Grandes aplausos interrumpieron al orador, el cual se enjugaba la frente con el pañuelo, negándose a beber un vaso de cerveza, que le ofrecían con insistencia. Cuando quiso seguir hablando, nuevos aplausos le interrumpieron.
—¡Ya está! —dijo rápidamente Esteban—. Ya tienen bastante… ¡Pronto!… ¡Vengan los nombramientos! Se había agachado detrás de la mesa, y se levantó con la caja de madera en la mano.
—Ciudadanos —añadió, dominando el ruido de voces y aplausos—, aquí están los nombramientos de individuos de la Internacional. Que vuestros delegados se acerquen, y se les entregarán, para que ellos los distribuyan… Luego arreglaremos todo lo demás.
Rasseneur quiso protestar otra vez. Por su parte Esteban se agitaba, empeñado en pronunciar un discurso él también. Siguió una confusión terrible. Levaque daba puñetazos en el aire, como si estuviera batiéndose con alguien. Maheu, en fin, hablaba sin que nadie pudiese oír lo que decía. Y Souvarine, exaltado, daba puñetazos también sobre la mesa, para ayudar a Pluchart a obtener orden y silencio. Del suelo salía una nube espesa de polvo, el polvo de los últimos bailes, emponzoñando el aire con el olor fuerte de las mujeres y de los mozos de las minas.
De pronto se abrió la puertecilla de que antes hablamos, y apareció la viuda Désir, gritando con todas sus fuerzas:
—¡Callad, por Dios!… ¡Ahí están los gendarmes!
Era que llegaba el inspector de policía del distrito, algo tarde, para levantar acta y disolver la reunión. Le acompañaban cuatro gendarmes. Ya hacía cinco minutos que la viuda Désir los entretenía en la puerta, diciéndoles que ella estaba en su casa, y que tenía el derecho de reunir a los amigos que quisiera. Pero al fin la habían dado un empujón, y ella corrió para avisar a sus hijos.
—Marchaos por aquí —añadió luego—. Hay un bribón de gendarme guardando el patio. Pero eso no importa; porque por ahí se sale a la calle… ¡Daos prisa!
Ya el inspector golpeaba la puerta con su bastón; y como no abrían, amenazaba echarla abajo. Indudablemente alguien había hecho traición, porque la autoridad gritaba que la reunión era ilegal, puesto que habían entrado muchos mineros sin la invitación del ama de la casa.
En el salón el tumulto iba en aumento. Era imposible marcharse de aquel modo, sin haber votado siquiera en pro ni en contra de la continuación de la huelga. Todos se empeñaban en hablar a la vez. Por fin el presidente tuvo la idea de que se votase por aclamación. Los brazos se levantaron, y los delegados declararon que ellos se adherían en nombre de los compañeros ausentes. De aquel modo se hicieron miembros de la Internacional los diez mil mineros de Montsou.
Empezó la desbandada al fin. La viuda Désir, a fin de proteger el movimiento de retirada, se apoyaba contra la puerta, que ya los gendarmes empezaban a derribar con las culatas de sus fusiles. Los mineros, saltando por encima de los bancos, salían rápidamente a la calle por la puerta de la trastienda. Rasseneur fue uno de los primeros en desaparecer, y Levaque lo siguió, olvidándose de los insultos que le dirigiera y soñando con que le convidase a cerveza para reponerse. Esteban, después de apoderarse de la caja negra que llevaba Pluchart, esperaba con éste, con Maheu y con Souvarine a que se fueran todos, porque creían que su deber les mandaba salir los últimos. Ya se iban, cuando al fin saltó la cerradura, y el inspector se halló cara a cara con la viuda Désir, cuyos enormes pechos formaban todavía una barricada.
—¡Ya ve que no ha conseguido gran cosa con destrozarme la casa! Ya ve que no hay nadie.
El inspector, que era un hombre tranquilo, a quien aburrían las escenas dramáticas, se limitó a decir que la iba a llevar a la cárcel. Pero no cumplió su amenaza, y se retiró con los cuatro gendarmes, para dar parte a sus superiores, en tanto que Zacarías y el hijo de Mouque, regocijados con el chasco que sus amigos habían dado a la autoridad, se reían de la fuerza armada en sus mismas barbas.
Esteban, cargado con la caja, corría por la calle seguido de sus amigos. De pronto se acordó de Pierron, y preguntó por qué no se le había visto allí; y Maheu, sin dejar de correr, le contestó que estaba enfermo de una enfermedad que no inspiraba cuidado: el miedo de comprometerse. Quisieron detener a Pluchart; pero éste se negó, diciendo que se iba a Joiselle, donde Legoujeux estaba esperando órdenes, y que no le era posible complacerlos. Entonces se despidieron de él, sin detenerse nadie en aquella carrera desenfrenada por las calles de Montsou. Entre unos y otros se cruzaban palabras entrecortadas por la velocidad de la carrera. Souvarine, gozoso por la derrota de Rasseneur, decía que aquello marchaba al fin por el buen camino.
Esteban y Maheu sonreían satisfechos, seguros como estaban ya del triunfo; cuando la Internacional les enviase ayudas, la Compañía sería quien les suplicase por Dios que volvieran al trabajo.
Y en aquel acceso de esperanza íntima, en aquel galopar de zapatos burdos que dejaban su huella en el lodo de la carretera había algo más, algo sombrío y salvaje: una violencia decidida, cuyo soplo iba a conmover todos los barrios de un extremo a otro de la comarca.
Transcurrieron otras dos semanas. Se estaba en los primeros días de enero; un frío extraordinario tenía acobardada a la gente de toda la llanura. Y ¡desde luego! la miseria aumentaba, y los barrios de obreros perecían de hambre, casi sin fuerzas para luchar más. Tres mil francos enviados por la Internacional de Londres, no habían dado ni para comer dos días. Luego, nada más habían recibido, nada más que promesas vagas, cuya realización parecía cada vez más lejana. Aquella esperanza perdida abatía a todo el mundo, y les quitaba el valor. ¿Con quién habían de contar, si hasta los mejores amigos, sus hermanos, los abandonaban? Se sentían perdidos en medio de aquel invierno cruel, aislados en el centro del mundo.
Un martes faltaron todos los recursos en el barrio de los Doscientos Cuarenta. Esteban se había multiplicado inútilmente con los delegados: se iniciaban nuevas suscripciones en las ciudades próximas, hasta en París; se hacían cuestaciones y se organizaban conferencias; pero la opinión pública, interesada al principio en los sucesos, iba haciéndose indiferente, al ver que la huelga se prolongaba de un modo indefinido, y sin escenas dramáticas, en medio de la más perfecta tranquilidad. Aquellas insignificantes limosnas apenas daban lo suficiente para socorrer a las familias más pobres. Las otras habían vivido empeñando las ropas y perdiendo poco a poco todo cuanto tenían en la casa. Todo iba trasladándose a poder de los prestamistas; la lana de los colchones, los utensilios de cocina, y hasta los muebles más necesarios. Por un momento se habían creído salvados por los comerciantes de Montsou, casi arruinados por Maigrat, que habían ofrecido vender a crédito con objeto de arrebatarle la clientela, y durante una semana, Verdonck, el de la tienda de comestibles, los dos panaderos Carouble y Smelten tuvieron, en efecto, sus tiendas a disposición de todo el mundo, pero se les acabó el dinero, y no pudieron seguir fiando. Los usureros se regocijaban, porque de todo aquello resultó un aumento en las deudas, que por largo tiempo debían ahogar a los mineros. Pero todo había concluido ya; no había crédito posible, ni un cacharro viejo que vender, ni más recurso que acostarse en un rincón, y morirse allí de hambre como un perro. Esteban hubiera vendido de buena gana su sangre. Había cedido en provecho de los demás su sueldo de secretario, y había estado en Marchiennes a empeñar su pantalón y su levita de paño negro, con objeto de que se pudiese comer en casa de los Maheu. No le quedaba más que las botas, que conservaba para poder andar mucho, según decía. Su desesperación era que la huelga se hubiese declarado demasiado pronto; es decir, antes de que la Caja de socorros contara con los fondos suficientes. En eso veía la causa única del desastre; porque los obreros triunfarían seguramente cuando lograran reunir ahorros bastantes para resistir. Y recordaba las palabras de Souvarine, asegurando que la Compañía deseaba promover la huelga para que los mineros agotaran el fondo de ayudas con que contaban.
Ver que toda aquella pobre gente se moría de hambre le tenía fuera de sí, y prefería salir a rendirse en largos paseos por el campo. Una tarde, cuando volvía a su casa, al pasar por Réquillart había encontrado a orillas del camino a una pobre vieja desmayada. Sin duda se moría de inanición; la levantó del suelo y empezó a llamar a una muchacha que veía al otro lado de la empalizada de que se hallaba rodeado el antiguo emplazamiento de la mina.
—¡Hola! ¿Eres tú? —dijo, al reconocer a la Mouquette—. Ayúdame, y a ver si puedes darle algo que beber.
La Mouquette, llorando de conmiseración, entró rápidamente en la barraca donde vivía, y salió enseguida con un frasco de ginebra y un poco de pan. La ginebra resucitó a la pobre vieja, quien, sin hablar una palabra, mordió un pedazo de pan con verdadera ansiedad. Era la madre de un minero; vivía en un barrio cerca de Cougny, y se había caído allí en medio del camino, volviendo de Joiselle, donde había procurado inútilmente que una hermana suya le prestase unos cuartos. Cuando se hubo comido el pan, se marchó aturdida y dando las gracias. Esteban se había quedado a la puerta de la casa de la Mouquette.
—¿Qué? ¿No entras a tomar una copa? —le preguntó ésta alegremente. Y viendo que vacilaba añadió:
—Entonces es que sigues teniéndome miedo.
Él, animado por su sonrisa, la siguió: la acción que acababa de realizar con aquella pobre vieja le enternecía. La joven no quiso recibirle en el cuarto de su padre, y se lo llevó al suyo, donde sirvió dos copitas de ginebra. La habitación estaba muy limpia y Esteban la cumplimentó por ello. Además, parecía que la familia no tenía falta de nada: su padre seguía trabajando de mozo de cuadra en la Voreux; y ella, por no estarse sin hacer nada, se había dedicado a lavandera, ganando treinta sueldos todos los días. Aunque le gustaban los hombres, no era una holgazana ni una perdida.
—Oye —murmuró ella de repente, levantándose y cogiéndole por la cintura—: ¿por qué no quieres quererme? Esteban se echó a reír, al ver el aire picaresco y casi coquetón con que le había interrogado.
—Pero si te quiero mucho —respondió.
—No, no como yo desearía… Sabes que me muero de ganas. ¡Anda! ¡Estaría yo tan contenta!
Y era verdad, porque se lo estaba rogando desde hacía seis meses. Esteban la miraba, mientras la joven se estrechaba contra él, abrazándole convulsa, con la cara levantada y retratándose en ella una expresión tal de amoroso deseo, que Esteban se sentía conmovido. Su rostro abultado no tenía nada de bello, con aquel color amarillento peculiar a todos los mineros; pero sus ojos brillaban de un modo delicioso, y de sus carnes salía un encanto, un temblor de deseo, que la hacían apetitosa. Entonces, ante aquel entregarse tan humilde, tan ardiente, Esteban no se atrevió a resistir. —¡Ah! Sí quieres, ¿verdad? —balbuceó ella entusiasmada— ¡Dime que sí!
Y se entregó a él con tal torpeza, con tal desvanecimiento de virgen, que no parecía sino que era la primera vez que caía en brazos de un hombre. Luego, al separarse, ella fue quien dejó desbordar su agradecimiento, besándole las manos y llorando de satisfacción. Esteban se avergonzó un poco de su buena fortuna. No era cosa de alabarse por haber poseído a la Mouquette. Al salir de allí se prometió no contar a nadie la aventura.
Y, sin embargo, experimentaba por ella verdaderos sentimientos de amistad, porque era buena muchacha. Cuando regresó a su casa, las noticias graves que recibió le hicieron olvidar por completo su amorosa aventura. Circulaban rumores de que la Compañía estaba dispuesta a transigir, si iba otra comisión de obreros a visitar al director; por lo menos, los capataces lo habían dicho así. La verdad era que en la lucha entablada, la mina sufría todavía más que los mineros. En una y otra parte la intransigencia estaba produciendo verdaderos desastres; mientras el trabajo se moría de hambre, el capital, a su vez, se arruinaba. Cada día de huelga le costaba centenares de miles de francos. Toda máquina que se detiene es una máquina muerta. El material y las herramientas se estropeaban, el dinero parado desaparecía como agua derramada en la arena. Concluida la escasa existencia de carbón almacenado, la clientela hablaba de hacer sus pedidos a Bélgica, y aquello constituía una verdadera amenaza. Pero lo que más asustaba a la Compañía, y que ésta ocultaba cuidadosamente, eran los desperfectos continuos que sufrían las galerías y las canteras. Los capataces no daban abasto; ya no había gente a quien echar mano para apuntalar y revestir, y los puntales crujían y se venían abajo por todas partes. Pronto los destrozos fueron de tal naturaleza, que se necesitaría muchos meses para arreglar todo aquello antes de comenzar de nuevo los trabajos de extracción.
Aunque estas cosas no podían estar ocultas, Esteban y los delegados titubeaban en dar paso alguno con el director, sin saber a punto fijo las intenciones de la Compañía. Dansaert, a quien preguntaron, no quería contestar; según él todos lo lamentaban, y se haría todo lo posible porque el conflicto se arreglase; pero no precisaba nada. Entonces decidieron ir a ver al señor Hennebeau, para que toda la razón estuviese de parte de ellos; porque no querían que se les acusara de haberse negado a que la Compañía aprovechara una ocasión de reconocer y confesar sus yerros. Pero juraron no ceder en lo más mínimo, y mantener su ultimátum, que era lo justo.
La entrevista se verificó el martes por la mañana, el día precisamente en que el barrio entero se estaba muriendo de hambre. Aquella entrevista fue menos cordial que la primera. Maheu llevó la palabra para decir que los compañeros les enviaban a saber si aquellos señores habían decidido algo nuevo. Al principio, el señor Hennebeau afectó sorpresa, contestando que no había recibido orden alguna, y que la situación no podía variar mientras los obreros continuaran en su actitud rebelde. Aquella rigidez autoritaria produjo un efecto desastroso; de tal modo, que, aun cuando hubieran ido con propósitos conciliadores, aquella manera de recibirlos les hubiera decidido a obstinarse en su actitud. Luego, el director quiso buscar una fórmula de avenencia, basándola en que los mineros cobrasen aparte el trabajo de apuntalar, y que la Compañía les pagase los dos céntimos que se habían rebajado en cada carretilla. Añadió, por supuesto, que eso lo había decidido por cuenta propia, porque nada le habían dicho de París; pero que suponía podría obtener aquellas concesiones. Los delegados se negaron a semejante solución, y reincidieron en sus exigencias: continuar con el antiguo sistema, y aumentar los cinco céntimos que pedían en cada carretilla. Entonces confesó que estaba autorizado para negociar con ellos, y les aconsejó que aceptasen, en nombre de sus mujeres y de sus hijos, que iban a perecer. Pero ellos, pertinaces y tozudos, contestaron que no, que no, y que no. La entrevista terminó con frialdad.