masa se produjo un remolino. Decían que Chaval había intentado aprovechar aquel incidente para escaparse. Esteban acababa de cogerlo por un brazo, y le amenazaba con romperle el esternón si intentaba hacerles una mala partida. Y el otro, procurando desasirse, protestaba con rabia: