Germinal (20 page)

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Authors: Emile Zola

Tags: #Narrativa

BOOK: Germinal
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Hacía dos meses que Esteban se carteaba con el maquinista de Lille al cual había dado noticia de su entrada en las minas de Montsou, y que ahora trataba de adoctrinarle, entusiasmado con la idea de la propaganda que podía hacer entre los mineros.

—La verdad es que la tal Asociación marcha divinamente. Parece que de todas partes se reciben numerosas adhesiones.

—¿Qué dices tú de esa Asociación? —preguntó Rasseneur a Souvarine. Éste, que estaba acariciando a Polonia, echó una bocanada de humo, murmurando con su habitual tranquilidad:

—¡Otra tontería!

Pero Esteban se exaltaba. Cierta predisposición a sublevarse le lanzaba a la lucha entre el capital y el trabajo, en medio de las primeras ilusiones de su ignorancia. Se trataba de la Asociación Internacional de Trabajadores, de la famosa Internacional que acababa de fundarse en Londres. ¿No significaba aquello un esfuerzo supremo, el comienzo de una campaña heroica, en la cual saldría vencedora la justicia?

Ya no habría fronteras; los trabajadores del mundo entero se unirían, y se levantarían enérgicos y amenazadores para asegurar al obrero el pan que tan trabajosamente ganaba. ¡Y qué organización tan sencilla y tan grandiosa! Primero, la sección que representa el Municipio; luego, la federación que agrupa las secciones; después, la nación, y finalmente, la humanidad entera, encarnada en una especie de Consejo general, en el cual cada nación se vería representada por su secretario correspondiente. Antes de seis meses habrían conquistado los de la Internacional todo el orbe, y dictarían órdenes a los capitalistas que quisieran resistirse.

—¡Tonterías! —replicó Souvarine—. Vuestro Karl Marx no piensa más que en dejar que obren las fuerzas naturales. Nada de política, nada de conspiración, ¿no es verdad? Todo a la luz del día, y sin más objetivo que el aumento de los salarios… ¡Andad al demonio con vuestra revolución, que me hace reír! Prended fuego a las ciudades por los cuatro costados, destruid los pueblos, arrasadlo todo; y cuando no quede nada de ese mundo podrido, quizás nacerá otro que sea mejor.

Esteban se echó a reír. Seguía sin comprender las palabras de su amigo; aquella teoría de la destrucción total le parecía inventada por él para darse tono. Rasseneur, más práctico y con el buen sentido propio de un hombre establecido, no se enfadó. Pero quiso precisar las cosas.

—Entonces, qué; ¿piensas fundar una sección en Montsou?

Eso era lo que deseaba Pluchart, a quien habían nombrado secretario general de la federación del norte. Insistía, sobre todo, en los buenos servicios que la Asociación podría prestar a los mineros, si algún día éstos se declaraban en huelga. Esteban juzgaba precisamente que la huelga estaba próxima, porque la cuestión del revestimiento de maderas, que aún se hallaba pendiente, acabaría mal sin duda; cualquier exigencia de la Compañía sublevaría a los mineros.

—Lo malo son las suscripciones —declaró Rasseneur con tono juicioso—. Parece que cincuenta céntimos — anuales para el fondo general y dos francos para el de la sección, son una insignificancia, y estoy seguro, sin embargo, de que muchos no querrán darlos.

—Tanto más —observó Esteban—, cuanto que debíamos empezar por crear aquí una Caja de Socorros, que, en caso necesario, convertiríamos en Caja de Resistencia… En fin, es tiempo ya de pensar en algo de eso. Yo, Por mi parte, estoy dispuesto, si los demás lo están.

Hubo un momento de silencio. El quinqué de petróleo, colocado sobre el mostrador, alumbraba la estancia. Por la puerta, que estaba de par en par, llegaba hasta los tres interlocutores, se distinguía a la perfección, el ruido producido por la pala de un fogonero de la Voreux que atestaba de carbón una caldera de la máquina.

—¡Está todo tan claro! —replicó la señora Rasseneur, que acababa de entrar, y escuchaba con ademán sombrío las últimas palabras de los tres hombres—. Si supierais que me han costado los huevos hoy a veintidós sueldos… Por fuerza tiene que estallar esto.

Sus tres interlocutores fueron de la misma opinión.

Hablaban uno detrás de otro, y todos lamentándose con voz compungida. El obrero no podía resistir aquella vida; la revolución había aumentado sus miserias; los burgueses eran los que engordaban desde el 93, sin dejar a la clase obrera ni los platos sucios para que los rebañase. ¡Que dijera cualquiera si los pobres trabajadores tenían la parte que en justicia les correspondía en el aumento de la riqueza pública que se notaba en los cien últimos años! Se habían burlado de ellos, declarándolos libres; sí, libres de morirse de hambre, lo cual no se privaban de hacer. Porque votar a favor de los caballeretes que solicitaban sus sufragios para olvidarse de ellos enseguida, no les daba de comer. No; de un modo o de otro, era necesario acabar: bien pacíficamente por medio de leyes, por un acuerdo amistoso, o bien como salvajes, prendiéndole fuego a todo y devorándose unos a otros. Era imposible que se acabara el siglo sin otra revolución, que sería la de los obreros, una revolución que limpiara la sociedad completamente y que la reorganizaría sobre bases más equitativas.

—¡A la fuerza ha de estallar esto! —repetía la señora Rasseneur.

—¡Sí, sí! —exclamaron los otros tres—. A la fuerza.

Souvarine, que acariciaba las orejas de Polonia, cuyas narices tiritaban de gusto, dijo a media voz, con los ojos entornados y como si hablara consigo mismo, sin dirigirse a nadie:

—¿Acaso se pueden aumentar los salarios? Están fijados por ciertas leyes económicas, que los reducen a la cantidad indispensable, precisamente la necesaria, para que el obrero coma pan y tenga hijos… Si bajan mucho, los obreros se mueren de hambre, y las huelgas y las quejas los hacen subir… Si suben demasiado, aumenta la oferta para hacerlos bajar…

Es el equilibrio de las barrigas vacías, la condena a cadena perpetua en el presidio del hambre.

Cuando se abandonaba de aquel modo a sus ideas, hablando de las cuestiones que preocupan al socialista instruido, Esteban y Rasseneur se quedaban inquietos y turbados ante sus desoladoras afirmaciones, a las cuales no sabían cómo contestar.

—¡Lo veis! —replicó con su calma acostumbrada—. Es preciso destruirlo todo, o vuelve a aparecer el hambre. ¡Sí! ¡La anarquía, y nada más que la anarquía; la tierra lavada con sangre, purificada por el fuego!… Luego, ya se verá lo que viene.

—El señor tiene razón —declaró la mujer de Rasseneur, que en aquellas discusiones revolucionarias se mostraba siempre muy cortés.

Esteban, desesperado con su ignorancia, no quiso discutir más, y se levantó, diciendo:

—Vamos a acostarnos. Todo esto no evitará que me tenga que levantar a las tres.

Souvarine, después de haber tirado al suelo la punta del último cigarrillo, cogía a Polonia con el mayor cuidado para dejarla en el suelo. Rasseneur cerraba la tienda. Todos se retiraron con zumbidos en los oídos, y la cabeza pesada por el recuerdo de aquellas gravísimas cuestiones que habían discutido.

Y todas las noches tenían conversaciones por ese estilo en aquella sala desocupada y en torno al jarro de cerveza que Esteban tardaba una hora en beberse.

Un conjunto de ideas vagas que dormían en él le agitaba si cesar. Devorado, sobre todo, por el afán de aprender, había vacilado mucho tiempo antes de decidirse a pedir libros prestados a su vecino, el cual, desgraciadamente, no tenía sino obras escritas en alemán y en ruso. Por fin había hecho que le prestasen un libro en francés sobre Sociedades Cooperativas; otra tontería, según decía Souvarine; y leía también con toda regularidad un periódico que recibía éste, titulado El Combate, publicación anarquista que veía la luz en Ginebra. Por lo demás, y a despecho de sus amistosas relaciones y de su continuo trato, veía siempre al ruso reservado, inalterable, despreciando la vida y mirándolo todo con indiferencia.

En los primeros días de julio la situación de Esteban mejoró. En medio de la monotonía de aquella vida de la mina, se había producido un incidente: los trabajadores del filón Guillermo habían tropezado con roca viva; una perturbación en las capas carboníferas, que anunciaba ciertamente la proximidad de la desaparición del filón, y, en efecto, pronto desapareció tras unas capas de rocas, que los ingenieros, a pesar de su conocimiento profundo del terreno, no habían sospechado siquiera. Aquello conmocionó a la gente de la mina; no se hablaba más que del filón que había desaparecido.

Los mineros viejos abrían las narices como buenos perros lanzados a caza de la hulla. Pero entre tanto el trabajo no había de quedar en suspenso, y la tablilla de anuncios de la Compañía puso en conocimiento de todos que se iban a celebrar nuevas subastas.

Un día Maheu, al salir del trabajo, se dirigió a Esteban, y le propuso entrar a formar parte de su cuadrilla, en reemplazo de Levaque, que se había marchado a otra parte. La cosa estaba ya arreglada con el ingeniero y con el capataz mayor, que parecían hallarse muy satisfechos del joven. Así fue que Esteban no tuvo más que aceptar lo que le ofrecían, felicitándose por aquel ascenso, que, aparte de mejorarle materialmente, demostraba iba en aumento la consideración y el afecto que Maheu le tenía.

Aquella misma tarde se reunieron en la mina para enterarse del anuncio. Las canteras sacadas a subasta se llamaban el filón Filomena situado en la galería norte de la Voreux. Parecían no ofrecer grandes ven tajas, y el minero meneaba la cabeza con aire de mal humor, escuchando la lectura de las condiciones que en voz alta hacía Esteban. En efecto: cuando al día siguiente bajaron, y le llevó a visitar el filón nuevo, le hizo notar la gran distancia que lo separaba del pozo de subida, la naturaleza desventajosa del terreno, y el poco espesor y mucha dureza del carbón. Pero, sin embargo, si querían comer, tenían que trabajar sin remedio. Así, que el domingo — siguiente fueron juntos al acto de la subasta, que se celebraba en la barraca, presidido por el ingeniero de la mina, en ausencia del ingeniero de aquella división. Négrel estaba acompañado por el capataz mayor. Se hallaban presentes quinientos o seiscientos carboneros al pie de una pequeña plataforma que habían colocado en un rincón, y las adjudicaciones estaban tan animadas, que no se oía más que un ruido sordo de voces, que gritaban cifras, ahogadas por otras cifras más subidas.

Por un momento Maheu temió no poder obtener ninguna de las cuarenta canteras que la Compañía había sacado a subasta. Todos los concurrentes pujaban la baja, inquietos por el rumor de crisis, y acometidos por el pánico de quedar sin trabajo. El ingeniero Négrel no se apresuraba ante aquella lucha encarnizada, dejando bajar la subasta a las cantidades más pequeñas posibles, mientras Dansaert, deseoso de sacar mayores ventajas para sus amos, mentía, ponderando las bondades de las canteras subastadas. Fue preciso que Maheu, para conseguir lo que necesitaba, luchara encarnizadamente con otro compañero, que por lo visto se hallaba en el mismo caso; cada cual en su turno iba bajando un céntimo en el precio de la carretilla; y si Maheu quedó al cabo vencedor, fue porque tanto y tanto bajó, que el mismo capataz Richomme, que estaba en pie detrás de él, empezó a enfadarse, le dio un codazo y murmuró que jamás podría salir adelante con semejante precio.

Cuando salieron de allí, Esteban, que juraba y blasfemaba, estalló de rabia al ver a Chaval que, flamante y con aire de conquistador, volvía con Catalina de pasear por los trigos, mientras su padre se ocupaba en los asuntos serios.

—¡Será posible!… —gritó—. ¡Vaya una manera de portarse!… Es decir, que ahora sean los obreros quienes se aprietan entre sí.

Chaval se enfureció: él no hubiera bajado tanto, y Zacarías, que acababa de ponerse a escuchar por mera curiosidad, declaró que era insoportable. Pero Esteban le impuso silencio con un gesto de violenta y sorda cólera.

—¡Esto acabará el día menos pensado, y seremos los amos! —dijo.

Maheu, que no había vuelto a decir palabra desde que terminara la basta, pareció despertar entonces de un pesado sueño, y exclamó:

—¿Los amos?… ¡Ah, maldita suerte! ¿Cuándo será el día…?

II

Era el último domingo de julio, día de la fiesta de Montsou. El sábado por la tarde, las amas de casa habían fregado las salas de abajo, baldeándolas con cubos de agua echada en el suelo y contra las paredes, y el Pavimento no estaba todavía seco, a pesar de la arenilla blanca que le habían echado, sin reparar en gastos, porque aquello era un verdadero lujo para sus escuálidas bolsas. El día amaneció caluroso; era uno de esos días sofocantes, amenazadores de tempestad, tan frecuentes en los países del norte.

Los domingos cambiaba el horario de levantarse en casa de los Maheu. Mientras el padre, a las cinco de la mañana, harto ya de cama, se vestía, los hijos se permitían el lujo de dormir hasta las nueve. Aquel día Maheu salió al jardín a fumar una pipa, y luego volvió a entrar en la casa, y se comió una tostada de pan y manteca para hacer tiempo y no aburrirse. Así pasó la mañana sin saber cómo, componiendo una pata de la mesa que estaba despegada, y pegando en la pared, debajo del reloj, un retrato del Emperador, que habían regalado a sus hijos.

Todos fueron bajando uno a uno; el abuelo Buenamuerte había sacado una silla a la calle para sentarse a tomar el sol; la madre y Alicia habían empezado desde luego a trabajar en la cocina. Catalina apareció con Leonor y Enrique, a quienes acababa de vestir; y ya daban las once, y la casa estaba impregnada del olor que despedía un guisado de conejo con patatas puesto a la lumbre temprano, cuando se presentaron Zacarías y Juan con los ojos hinchados de dormir y bostezando todavía.

Todo el barrio estaba en movimiento ya, animado por la fiesta, y cada cual apresurándose a comer para dirigirse en grandes grupos en dirección a Montsou. Cuadrillas de chicos galopaban por las calles; multitud de hombres en mangas de camisa hacían sonar las zapatillas que llevaban en chancleta con esa pereza característica de los días de descanso. Las ventanas y las puertas, abiertas todas de par en par a causa del calor, permitían ver la fila de salas limpiadas de la víspera, y animadísimas por la alegre charla y el reír bullicioso de todas las familias. Por todas partes olía a conejo guisado; un olor de cocina rica, que aquel día combatía el inveterado perfume de la cebolla frita.

Los Maheu comieron a las doce en punto. No se mezclaban demasiado en la algazara general, ni hacían mucho caso de los chismes de tantos que se cruzaban de casa a casa, pidiéndose cosas prestadas, y hablando de todo un poco, y un mucho de lo que se iban a divertir en la fiesta del pueblo. Es verdad que hacía tres semanas que se habían enfriado sus relaciones con sus vecinos los Levaque, con motivo de la boda de Zacarías y Filomena. Los hombres se veían de cuando en cuando; pero las mujeres estaban como si no se hubieran conocido en la vida. Esta cuestión estrechó los lazos de amistad con la mujer de Pierron. Pero ésta, dejando a Pierron y a Lidia al cuidado de su madre, se había marchado desde muy temprano aquella mañana a pasar el día en casa de una prima suya, que vivía en Marchiennes; y todos bromeaban, porque ya sabían quién era la prima; tenía bigote, y era capataz mayor de la Voreux. La mujer de Maheu declaró que no estaba bien dejar sola a la familia en un día tan solemne como aquél.

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