—Sí —dijo el joven—; comprendemos perfectamente que no hay manera de mejorar nuestra situación mientras las cosas sigan como están; y precisamente por eso, los obreros el mejor día se las arreglarán de modo que cambien, sea como sea.
Aquella frase, tan moderada en la forma, estuvo dicha a media voz con tal convencimiento y tal temblor de amenaza, que todos callaron, y el silencio reinó durante un momento. Cierto malestar, un soplo de miedo, pareció recorrer el salón. Los otros delegados, que no comprendían bien, se daban cuenta, sin embargo, de que su compañero acababa de reclamar la parte que les correspondía en el bienestar general; y empezaron a dirigir miradas oblicuas a aquellos tapices, a aquellas sillas confortables, a todo aquel conjunto lujoso de juguetes y chucherías, cualquiera de los cuales hubiera producido, en mala venta, más de lo que ellos necesitaban para comer durante un mes.
Al fin el señor Hennebeau, que se había quedado pensativo, se puso en pie para despedirlos. Todos le imitaron. Esteban había dado un ligero codazo a Maheu, y éste, otra vez turbado y con la lengua torpe, replicó:
—¿Conque es decir, señor director, que eso es lo que nos contesta?… Tendremos entonces que decir a los demás que no quieren ustedes escucharnos.
—¡Yo, amigo mío, yo, ni quiero ni dejo de querer nada!… Soy uno a quien pagan, como a vosotros, y no tengo aquí más voluntad que el último aprendiz de minero. Me dan órdenes, y mi único deber es cuidar de que se cumplan. Os he dicho lo que pienso y lo que creo; pero yo no puedo decidir nada… Me exponéis vuestras exigencias, y yo las comunicaré al Consejo de Administración y os transmitiré su respuesta.
Hablaba con el aire severo, propio de un alto funcionario que huye de apasionarse por las cuestiones de sus subordinados.
Y los mineros le miraban ya con desconfianza, preguntándose qué clase de hombre sería, qué interés tenía en mentir y qué sacaba él de provecho poniéndose así entre ellos y los verdaderos propietarios. Tal vez fuera un intrigante, puesto que, estando pagado como un obrero, sabía vivir con tanto lujo.
Esteban se atrevió a intervenir nuevamente.
—Es malo, señor director, que no podamos defender nuestro pleito en persona. Explicaríamos mejor las cosas, y encontraríamos razones, que por fuerza escaparían a usted… ¡Si siquiera hubiera alguien a quien pudiéramos dirigirnos!
El señor Hennebeau no se incomodó. Al contrario, sonrió tranquilamente.
—¡Ah, amigos! Esto se complica desde el momento en que no tenéis confianza en mí. Entonces será necesario ir allá abajo.
Los mineros habían seguido con la vista su gesto vago, su mano extendida hacia uno de los balcones del salón. ¿Dónde sería "allá abajo"? Sin duda París. Pero no lo sabían con seguridad: aquello se refería a un lugar lejano y terrorífico, a una región inaccesible y sagrada, donde estaba aquel Dios desconocido colocado en su tabernáculo. Jamás podrían verle; no hacían más que sentirle como una fuerza que desde lejos pesaba sobre aquellos diez mil obreros de Montsou y, cuando el director hablaba, no era más que el oráculo por boca del cual se expresaba aquella fuerza oculta.
El desánimo se apoderó de ellos; el mismo Esteban hizo un gesto como para decirles que lo mejor era marcharse; mientras el señor Hennebeau daba un golpecito amistoso en el hombro de Maheu, y le preguntaba cómo estaba Juan.
—Dura ha sido la lección y, sin embargo, es usted uno de los que quieren que se hagan a la ligera los trabajos de apuntalamiento… Espero acabaréis por comprender que una huelga sería un desastre para todos. Antes de una semana se morirían de hambre… ¿Y qué vais a hacer?… ES verdad que cuento con vuestra prudencia, y espero que el lunes, a más tardar, volveréis al trabajo.
Salieron todos del salón, uno detrás de otro, con la espalda encorvada y sin contestar una palabra a aquella esperanza de verlos sometidos. El director, que los acompañó hasta la puerta, tuvo necesidad de resumir el resultado de la entrevista: la Compañía, por una parte, mantenía su nueva tarifa; por otra ellos pedían aumento de cinco céntimos por cada carretilla. Desde luego, y a fin de que no se hiciesen ilusiones les manifestó su temor de que el Consejo de Administración se negaría a aceptar su ultimátum.
—Reflexionad, antes de cometer una tontería —añadió el director, intranquilo ante aquel obstinado silencio.
En el vestíbulo, Pierron saludó con mucha humildad, mientras Levaque hacía alarde de ponerse la gorra antes de salir, Maheu iba a decir algo en son de despedida, cuando Esteban le tocó de nuevo con el codo. Y todos salieron de la casona en medio de aquel silencio amenazador, alterado sólo por el estrépito de la gran puerta de dos hojas, que cerraron al salir ellos.
Cuando el señor Hennebeau entró otra vez al comedor, encontró a sus convidados silenciosos e inmóviles delante de las copas de licor. En dos palabras explicó la entrevista a Deneulin, que puso la cara más apretada de lo que la tenía. Luego, mientras el director tomaba el café, ya frío, trataron los demás de hablar de otra cosa. Pero los de Grégoire fueron los primeros que volvieron a la conversación de la huelga, asombrados de que no hubiese una ley que prohibiera al obrero abandonar el trabajo. Pablo tranquilizaba a Cecilia, asegurándole que estaba esperando a los gendarmes.
Por fin, la señora de Hennebeau llamó al criado.
—Hipólito —le dijo— antes de que pasemos al salón, abra usted los balcones para que se renueve el aire.
Transcurrieron quince días, y el lunes de la tercera semana, las listas que se enviaban al director indicaban nueva disminución en el número de obreros que asistían al trabajo. Aquella mañana contaban con que terminaría la huelga. Pero la obstinación de la Compañía en no ceder, exasperaba a los mineros. Ya no estaba en huelga solamente la Voreux, Créve-coeur, Miron y La Magdalena; en La Victoria y Feutry Cantel no bajaba ni la cuarta parte de los obreros, y hasta en Santo Tomás se notaban los efectos del movimiento huelguista. Poco a poco iba éste generalizándose. En la Voreux se notaba una tranquilidad de muerte. En los alrededores, alguna que otra carretilla abandonada, los depósitos de carbón intactos, y los de madera pudriéndose, presentaban su espectáculo tristísimo. En el embarcadero del canal se había quedado un lanchón a medio cargar, amarrado a un poste, y balanceándose en la superficie de las turbias aguas; y sobre la desierta plataforma, una carreta desenganchada agitaba desesperadamente sus portillas a impulsos del viento. Los edificios, sobre todo, invadidos por el silencio más completo, daban espanto. No se caldeaba la máquina de extracción más que por las mañanas. Los mozos de cuadra bajaban con el pienso de los caballos; en el fondo sólo trabajaban los capataces, convertidos otra vez en obreros; para cuidar de evitar los desperfectos de las galerías abandonadas; después, desde las nueve, el servicio se hacía por escalas, dejando quieto el ascensor. Y entre todos aquellos síntomas de muerte no se oía más que el resoplar de la bomba, último resto de vida de la mina, la cual hubieran anegado las aguas, si dejara de trabajar.
Enfrente al otro lado de la llanura, el barrio de los Doscientos Cuarenta parecía muerto también. El gobernador de Lille lo había visitado; patrullas de gendarmes a caballo habían recorrido los caminos de los alrededores; pero ante la calma perfecta de los huelguistas, gobernador y soldados se habían visto en la necesidad de retirarse. Jamás habían dado los obreros ejemplo más grande de sensatez. Los hombres, para no ir a la taberna, se pasaban los días en la cama, las mujeres, que no tomaban, se puede decir, nada más que café, tenían menos ganas de chismorrear que de costumbre y menos deseo de pelearse; y hasta los grupos de chiquillos, que parecían comprender lo que pasaba, hacían gala de su prudencia, y para no producir ruido correteaban descalzos y se daban de cachetes sin chillar. Era la consigna, repetida y circulando de boca en boca: ante todo y sobre todo, ser prudentes.
Sin embargo, un continuo entrar y salir de vecinos animaba la casa de Maheu. Esteban, a título de secretario, había distribuido los tres mil francos de la Caja de Socorros entre las familias más necesitadas; además, se habían recibido algunos cientos de francos, producto de varias suscripciones. Pero todos los recursos estaban ya agotados; los obreros carecían de fondos para sostener la huelga, y el hambre asomaba su cabeza amenazadora. Maigrat, después de haber prometido que durante una quincena vendería a crédito, se había vuelto atrás bruscamente a los pocos días, negándose a dar ni una migaja de pan siquiera. Ordinariamente recibía órdenes de la Compañía; tal vez ésta desearía cortar la huelga de una vez, privando de víveres a los obreros. El tendero, además obraba siempre a su antojo, como dueño absoluto; daba o negaba la mercancía, según la cara de la muchacha que enviaban las familias a comprar en su casa; y precisamente a los Maheu era a quien más se negaba a complacer, con cierto furioso rencor, como para castigarles de no haberle entregado a Catalina. Hacía, pues, una semana que estaban viviendo del producto de las distribuciones. Pero ahora, que ya no había un cuarto en Caja, ¿cómo componérselas para tener pan? Para colmo de desventura helaba mucho; las mujeres veían disminuir sus montones de carbón, pensando que cuando se concluyera no les darían otro en las minas, si sus maridos no volvían al trabajo. De modo, que no sería sólo morirse de hambre; habría que morir también de frío.
En casa de Maheu se carecía de todo. Los Levaque comían todavía, gracias a una moneda de veinte francos que les había dado Bouteloup. En cuanto a los Pierron, tenían como siempre dinero; pero por aparecer tan desgraciados como los demás, de miedo que les pidiesen prestado, compraban a crédito en casa de Maigrat, que hubiera sido capaz de darles toda la tienda, a poco que la mujer de Pierron se hubiera mostrado complaciente. Desde el sábado, muchas familias se acostaban sin haber comido en todo el día. Y ante los terribles días que iban a empezar, no se oía ni una queja; todos cumplían la consigna con un valor y una resignación a toda prueba. Todos tenían en Esteban confianza absoluta; una fe religiosa, sólo comparable a la que sienten por sus ídolos los pueblos fanáticos.
Puesto que él les había prometido la era de la justicia, estaban dispuestos a sufrir lo que fuese necesario para conquistar la dicha universal. El hambre soliviantaba los ánimos; jamás el horizonte de miseria de aquellos infelices se había visto iluminado con un rayo de esperanza más radiante. Cuando sus ojos, turbados por la debilidad, se entornaban, entreveían la ciudad ideal de sus sueños; pero en un momento próximo casi inmediatamente, con su población de hermanos, su edad de oro, de trabajo y de descanso repartidos por igual entre todos, no había nada capaz de quebrantar la fe de que iban al fin a penetrar en ella. Los fondos de la Caja se habían agotado; la Compañía no cedería; cada día, cada hora que pasase, agravaría la situación, y conservaban, sin embargo, toda su esperanza, y despreciaban todas sus desventuras del momento. Contaban con que, cuando ya la tierra se fuese a abrir para tragárselos, sobrevendría un milagro cualquiera. Aquella fe reemplazaba al pan y calentaba los estómagos. Tanto los Maheu como los demás, cuando habían digerido demasiado deprisa sus sopas hechas con agua clara, se entregaban al éxtasis de una vida mejor, que no dejaba martirios y sufrimientos más que para los brutos.
Esteban había llegado a ser el jefe indiscutible. En las conversaciones de las veladas, era el oráculo, con más razón, cuanto más estudiaba. Porque seguía leyendo con verdadero fervor, y recibía muchas más cartas que antes, se había suscrito también a El Vengador, un periódico socialista que se publicaba en Bélgica, y aquel diario, el primero que entraba en el barrio, había hecho que los compañeros todos tuvieran a Esteban una consideración extraordinaria, casi respetuosa. Su creciente popularidad le emborrachaba produciéndole satisfacciones íntimas, de las que jamás tuviera idea. Mantener una correspondencia seguida, discutir acerca de la suerte de los trabajadores con personajes importantes de fuera de Montsou, ser consultado por todos los obreros de la Voreux, sobre todo, convertirse en un centro, sentir que la masa de obreros se movía a su capricho, era un continuo motivo de orgullo para él, antiguo modesto maquinista, minero oscuro después. Subía un escalón, y, sin sentirlo, entraba en aquella clase media tan aborrecida, con satisfacciones de inteligencia y de bienestar que no quería confesarse ni a sí mismo siquiera. No tenía más que un disgusto: la conciencia de su falta de instrucción, de su insuficiencia, que le intimidaba en cuanto se veía frente a frente de un señor de levita. Por eso seguía instruyéndose, devorando cuantos libros y papeles impresos caían en sus manos; pero la falta de método hacía que la asimilación fuese muy lenta, reinando tal confusión, en él, que acababa por no saber cosas que ya había comprendido. Así es, que en ciertos ratos de bien pensar, experimentaba diversas inquietudes al discutir consigo mismo la responsabilidad que echara sobre sus hombros: temía no ser el hombre apropiado para llevar a cabo todo aquello a buen término; acaso habrían necesitado un abogado, un sabio capaz de pronunciar discursos y de obrar cuando llegase el caso, sin comprometer a los compañeros. Pero de pronto se tranquilizaba, poco menos que indignado. ¡No, no; nada de abogados! ¡Todos eran unos canallas, que aprovechaban su ciencia para explotar al pueblo! Saliera como saliese, los obreros debían manejar por sí mismos sus negocios, y de nuevo acariciaba su papel de jefe popular: Montsou a sus pies; allá a lo lejos, París; y ¿quién sabía? Acaso la diputación algún día, la tribuna de la Cámara, desde donde haría polvo a la clase media con sus magníficos discursos, los primeros pronunciados por un obrero en el Parlamento.
Desde hacía algunos días, Esteban se hallaba perplejo. Pluchart escribía cartas y más cartas, ofreciéndose a ir a Montsou para enardecer el celo de los huelguistas. Era preciso organizar una reunión, que presidiría el famoso maquinista, porque había en el fondo de aquel proyecto la idea de explotar la huelga en beneficio de la Internacional, haciendo que se alistasen en ella todos los mineros a quienes aún inspiraba desconfianza la tal Asociación. Esteban temía el escándalo; pero así y todo, hubiese permitido la visita de Pluchart, si Rasseneur no se hubiese opuesto enérgicamente a tal intervención. A pesar de su influencia, el joven tenía por fuerza que contar con el tabernero, cuyos servicios eran mucho más antiguos, y el cual no dejaba de tener numerosos partidarios. Así, que vacilaba sin saber qué responder a Pluchart.