Germinal (47 page)

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Authors: Emile Zola

Tags: #Narrativa

BOOK: Germinal
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—¡Muera el traidor! ¡Al pozo con él! ¡Al pozo!

El miserable, lívido de espanto, tartamudeaba explicaciones y súplicas, volviendo a cada instante, con la obstinación de la estupidez, a su tema de la necesidad de lavarse y cambiar de traje.

—¡Espera un momento! —gritó la mujer de Levaque—. Si tanto lo necesitas, aquí tienes barreño.

Había, en efecto, allí al lado, un charco procedente de las aguas de una filtración, cubierto de espesa capa de hielo. Las turbas rompieron ésta, y obligaron a Chaval a meter la cabeza en aquel agua helada.

—¡Mete la cabeza! —repetía la Quemada—. ¡Maldita sea!… ¡Si no la metes, te zambullimos!… ¡Y ahora vas a beber ahí como los animales!

Tuvo que beber a cuatro patas. Todos se reían de un modo cruel. Una mujer le tiró de las orejas; otra le arrojó a la cara un puñado de estiércol, el traje que llevaba estaba hecho jirones, y el infeliz luchaba en vano por escapar de las garras de aquellos furiosos que lo iban a matar.

Maheu le había dado muchos empujones, y su mujer era de las que más se ensañaban contra él, desahogando así uno y otra el rencor que tenían: hasta la Mouquette, que de ordinario era buena, sobre todo con los que habían sido amantes suyos, se complacía en martirizarle, diciendo que no servía para nada, y amenazándole con desnudarlo con objeto de ver si todavía era hombre. Pero Esteban la obligó a callar…

—¡Basta! —dijo—. No hay necesidad de que todos le atormenten… Éste es un asunto que vamos a liquidar entre los dos.

Sus puños se cerraban con rabia, sus ojos se animaban con el furor del homicida, pues la embriaguez en él degeneraba siempre en la necesidad de matar a alguien.

—¿Qué, estás ya dispuesto? Uno de los dos debe morir… Dadle un cuchillo. Yo tengo el mío.

Catalina, sin fuerza ya, horrorizada, le miraba, recordando las confidencias que le hiciera en cierta ocasión a propósito de sus disposiciones de ánimo en cuanto bebía una copa de más. De pronto se abalanzó hacia él, y abofeteándole con ambas manos, le gritó indignada.

—¡Cobarde! ¡Cobarde! ¡Cobarde! ¿Ésas son tus valentías? ¿Quieres matarle ahora que ya no puede ni tenerse en pie?

Y volviéndose a su padre y a su madre, y a todos los demás:

—¡Sois unos cobardes! —exclamó—. Matadme a mí también. Si volvéis a tocarle, os escupo a la cara y os salto los ojos. ¡Cobardes!

Y colocándose delante de su querido lo defendía con su cuerpo, olvidando los golpes y los malos tratamientos, olvidando toda la vida de miseria que sufría, sin pensar más que en que le pertenecía, puesto que se había ido con él, y que, por lo tanto, sería vergonzoso permitir que le asesinasen.

Esteban se había puesto pálido al verse abofeteado por la muchacha. Primero, estuvo a punto de estrangularla. Luego, se pasó la mano por la frente; y como si de pronto hubiese rechazado la embriaguez que sufría, dijo a Chaval, en medio del profundo silencio que se produjo:

—Tiene razón; basta ya de ensañamiento… ¡Lárgate de aquí!

Sin aguardar a que se lo repitieran, Chaval emprendió la huida, y Catalina echó a correr detrás de él. La muchedumbre, conmovida, los vio desaparecer por un recodo del camino. Solamente la mujer de Maheu murmuraba:

—Habéis hecho mal en soltarlo, porque por supuesto cometerá alguna traición.

Pero los huelguistas habían emprendido de nuevo la marcha. Iban a dar las cinco; el sol, de un rojo de fuego, incendiaba toda la llanura; un buhonero que pasaba en aquel instante les dijo que los dragones bajaban por el camino de Crevecoeur.

Entonces se replegaron alrededor de Esteban, el cual hizo circular la orden de encaminarse a Montsou.

—¡A Montsou! —dijeron todos—. ¡A casa del director! ¡Pan, pan, pan!

V

El señor Hennebeau se había asomado a la ventana de su despacho para ver salir el carruaje que llevaba a su mujer a Marchiennes, pasando antes por casa de Grégoire y de Deneulin, donde debía recoger a Cecilia, Lucía y la hermana de ésta. Con la vista siguió un momento a Négrel, cuyo caballo trotaba a la portezuela del coche, y luego fue tranquilamente a sentarse a su mesa de despacho. Cuando su mujer y su sobrino se ausentaban, la casa parecía desierta. Precisamente aquel día el cochero guiaba el carruaje de la señora; Rosa, la doncella, tenía permiso para salir hasta las cinco de la tarde, y no quedaban en la casa más que Hipólito, el ayuda de cámara, que estaba limpiando perezosamente las habitaciones, y la cocinera, a vueltas, desde el amanecer, con sus guisados y con sus cacerolas, y entregada a los preparativos de la comida que daban aquella tarde los señores a sus amigos. Así, que el señor Hennebeau se prometía trabajar mucho, y aprovechar el tiempo, en medio de aquel silencio y aquella tranquilidad.

A eso de las nueve, aun cuando le habían dado orden de no recibir a nadie, Hipólito se permitió anunciar a Dansaert, quien debía de tener noticias graves que comunicarle al director. Entonces supo éste la reunión celebrada la víspera en el bosque de Vandame; y los pormenores eran tales, que escuchaba al capataz con una ligera sonrisa pensando en los amores de éste con la mujer de Pierron, tan públicos, que dos o tres anónimos por semana llegaban a sus manos, denunciándole los excesos del capataz mayor; evidentemente el marido había hablado, y aquella policía olía a policía de alcoba. Aprovechó la ocasión para indicarle que lo sabía todo, y que se contentaba con recomendarle la mayor prudencia, a fin de evitar un escándalo que le obligase a tomar alguna determinación desagradable. Dansaert, asustado al verse descubierto, seguía dando noticias y negando torpemente, mientras su descomunal nariz confesaba el crimen poniéndose muy colorada. Por lo demás, no insistió mucho en sus negativas, satisfecho de salir del paso a tan poca costa, porque, de ordinario, el director se mostraba de una severidad implacable cuando algún empleado se permitía el lujo de galantear a alguna mujer guapa de la familia de un minero. Continuó la conversación acerca de la huelga y ambos interlocutores convinieron en que la reunión de la víspera no pasaba de ser una nueva fanfarronada sin serias consecuencias. De todos modos, creía que los barrios de obreros no se mezclarían en la cuestión, aquel día por lo menos, a causa de la impresión que en ellos habría producido el paseo militar de por la mañana.

No obstante, cuando el señor Hennebeau se vio nuevamente solo, estuvo a punto de poner un telegrama al gobernador, mas el temor de dar inútilmente aquella prueba de inquietud le contuvo. Ya no se perdonaba su falta de previsión, diciendo en todas partes y escribiendo a los señores de la Compañía que la huelga no podía durar arriba de un par de semanas. Con gran sorpresa suya duraba ya más de dos meses, lo cual le desesperaba, porque se veía cada vez más comprometido, cada vez más en peligro de perder la confianza de sus superiores, cada vez más en la necesidad de dar un golpe de efecto. Había pedido instrucciones a sus jefes para el caso de un alboroto en regla y esperaba la respuesta en el correo de aquel día. Pensaba que cuando llegase éste sería tiempo de expedir telegramas para que las minas fuesen ocupadas militarmente, si tal era la opinión de aquellos caballeros. Según él, semejante medida produciría, sin duda, una colisión sangrienta, la responsabilidad de la cual le abrumaba de tal modo que le hacía perder su habitual energía.

Hasta las once trabajó tranquilamente, sin que en la casa, desierta y silenciosa, se oyese más ruido que el de la escoba de Hipólito, que allá, en el otro extremo de la casa, debía estar limpiando alguna habitación. Luego recibió dos despachos: el primero anunciándole que los huelguistas de Montsou habían invadido Juan-Bart; y el segundo, dándole cuenta de los destrozos ocasionados por ellos en aquella mina. ¿Por qué habrían ido a la de Deneulin, en vez de pagarla con una cualquiera de la Compañía? Pero, en fin, después de todo, tal noticia no era para disgustarle, pues contribuiría a que se realizasen los planes que de antiguo tenía la Sociedad de Montsou acerca de las minas de Vandame.

Y a las doce almorzó, solo en el magnífico comedor, servido en silencio por su criado, a quien no oía siquiera andar porque estaba en zapatillas. La soledad aumentaba las preocupaciones, que, sin saber por qué, le atormentaban aquella mañana, cuando un capataz que llegaba sin aliento, entró a darle parte de que los huelguistas se dirigían a Mirou. Casi enseguida, hallándose tomando café, un telegrama le anunció que estaban amenazadas también La Magdalena y Crevecoeur. Entonces su perplejidad fue extraordinaria. El correo no llegaba hasta las dos; ¿debería pedir el auxilio de las tropas sin aguardar la respuesta del Consejo de Administración? ¿No sería mejor tener un poco de paciencia, y obrar de acuerdo con las instrucciones que recibiese? Volvió a su despacho, y quiso leer una comunicación que por encargo suyo debía haber dirigido Négrel el día antes al Gobernador. Pero no pudo encontrarla, y suponiendo que acaso el joven la había dejado en su cuarto, donde algunas noches trabajaba antes de acostarse, subió a la habitación de su sobrino, con ánimo de buscar aquel papel.

Al entrar en ella, el señor Hennebeau tuvo una sorpresa: el cuarto no estaba arreglado todavía, sin duda por olvido o por pereza de Hipólito que, a causa de la salida de la criada, tenía la obligación aquel día de limpiar toda la casa. Reinaba en la habitación ese colorcito de toda una noche durante la cual no había sido apagada la estufa, y se notaba un olor de perfume fortísimo, que supuso salía de la cubeta de las aguas de lavarse, que estaba todavía allí. La habitación se hallaba en el mayor desorden: ropa por todas partes, toallas húmedas echadas en los respaldos de las sillas, la cama deshecha, y una sábana caída, arrastrando por la alfombra. En el primer momento no tuvo para todo aquello más que una mirada indiferente y distraída; y dirigiéndose a una mesita que había delante del balcón, y que estaba llena de papeles, empezó a buscar el borrador que necesitaba. Por dos veces miró uno a uno todos los papeles: decididamente no estaba allí. ¿Dónde diablos lo había metido aquel cabeza de chorlito?

Y cuando el señor Hennebeau buscaba con la vista en cada uno de los muebles, vio en la deshecha cama un objeto extraño que brillaba y que le llamó la atención. Maquinalmente se aproximó a él, y extendió la mano. Era un frasquito de oro, que se hallaba entre dos pliegues de la arrugada sábana. Enseguida advirtió que era el frasquito de éter de la señora de Hennebeau, quien jamás se separaba de él. Pero aún no comprendía d qué modo aquel objeto podía haber ido a parar a la cama de Pablo. D—, pronto se puso pálido como un muerto: adivinó que su mujer había dormido allí.

—Usted perdone, —murmuró la voz de Hipólito, que se asomaba a la puerta—; he visto subir al señor… El criado entró, y quedó consternado al ver el desorden que reinaba en el cuarto.

—¡Dios mío, es verdad que no había arreglado aún la habitación del señorito Pablo! ¡Es claro!, ¡como Rosa se ha ido, dejándolo todo a cargo mío!…

El señor de Hennebeau, que había escondido el frasquito en una mano, lo estrujaba Curiosamente.

—¿Qué quieres?

—Señor, otro hombre que desea verle… Viene de Crevecoeur, y trae una carta.

—Bueno; déjame. Dile que espere.

¡Su mujer había dormido allí! Después de correr el cerrojo por dentro, abrió la mano, y contempló el frasquito, que había dejado impresa su huella en la carne. De pronto lo comprendió todo, se lo explicó todo; tal infamia venía ocurriendo hacía meses en su casa. Recordó su antigua sospecha, el crujir de puertas y el ruido de pasos por la mullida alfombra. Sí, ¡eran los de su mujer, que subía a dormir allí!

Caído sobre una silla cerca de la cama, que contemplaba con expresión de idiota, permaneció mucho rato como anonadado. Un ruido le sacó de su ensimismamiento: llamaban a la puerta. Era Hipólito otra vez.

—¡Señor!… ¡Ah!, el señor ha cerrado… —¿Qué hay?

—Parece que la cosa urge, y que los obreros lo destrozan todo. Abajo hay otros dos hombres esperando. También han llegado varios telegramas.

—¡Id al diablo!… ¡Ahora bajaré!

La idea de que Hipólito hubiese encontrado el frasquito de éter en aquel sitio, si hubiese hecho la cama por la mañana, le llenaba de espanto. Es verdad que aquel criado debía de saberlo todo; que veinte veces había encontrado aquella cama caliente todavía del adulterio: que habría visto cabellos de su mujer esparcidos por la almohada, y huellas abominables manchando las sábanas. Indudablemente insistía tanto en subir ahora por pura mala intención. Quizás alguna vez habría estado allí mirando por el agujero de la cerradura y complaciéndose al pensar en la deshonra de su amo.

El señor Hennebeau quedó inmóvil nuevamente. Se había vuelto a dejar caer sobre la silla, y no apartaba su mirada de aquella maldita cama. Todo su largo pasado de desventuras acudió a su mente; su matrimonio con aquella muchacha, su inmediata separación moral y material, los amantes que ella había tenido sin que él lo sospechase, el otro que le había tolerado durante diez años, como se tolera a una enferma un gusto inmundo. Luego recordaba su llegada a Montsou, su esperanza loca de verla, curada, los meses de languidez y aburrimiento en aquel destierro, y, por fin, la proximidad de la vejez que se la iba a devolver. Luego llegaba su sobrino, aquel Pablo de quien ella se convertía en madre cariñosa, al cual hablaba de su corazón muerto y enterrado en cenizas para siempre. Y él, marido imbécil, no preveía nada, adoraba a aquella mujer que era la suya, que otros hombres habían poseído, que solamente él no podía tocar, la adoraba con vergonzosa pasión, hasta el punto de caer de rodillas a sus pies, sólo porque le diese las sobras de los demás. ¡Y esas sobras se las daba ahora a su sobrino!

En aquel momento un campanillazo que sonó a lo lejos hizo estremecer al señor Hennebeau. Lo conoció enseguida: era la señal que según sus órdenes hacían siempre a la llegada del cartero. Se levantó, habló en voz alta, dejando escapar insultos groseros que a su pesar salían a borbotones por entre los apretados labios.

—¡Ah! ¡Qué me importan, qué me importan esos telegramas y esas cartas! —murmuró.

Un furor sordo le invadía, la necesidad de una cloaca donde hundir a talonazos tanta suciedad. Aquella mujer era una infame canalla, y buscaba palabrotas que dirigirle como para insultarla de un modo mortal. El recuerdo brusco de la boda que entre Pablo y Cecilia Grégoire perseguía ella con la sonrisa en los labios, acabó de exasperarle. De modo que en el fondo de aquella terrible sensualidad no había ni la excusa de la pasión, ni celos siquiera. No se trataba evidentemente más que de la necesidad de un hombre, de un recreo buscado como se busca un postre al que uno se acostumbra. Y Hennebeau la acusaba de todo, casi disculpaba al sobrino, en el cual había mordido ella, en aquel despertar de su apetito desenfrenado, como se muerde en una fruta verde robada en un camino. ¿A quién se comería, a dónde iría a parar cuando no encontrase sobrinos complacientes, lo bastante prácticos para aceptar de su familia mesa, cama y mujer?

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