Esteban, a quien el viejo suplicaba que le ayudase a restablecer la calma, le contestó con un gesto desesperado de impotencia. Ya era demasiado tarde, pues la turba se componía lo menos de quinientas personas.
Estaban furiosos, y decididos a no permitir que trabajaran los obreros belgas; un poco más allá se veía un grupo de curiosos, algunos que habían ido a presenciar el espectáculo.
Entre ellos se hallaban Zacarías y Filomena, tan tranquilos y tan convencidos de que todo era una broma, que llevaban a sus hijos en brazos. Por el camino de Réquillart llegó otro grupo numeroso de amotinados, del cual formaban parte la Mouquette y su hermano; éste se reunió enseguida con su amigote Zacarías, mientras ella, entusiasmada, se colocó en primera fila, al lado de los revoltosos.
El comandante del destacamento volvía la cabeza a cada instante, mirando hacia Montsou. El refuerzo que había pedido no llegaba, y sus veinticinco hombres ya no podían resistir más.
Por fin se le ocurrió intimidar a la muchedumbre, y mandó cargar los fusiles. Los soldados obedecieron; pero la agitación, lejos de disminuir, iba en aumento; las fanfarronadas y las burlas se hicieron más graves e insistentes por parte de las mujeres, mientras los hombres meneaban la cabeza con aire de duda. Ninguno creía que pudieran hacer fuego.
—Son cartuchos sin bala —dijo Levaque.
—¿Somos nosotros cosacos? — gritó Maheu—. ¡No se asesina a los franceses sin más ni más!
Otros añadían que, habiendo sido soldados, y habiéndose batido en Crimea, no tenían miedo a las balas. Y todos continuaban amenazando a los infelices que componían el destacamento. Si en aquel instante hubieran hecho una descarga, seguramente que las desgracias habrían sido numerosísimas.
La Mouquette, en primera fila, se desgañitaba furiosa, gritando que los pantalones rojos querían agujerear el pellejo a las mujeres. No sabiendo ya cómo injuriarles, recurrió a enseñarles el trasero, como hacía siempre que quería demostrar su supremo desprecio.
Una hilaridad espantosa se produjo entonces: Braulio y Lidia no podían más de risa, y el mismo Esteban, a pesar de su habitual seriedad, aplaudió al ver aquella desnudez insultante. Todos, amotinados y curiosos se reían de los soldados, sin saber ya qué improperio dirigirles; solamente Catalina, un poco retirada de allí, subida sobre unos tablones, contemplaba todo aquello, silenciosa, sombría, sintiendo que la sangre se le subía a la cabeza, y que el corazón se le inundaba de odio hacia la humanidad entera.
Se produjo en aquel momento una agitación enorme. El capitán, para calmar a los soldados, se decidió a hacer unas cuantas detenciones. La Mouquette dio un salto huyendo, y retrocedió hasta colocarse en medio de] grupo. Tres mineros, entre los cuales estaba Levaque, fueron cogidos por los soldados, y encerrados en el cuarto de los capataces, que servía de cuerpo de guardia. Négrel y Dansaert, desde la ventana, gritaban al capitán que entrara y cerrase la puerta, pero el joven militar no quería hacerlo, comprendiendo que las turbas echarían abajo las puertas, entrarían allí y los harían pasar por el desdoro de verse desarmados. Ya los soldados gruñían de impaciencia, porque no era cosa de huir ante aquellos descamisados. Los veinticinco hombres volvieron a formar, y con los fusiles preparados esperaron la arremetida de los grupos.
Éstos retrocedieron un poco, y hubo en aquel instante un silencio sepulcral. Los huelguistas, asombrados de haber visto hacer prisioneros, estaban sobrecogidos. Pero esto duró poco, y pronto comenzó nuevamente el vocerío y las reclamaciones de que soltasen inmediatamente a los presos. No faltó quien dijo que los estaban matando allí dentro. Y sin ponerse de acuerdo, sin que nadie los mandase, obedeciendo al mismo impulso, a la misma necesidad de venganza, todos se dirigieron a los montones de ladrillos que había en la plataforma para las necesidades de la mina. Los chicos los llevaban uno a uno; las mujeres se llenaban la falda. Pronto tuvo cada cual suficientes municiones a sus pies, y comenzó la batalla a pedradas.
La Quemada tiró el primer ladrillo. La mujer de Levaque se recogía las mangas del vestido, y como estaba tan gorda, tenía necesidad de acercarse, a fin de que sus pedradas llegaran a los soldados, a pesar de las advertencias de Bouteloup, el cual procuraba quitarla de allí, con la esperanza de llevársela a casa, ya que su marido estaba a la sombra. Todos se hallaban excitadísimos; la Mouquette tiraba los ladrillos enteros, por no tomarse el trabajo de partirlos. Los chiquillos no se quedaban atrás. Braulio enseñaba a Lidia a tirar las piedras por debajo del brazo. Era una granizada espantosa, que producía un ruido terrible al estrellarse las piedras contra la pared. De pronto, en medio de aquellas furias, se vio a Catalina con los dos brazos en alto, con medio ladrillo en la mano, para tirarlo con todas sus fuerzas. Sin saber por qué sentía que la ahogaba el odio, la necesidad de matar a todo el mundo. Así acabaría también su vida, tan llena de desdichas. Se sentía llena de horror, pensando que su hombre la había echado a la calle; que andaba por aquellos caminos de Dios sin saber a donde ir, sin atreverse a pedir un pedazo de pan en casa de sus padres, los cuales no tenían tampoco qué comer. Las cosas no mejorarían nunca; por el contrario, iban de mal en peor; por eso rompía ladrillos y los tiraba, con el propósito de hacer todo el daño posible, con los ojos tan inyectados de sangre, que ni siquiera veía contra quien tiraba.
Esteban, que había permanecido en primera fila, casi delante de los soldados, estuvo a punto de verse con la cabeza rota, y se estremeció cuando al volver comprendió que aquella piedra que acababa de rozarle la oreja había sido lanzada por Catalina; y, a riesgo de que lo matase, no se movía, y continuaba contemplándola. Otros muchos, enardecidos por la lucha, se olvidaban del peligro. El hijo de Mouque juzgaba de las pedradas, de la habilidad de los tiradores, con la misma calma que si estuviese presenciando una apuesta.
—¡Ah! ¡Ése ha acertado! ¡Ése otro, mal! —decía.
Y bromeaba, dando codazos a Zacarías, que se peleaba con su mujer porque no había querido tomar en brazos a los chicos, que se empeñaban en que los empinasen para ver mejor. Allá a lo lejos, en el camino, había muchos grupos de curiosos también, que no querían perder el espectáculo. Y más allá, en lo alto de la cuesta, a la entrada del barrio de los obreros, acababa de aparecer el viejo Buenamuerte, apoyado en su bastón, inmóvil y pensativo.
Cuando tiraron las primeras piedras, el capataz Richomme se volvió a interponer entre los soldados y los amotinados. Suplicaba a unos y exhortaba a otros, desafiando peligro, tan desesperado que lloraba de rabia. El tumulto era tan grande, que nadie le oía; solamente se veían sus ademanes y el temblor nervioso que agitaba sus largos bigotes grises.
La granizada de piedras iba en aumento; los hombres, lo mismo que las mujeres, cada vez más exaltados, no parecían dispuestos a detenerse.
De pronto la mujer de Maheu vio que su marido se había quedado atrás, y que, con las manos vacías y densamente pálido, contemplaba en silencio aquella escena
—¿Qué tienes, di? —exclamó—. ¡Cobarde! ¿Vas a permitir que se lleven presos a tus compañeros?… ¡Si no tuviese en brazos a la niña, ya verías de lo que era capaz!
Estrella, que estaba agarrada a su cuello y llorando desesperadamente, le impedía reunirse a la Quemada y a los demás; y como su marido no pareció hacerle caso, le acercó ladrillos con los pies.
—¿Coges eso, o no? ¿Tendré que escupirle a la cara delante de la gente, para que no seas cobarde?
Maheu se puso muy colorado y, cogiendo los ladrillos y haciéndolos pedazos, empezó a tirarlos también. Ella lo animaba y lo azuzaba, gritándole palabras de muerte y exterminio; y él, aturdido, avanzando, avanzando, acabó por encontrarse en frente de los fusiles.
Los soldados casi desaparecían bajo aquella espantosa granizada. Afortunadamente, casi todas iban altas y se estrellaban contra la pared. ¿Que hacer? La idea de volver la espalda, de huir, ponía rojo de vergüenza al capitán; pero ni aun la huida era posible, porque los hubiesen acribillado enseguida. Una piedra, un ladrillo acababa de romperle la visera del quepis; de la frente le brotaba la sangre. Varios de sus soldados estaban ya heridos, y comprendía que todos iban poniéndose fuera de sí a causa de ese desenfreno instintivo de la defensa personal, en el que se pierde la obediencia militar; el sargento había dejado escapar una exclamación de rabia al sentirse magullado el hombro por una pedrada. Un recluta había recibido ya dos o tres arañazos; la mano le chorreaba sangre, y la contusión de una rodilla le atormentaba. ¿Era posible aguantar más? En aquel momento, un veterano de encallecido bigote recibió una pedrada en el pecho, y rojo de ira, fuera de sí, se echó el fusil a la cara. Dos veces el capitán estuvo a punto de mandar hacer fuego; pero la voz se le ahogaba en la garganta por efecto de la lucha interior que en él se había entablado entre sus opiniones y su deber, entre sus creencias de hombre y sus obligaciones de soldado. Las piedras menudeaban: ya abría el joven la boca, ya iba a decir "¡fuego!" cuando los soldados dispararon los fusiles espontáneamente: primero fueron tres tiros, luego cinco, luego un fuego graneado; después, transcurridos unos segundos de profundo silencio, un tiro solo.
El estupor fue general. Habían hecho fuego, y las turbas, asombradas, se negaban todavía a creerlo. Pero pronto se oyeron gritos de angustia y de dolor lanzados por los heridos, en tanto que el corneta tocaba "alto el fuego". El pánico fue extraordinario; los huelguistas, locos de pavor, corrían, atropellándose unos a otros, fuera de sí, no pensando más que en salvar el pellejo, con ese egoísmo brutal de los momentos de gran peligro.
Braulio y Lidia habían caído uno encima de otro en la primera descarga; ella herida en la cara, y el muchacho con un hombro atravesado por una bala. La muchacha quedó muerta instantáneamente; pero él, que aún alentaba y se podía mover, la estrechó con ambos brazos en las convulsiones de la agonía, como si quisiera hacerla suya del mismo modo que la hiciera la noche antes, allá en el fondo de su escondite. Precisamente Juan, que llegaba en aquel instante corriendo desde Réquillart, distinguió el grupo a través del humo que empezaba a disiparse, y llegó a tiempo para ver aquel abrazo y a su mujercita expirante.
Los otros tiros alcanzaron a la Quemada y al capataz Richomme. Éste, herido por la espalda cuando se hallaba exhortando a los amotinados, había caído de rodillas primero, y después resbaló hasta el suelo, donde quedó inmóvil, con los ojos llenos aún de las lágrimas que acababa de derramar. La vieja cayó también, como herida por un rayo, sin tener tiempo más que de exhalar un gemido sordo.
Luego la descarga cerrada fue a castigar a los curiosos que se reían de todo aquello. Una bala penetró por la boca del hijo de Mouque, y le dejó muerto a los pies de Zacarías y de Filomena, cuyos hijos fueron salpicados de sangre. En el mismo momento la Mouquette caía herida por dos balas en el vientre. Al ver a los soldados apuntando con sus fusiles, olvidó sus rencores, y se precipitó hacia Catalina para decirle que tuviese cuidado; no tuvo tiempo, porque antes de empezar a hablar cayó bañada en su propia sangre. Esteban acudió en su auxilio, y quiso llevársela de allí; pero la pobre hacía señas de que todo estaba concluido para ella. Luego expiró, sin dejar de sonreír al uno y a la otra, como si se alegrase de verlos reunidos, cuando ella abandonaba el mundo para siempre.
Todo parecía acabado: el estrépito producido por los tiros fue a perderse allá a lo lejos; el eco repitió el ruido del último disparo hecho por alguno que no había oído tocar "alto el fuego".
Maheu, herido en mitad del corazón, dio una vuelta sobre sí mismo y cayó con el rostro sobre un charco de agua ennegrecida por el carbón.
Su mujer se agachó con aire extraviado, de idiota.
—Oye, levántate —dijo—. ¿Verdad que no es nada?
Y como tenía las manos ocupadas con Estrella, tuvo que ponérsela debajo del brazo, para levantar la cabeza de su marido.
—¡Habla, por Dios! ¿Dónde te han herido?
Maheu tenía los ojos en blanco, y la boca llena de espuma sanguinolenta.
La mujer comprendió al fin: estaba muerto. Y, sentándose en el suelo, con su chiquilla debajo del brazo, como si fuese un lío de trapos, permaneció inmóvil, contemplando fijamente el cadáver. La mina estaba libre. Con un movimiento nervioso, el capitán se quitó y volvió a ponerse el quepis que le había roto una piedra; y su rigidez militar no se alteró en lo más mínimo ante aquel desastre que era el más grave de su vida.
Sus soldados, entre tanto, sin decir palabra, y sin que nadie se lo mandase, volvían a cargar sus fusiles. Se vieron entonces los rostros despavoridos de Négrel y Dansaert, asomados a la ventana de la oficina. Souvarine se hallaba detrás de ellos; una arruga profunda cruzaba su espaciosa frente, como si hubiesen impreso allí la idea fija que estaba acariciando desde hacía algunos días. Allá a lo lejos, en lo alto de la cuesta, cerca del barrio de los obreros, el viejo Buenamuerte continuaba inmóvil y pensativo, apoyado con una mano en el bastón y haciendo de la otra una pantalla, para ver mejor cómo mataban a los suyos al pie de la plataforma. Los heridos exhalaban ayes de dolor, los cadáveres iban adquiriendo esa rigidez propia de la muerte, que a nada puede compararse. Y junto a aquellos muertos, el cadáver de Trompeta, que parecía enorme al lado de los hombres tendidos en el suelo, semejaba un montón de carne muerta, monstruoso y lamentable.
Esteban no había sido herido. Aún esperaba la muerte, cuando una voz vibrante le hizo volver la cabeza. Era el padre Ranvier, que regresaba de decir misa en el convento, y en pie, con la cabeza erguida y los dos brazos en alto, con furor de profeta, llamaba la cólera de Dios sobre los asesinos. Anunciaba la era de la justicia, el próximo exterminio de la burguesía por el fuego divino, ya que llevaba sus crímenes hasta mandar que asesinasen a los trabajadores, a los desheredados de este mundo.
Los tiros de Montsou habían repercutido en París con eco formidable.
Desde hacía cuatro días, todos los periódicos de oposición estaban indignados, y publicaban en la primera plana relatos terribles de aquellos sucesos: veinticinco heridos y catorce muertos, entre los cuales había dos niños y tres mujeres. Levaque se había convertido en una especie de héroe; porque se le atribuía una respuesta heroica, digna de un espartano, al prestar declaración ante el juez de instrucción. El gobierno Imperial, a quien aquellas balas habían alcanzado en el pecho, afectaba la calma y la tranquilidad de la omnipotencia, sin darse él mismo cuenta de la gravedad de sus heridas. No se trataba, decía, más que de un hecho aislado, ciertamente lamentable, pero sin importancia, tanto más, cuanto que el teatro de la escena se hallaba lejos de la capital, donde realmente se hace la opinión. Aquello se olvidaría pronto; pero la Compañía recibió extraoficialmente indicaciones acerca de la necesidad de concluir con la huelga, cuya duración era verdaderamente irritante, y hasta constituía un peligro para la sociedad; y de echar tierra al asunto, para que se dejase de hablar de él.