Y no era sólo por la carretera: por los caminos, por los senderos todos, iban llegando desde el oscurecer multitud de sombras silenciosas que se dirigían al bosque. Todas las casas de los barrios de obreros se quedaban sin gente, pues hasta las mujeres y los chiquillos dejaban sus hogares, como si fueran a dar un paseo. Los caminos estaban oscuros, y no se distinguía aquella multitud que caminaba en silencio hacia el mismo punto; se presentía, sin embargo, y era fácil comprender que los mismos deseos e iguales emociones la animaban. Por todas partes oíase un rumor vago y confuso de voces que indicaba la presencia de la muchedumbre
El señor Hennebeau, que precisamente a aquella hora volvía a su casa, cabalgando en su yegua, prestaba oídos al misterioso rumor. Había encontrado varias parejas amorosas que se paraban lentamente, como para disfrutar al aire libre de aquella serena noche de invierno. Eran enamorados que con los labios en los labios de su pareja, iban buscando la satisfacción de sus amorosos deseos detrás de las vallas o al pie de los árboles. ¿Acaso no estaba acostumbrado a tales encuentros de aquellos desdichados que iban en busca del único placer que no cuesta dinero? Y el señor Hennebeau se decía que aquellos imbéciles hacían mal en quejarse de la vida. Pues, ¿no disfrutaban a su antojo la dicha de amar y ser amados? De buena gana se hubiera resignado él a estar medio muerto de hambre, a cambio de empezar de nuevo a vivir con una mujer que, enamorada, se le entregase con toda su alma, al pie de cualquier árbol. Su desgracia no tenía consuelo, y era motivo para que envidiase a aquellos miserables. Con la cabeza baja regresaba a su casa, al paso corto de la yegua, desesperado por la influencia de aquellos rumores de besos y suspiros que se oían en la oscuridad.
Los mineros se habían dado cita en el Llano de las Damas, una vasta planicie abierta por la tala de maderas a la entrada del bosque de Vandame. Se extendía aquélla en suave pendiente, y estaba rodeada de árboles gigantescos, cuyos troncos rectos y regulares, formaban todo alrededor una especie de columnata blanca; algunos árboles gigantescos yacían en tierra, mientras allá, a la izquierda, otros, aserrados ya, se hallaban cuidadosamente colocados, en disposición de que los cargaran para llevárselos. El frío se había hecho más intenso desde la hora del crepúsculo; los pedazos de corteza de árbol crujían bajo los pies. A flor de tierra estaba muy oscuro; pero las copas de los árboles se destacaban sobre el fondo azul del cielo, en donde la luna llena, subiendo en el horizonte, no tardaría en venir a apagar las estrellas.
Tres mil mineros aproximadamente habían acudido a la cita; formaban una abigarrada muchedumbre de hombres, mujeres y chiquillos, que invadía poco a poco la planicie; y el mar de cabezas se extendía hasta más allá de los árboles que aún no habían sido cortados. De la multitud salía un murmullo colosal, parecido al ruido de una tempestad lejana.
Allá, en lo alto de la pendiente, se hallaba Esteban, acompañado de Rasseneur y Souvarine. Estaban disputando, y sus voces se oían al otro extremo de la planicie. Junto a ellos, algunos otros escuchaban la conversación: Maheu, en un sombrío silencio; Levaque, apretando los puños; Pierron, volviéndose de espaldas y lamentando no haber podido pretextar por más tiempo una enfermedad que no existía; también estaban allí el tío Buenamuerte y Mouque padre, sentados el uno junto al otro sobre el tronco de un árbol, con aire ensimismado. Más allá se veía a los aficionados a tomárselo todo en broma: Zacarías, el hijo de Mouque, y algunos otros, que habían ido sólo para divertirse; y a su lado, formando perfecto contraste con ellos por su actitud recogida, como si estuvieran en la iglesia, las mujeres, casi todas agrupadas. La mujer de Maheu, silenciosa como su marido, meneaba la cabeza al oír los sordos juramentos de la Levaque. Filomena tosía mucho, pues su bronquitis crónica había empeorado desde que comenzara el invierno. Solamente la Mouquette reía con toda su alma, al ver el modo que tenía la Quemada de tratar a su hija, a quien insultaba de mala manera, llamándola tunanta, porque se atracaba de conejo, mientras los demás se morían de hambre, y porque estaba vendida a los burgueses a causa de la cobardía de su marido. Y sobre el montón de maderos simétricamente colocados, se había subido Juan, ayudando a Lidia para que hiciera otro tanto, y obligando a Braulio a que los siguiera.
La disputa nacía de que Rasseneur deseaba proceder en regla para que se eligiera una mesa y un presidente, según costumbre. Su derrota en la reunión de la Alegría le tenía furioso, y se había jurado a sí mismo buscar el desquite, esperando reconquistar su legítima influencia cuando no se viera entre delegados de la Internacional, sino frente a frente con sus amigos los mineros. Esteban consideraba estúpida la idea de elegir presidencia ni mesa en medio de aquel bosque. Debían usar procedimientos salvajes, puesto que se les acosaba como a lobos.
Viendo que la disputa se eternizaba, acudió a la multitud, y, subiéndose en el tronco de un árbol, gritó con voz fuerte:
—¡Compañeros! ¡Compañeros!
Los murmullos de aquella muchedumbre se ahogaron en un suspiro general, mientras Souvarine imponía silencio a las protestas de Rasseneur. Esteban seguía hablando con voz tonante:
—¡Compañeros, puesto que se nos prohíbe hablar; puesto que nos envían gendarmes para atacarnos como si fuésemos bandoleros, en este sitio tenemos que ponernos de acuerdo!
Una tempestad de gritos y de exclamaciones contestó a estas primeras palabras:
—Sí, sí, el bosque es nuestro, y tenemos derecho a hablar aquí cuanto queramos… ¡Habla!
Entonces Esteban permaneció un momento inmóvil sobre el tronco del árbol. La luna, muy baja en el horizonte, no alumbraba sino las copas más altas, y la multitud, que poco a poco había ido quedando en silenciosa calma, continuaba envuelta en tinieblas. Él, en lo oscuro también, se destacaba, sin embargo, allá en lo alto de la pendiente.
Levantó un brazo con lento ademán y empezó su discurso; pero su voz no rugía ya: había tomado el tono frío de un simple mandatario del pueblo dando cuentas a éste de su gestión.
En una palabra: pronunciaba el discurso que había interrumpido el inspector de policía en la reunión del salón de la viuda Désir y comenzaba haciendo rápidamente la historia de la huelga, afectando una elocuencia científica: hechos, y nada más que hechos. Primeramente explicó que la huelga le repugnaba: los mineros no la habían querido; era la compañía la que la había provocado con sus nuevas tarifas y sus exigencias injustas. Luego recordó el primer paso dado por los delegados en casa del director, la mala fe del Consejo de Administración, sus tardías confesiones cuando por segunda vez visitaron a Hennebeau, devolviéndoles los diez céntimos que habían tratado de robarles. Tal era la situación en aquel momento; explicó por partidas sueltas en qué se había gastado el dinero que tenían en la Caja de Socorro; indicó el empleo dado a las ayudas recibidas; excusó con afectuosas frases a la Internacional, a Pluchart y a los otros, porque realmente no podían hacer todo lo que deseaban, hallándose solicitados por mil asuntos diferentes, hijos de su tarea de conquistar el mundo entero. La situación, pues, iba empeorando de día en día; la Compañía echaba a la calle a muchos de ellos, amenazando con llevar obreros de Bélgica; además intimidaba a los pusilánimes, y había conseguido que algunos obreros volvieran a las minas.
Todo esto lo decía con monótona voz, como si quisiera aumentar con el tono la importancia de aquellas desagradables noticias, añadiendo que había vencido el hambre, que la esperanza estaba muerta, que la lucha había llegado a su último extremo. Y bruscamente concluyó, sin mudar de tono:
—En estas circunstancias, compañeros, urge que adoptéis una resolución esta noche misma. ¿Queréis que la huelga continúe? Y en este caso, ¿qué pensáis hacer para vencer a la Compañía?
La contestación fue un silencio tan profundo, como si sólo hubiera hablado con el cielo estrellado. La muchedumbre, a la cual no se veía, continuaba silenciosa en la oscuridad, ante aquellas palabras que la conmovían en sus adentros.
Pero Esteban continuó, variando de tono. Ya no era el secretario de la Asociación el que estaba hablando: era el jefe de un movimiento popular, el tribuno, el apóstol que predicaba lo que él creía verdad. ¿Habría algunos cobardes que faltasen a su palabra? ¡Cómo! ¡Habrían pasado durante un mes todo género de penalidades para volver a agachar la cabeza, Y volver a trabajar de nuevo como si nada hubiera sucedido! ¿No era mejor morirse de una vez, pero procurando antes sacudir aquella infame tiranía del capital, que mataba de hambre al trabajador? ¿No era estúpido someterse siempre cuando llegaba el momento del hambre, hasta que el hambre lanzaba otra vez a los más tranquilos a la sublevación?
Y hacía el retrato de los mineros explotados por la Compañía, soportando todos los desastres de la crisis; reducidos a no comer apenas Porque las necesidades de la competencia producirían una baja en los precios. ¡No! La nueva tarifa no era aceptable, porque encerraba una economía disimulada, que consistía en robar a cada uno una hora de trabajo todos 'los días. Era demasiado; todos estaban hartos, y había llegado el momento de que los miserables, acosados hasta el último extremo, se hicieran justicia de una vez.
Esteban, al concluir, se quedó con los brazos levantados. La muchedumbre se estremeció ante aquella palabra de justicia, y rompió en aplausos y en voces de:
—¡Justicia!… ¡Ya es hora!… ¡Justicia!
Poco a poco Esteban se entusiasmaba. No tenía la palabra fácil de Rasseneur. A veces le faltaban frases, y tenía que esforzarse para decir lo que pensaba ayudándose con un movimiento de hombros. Pero por ese mismo esfuerzo encontraba a menudo imágenes familiares de extraordinaria energía, con las cuales se apoderaba de su auditorio mientras que sus actitudes de minero en el trabajo, sus codos recogidos para lanzar luego con fuerza los puños hacia adelante, ejercían también una influencia extraordinaria sobre sus compañeros. Todos lo decían: era pequeño, pero se hacía escuchar.
—Los jornales son una forma de la esclavitud —continuó con voz más fuerte—. La mina debe ser del minero, como el mar es del pescador, como la tierra es del labrador… ¡Oídlo bien!, la mina os pertenece a todos vosotros, que, desde hace un siglo, la estáis comprando con vuestros sufrimientos. Y a veces con vuestra vida.
Directamente, abordó las más arduas cuestiones de Derecho de las leyes especiales de Minas, de las cuales no comprendía una palabra. El subsuelo, lo mismo que el suelo debía pertenecer a la nación: era un privilegio odioso que el Estado concediera su explotación exclusiva a las Compañías, tanto más cuanto que, con respecto a Montsou, la pretendida legalidad de sus concesiones se complicaba con los tratados hechos en otro tiempo con los terratenientes. El pueblo de los mineros no tenía por lo tanto más que reconquistar su bienestar; y, extendiendo los brazos, señalaba a toda la comarca que se adivinaba al otro lado del bosque. En aquel momento la luna, que iba subiendo en el horizonte, le bañó en su luz. Cuando la multitud, todavía entre tinieblas, le vio así iluminado por los pálidos rayos del astro de la noche, y en actitud de distribuir la fortuna y el bienestar entre todos, comenzó a aplaudir frenéticamente otra vez.
—¡Sí, sí, tiene razón! ¡Bravo, bravo!
Entonces Esteban abordó su cuestión predilecta: la atribución de los instrumentos de trabajo a la colectividad, como decía él con fruición y ahuecando la voz. En él la evolución era ya completa: arrancando de la conmovedora fraternidad de los catecúmenos, de la precisión de reformar los jornales, llegaba a la idea política de suprimirlos. Desde el día de la reunión en casa de la viuda Désir, su colectivismo, todavía humanitario y sin fórmula, se había acentuado con un difícil programa, del cual discutía científicamente cada uno de los artículos. En primer lugar, aseguraba que la libertad sólo podía ser obtenida por la destrucción del Estado. Luego, cuando el pueblo se apoderase del gobierno, empezarían las reformas: vuelta a la primitiva comunidad, sustitución por la familia igualitaria y libre de la familia moral y opresiva, absoluta igualdad civil, política y económica, garantía por la independencia individual, gracias a la posesión y al producto íntegro de los útiles de trabajo; y, finalmente, enseñanza profesional y gratuita pagada por la colectividad. Aquello constituía una reforma completa y definitiva de la sociedad liberándola de su antigua pobredumbre; combatía el matrimonio y el derecho de testar; reglamentaba la fortuna de cada cual; derrumbaba el monumento de los siglos pasados, siempre hablando con la misma entonación, con el mismo gesto, con el ademán propio del segador que siega las mieses maduras; y luego, con la otra mano, reconstruía, edificaba la humanidad del porvenir, edificio de verdad y de justicia, que se agrandaría en los albores del siglo XX. En aquel esfuerzo del cerebro vacilaba la razón y no quedaba en él sino la idea fija del sectario. Los escrúpulos de su sensibilidad y de su buen sentido desaparecían, y consideraba facilísima la realización de sus ideales; todo lo tenía previsto, y hablaba de ello como de una máquina que podría morirse en dos horas.
—¡Esta es la nuestra! —gritó con un acento de entusiasmo final—. ¡Ha llegado el momento de que tengamos en nuestras manos el poder y la riqueza!
La muchedumbre lanzaba frenéticos gritos de entusiasmo, que resonaron mucho más allá de los confines del bosque de Vandame. La luna alumbraba ya toda la planicie, y permitía ver el mar inmenso de cabezas que, arrancando del tronco donde se había subido Esteban, se extendía agitado hasta el lindero del bosque con la carretera. Y allí, al aire libre, bajo la influencia de aquel frío glacial, un pueblo entero, hombres, mujeres y chiquillos con las ' bocas abiertas, los ojos fosforescentes y el ademán airado, reclamaban con frenesí el bienestar y la fortuna que les correspondían. Ya nadie sentía frío: las ardientes palabras del minero les abrasaban las entrañas. Una exaltación verdaderamente religiosa les elevaba de la tierra; era la fiebre de esperanza que agitó a los primeros cristianos de la Iglesia, cuando aguardaban el próximo advenimiento de la justicia. Muchas frases oscuras habían escapado a su comprensión, porque no entendían los razonamientos técnicos, ni abstractos; pero esa misma oscuridad, ese mismo tecnicismo, ensanchaban el campo de las promesas y agrandaban las esperanzas. ¡Qué sueño! ¡Ser los amos, dejar de sufrir, disfrutar al cabo como los privilegiados de la fortuna!