Germinal (16 page)

Read Germinal Online

Authors: Emile Zola

Tags: #Narrativa

BOOK: Germinal
13.61Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¡Qué lodazal arman!… —murmuró su madre mientras recogía la ropa para ponerla a secar—. Alicia, pasa un trapo por el suelo; ¿oyes?

Pero un estrépito espantoso que se oía al otro lado del tabique le cortó la palabra. Aquel ruido era el de las voces descompuestas, juramentos de hombre, llanto de mujer, un estruendo de batalla campal, y de vez en cuando golpes tremendos, seguidos de grandes quejidos.

—La mujer de Levaque está recibiendo su correspondiente paliza —dijo con tranquilidad Maheu—; y eso que Bouteloup aseguraba que estaba hecha la comida.

—¡Ya, ya! ¡Cómo había de estarlo —dijo su mujer—, si acabo de ver las patatas encima de la mesa, y ni siquiera estaban mondadas!

El estruendo continuaba; de pronto se sintió una sacudida tremenda, que hizo retumbar la pared, seguida de un profundo silencio. Entonces el minero se metió en la boca la última cucharada, y añadió con la voz serena de un partidario acérrimo de la justicia.

—Si no ha hecho la comida, se comprende muy bien que le sucedan esas cosas.

Y después de beberse un gran vaso de agua, la emprendió con la carne de cerdo. Iba cortándola a pedacitos con la navaja, los colocaba en el pan, y se los comía sin usar tenedor. Cuando el padre comía, nadie hablaba. Él tampoco decía palabra. Aquel día pensaba que no tenía la carne de cerdo el gusto de la que se compraba en casa de Maigrat, y que, por lo tanto, debía proceder de otra parte; no quiso, sin embargo, dirigir pregunta alguna a su mujer. No hizo más que preguntar si estaba todavía durmiendo el viejo arriba. No; el abuelo había salido ya a dar su paseo cotidiano. Y volvió a reinar silencio en el comedor.

Pero el olor de la carne había hecho levantar la cabeza a Enrique y a Leonor, que estaban retozando por el suelo y entretenidos en jugar con el agua derramada del barreño. Los dos fueron a colocarse al lado de su padre. Ambos seguían con la vista cada uno de los bocados; lo miraban, llenos de esperanza, salir del plato, y consternados lo veían después desaparecer en la boca de su padre. A la larga Maheu advirtió aquel deseo gastronómico, que los tenía pálidos y haciéndoles la boca agua.

—¿No han comido de esto los chicos? —preguntó. Su mujer titubeaba para contestar.

—Bien sabes que no me gustan esas injusticias. Se me quitan las ganas de comer cuando los veo alrededor mío, mendigando un bocado.

—¡Pero si ya han comido! —exclamó ella furiosa—. ¡Ya lo creo! Si les haces caso, tendrás que darles tu parte y la de los demás; porque por su gusto no dejarían de comer hasta reventar. ¿No es verdad, Alicia, que todos hemos comido carne?

—Desde luego, mamá —respondió la jorobadita, que en circunstancias semejantes mentía con el aplomo de una persona mayor.

Enrique y Leonor estaban atónitos, indignados de aquellas mentiras, porque sabían que cuando ellos mentían les daban azotes. Sus corazoncillos rebosaban indignación; se sentían inclinados a protestar enérgicamente, diciendo que ellos no estaban allí cuando los otros habían comido.

—Largaos de ahí —les dijo su madre, echándolos al extremo de la sala—. Debería daros vergüenza estar siempre metidos en el p ato e vuestro padre. Aun cuando fuera el único que comiera carne, ¿no trabaja acaso? Mientras que vosotros, ¡granujas!, no servís todavía más que para hacer el gasto. ¡Con lo gordos que estáis!

Pero Maheu los volvió a llamar. Sentó a Enrique sobre su rodilla izquierda, a Leonor sobre la derecha, y acabó de comerse la carne, repartiéndola con ellos. Los niños devoraban lo que les tocaba en el reparto.

Cuando hubo concluido, dijo a su mujer:

—No, no me des el café. Voy primero a lavarme… Ayúdame a tirar este agua sucia.

Cogieron el barreño por las asas, y lo vaciaron en el arroyo, delante de la puerta de la calle. En aquel momento bajaba Juan, vestido con otra ropa, un pantalón y una blusa de lana que le estaban muy grandes, porque se los habían arreglado de unos de su hermano Zacarías. Al ver que se marchaba, haciéndose el distraído, por la puerta entreabierta, su madre le detuvo.

—¿Dónde vas?

—Por ahí.

—¿Dónde es por ahí?… Mira, vas a traer unos berros para esta noche. ¿Eh? ¿Me entiendes? Si no la traes, te las verás conmigo.

—¡Bueno! ¡Bueno!

Juan se marchó con las manos metidas en los bolsillos, arrastrando los zuecos, y andando con la dejadez propia de un minero viejo. Poco después bajó Zacarías algo más arreglado, con el talle encerrado en una chaqueta de punto negra con rayas azules. Su padre le dijo que no volviera muy tarde, y él salió meneando la cabeza, con la pipa en la boca y sin responder palabra.

El barreño se hallaba otra vez lleno de agua tibia, y Maheu se iba desnudando lentamente. A una mirada de la madre, Alicia, como de costumbre, se llevó a la calle a Enrique y a Leonor. El padre no quería lavarse delante de la familia, como hacían muchos vecinos suyos. No censuraba a nadie; pero decía que eso de lavarse delante de la gente estaba bien en los muchachos.

—¿Qué haces ahí arriba? —gritó la mujer de Maheu, asomándose a la escalera.

—Estoy cosiendo el vestido que se me rompió ayer —contestó Catalina. —Bueno… Pues no bajes ahora, porque tu padre se va a lavar.

Entonces Maheu y su mujer se quedaron solos. Ella se había decidido a poner sobre una silla a Estrella, que por suerte estaba contenta al amor de la lumbre, y no miraba a sus padres. Él, completamente desnudo, agachado delante del barreño, había metido la cabeza en el agua, después de untada con ese pícaro jabón negro, cuyo uso secular quitaba el color y la frescura al cabello de todos los de su raza. Luego se metió en el agua, frotándose todo el cuerpo vigorosamente con las dos manos. Su mujer, en pie delante de él, le miraba.

—Oye, he visto la cara que traías cuando llegaste… —empezó a decirla—. Estabas preocupado, ¿eh? Y te quedaste bizco al encontrar las provisiones… Imagínate que los burgueses de La Piolaine no me han dado ni un cuarto. ¡Oh! Son muy amables; han vestido a los chicos, y me daba vergüenza molestarles más, porque sabes que no sirvo para pedir.

Se interrumpió un instante para colocar bien a Estrella en la silla, temiendo una caída. El marido seguía frotándose la piel, sin apresurar con preguntas el desenlace de aquella historia que tanto le interesaba, y esperando pacientemente a saber lo sucedido.

—No tengo que explicarte que el bribón de Maigrat me recibió como a un perro, al que se echa a la calle a puntapiés… ¡Figúrate si estaría apurada! Los vestiditos de lana abrigan; pero no dan de comer: ¿no es verdad?

Él levantó la cabeza y continuó silencioso. Nada en la Piolaine, nada en casa de Maigrat: entonces, ¿qué? Pero, como de costumbre, la mujer acababa de levantarse las mangas para lavarle la espalda y todas aquellas partes adonde él no alcanzaba con comodidad. Le gustaba que ella le untase de jabón y que le restregara con todas sus fuerzas.

—Así es que volví otra vez a casa de Maigrat, y le dije, ¡ah!, le dije… que no tenía corazón, y que le sucedería una desgracia si había justicia en la tierra… Mis palabras le fastidiaban, le hacían mirar a otra parte, y de haber podido, se hubiera marchado…

De la espalda, la mujer de Maheu había bajado a la cintura, y, práctica en aquella faena, frotaba con el jabón por todas partes, dejándolas limpias como un espejo, como sus cacerolas los días que hacía sábado en la cocina. Pero con aquel terrible vaivén de los brazos sudaba y se sofocaba tanto, que apenas podía hablar.

—Por fin me llamó vieja fea… Pero tendremos pan hasta el sábado, y lo más raro es que me ha prestado dinero… Además, me traje de allí manteca, café, achicorias, e iba también a tomar algo de carne y algunas patatas, cuando noté que ponía mala cara… He traído de otra parte siete sueldos de carne de cerdo, dieciocho de patatas, y me quedan tres francos Y setenta y cinco céntimos para poner un puchero y un guisado de carne… ¿Eh, qué tal? Me parece que no he perdido la mañana.

Ya le estaba enjuagando, frotándole con un trapo en los sitios más recónditos. Él, satisfecho, y sin pensar en la deuda del mañana, se reía y la estrechaba en sus brazos.

—¡Déjame, tonto! ¿No ves que estás chorreando y me mojas?… Pero me temo que Maigrat tenga malas intenciones.

Iba a hablarle de Catalina, pero se detuvo. ¿A qué poner a su marido de mal humor? Podría dar lugar a sabe Dios cuantas cosas.

—¿Qué intenciones? —preguntó él.

—¿Cuáles han de ser? Las de robarnos todo lo que pueda.

Él la volvió a coger en sus brazos; pero esta vez no la dejó. Siempre acababa el baño de aquel modo, que no en vano le frotaba tan fuerte, y le pasaba un paño limpio para secarlo, haciéndole cosquillas sin querer. Es verdad que para todos los vecinos del barrio aquella era la hora de las caricias conyugales, pues por la noche los matrimonios tenían muy cerca, casi encima, a veces en el mismo cuarto, a toda la familia.

Él la empujaba hacia la mesa, sonriendo, con el aspecto de un hombre honrado que se entrega con delicia al único rato de placer que tiene en todo el día, y diciendo que aquello era el postre de la comida, un postre que no costaba nada. Y ella, entusiasmada también, se resistía un poco, pero en broma.

—¡Qué tonto eres, Dios mío! ¡Qué tonto!… ¡Y Estrella que nos está mirando! ¡Espera que le vuelva la cabeza!

—¡Eh! ¿Acaso se entiende de esto a su edad?

Cuando Maheu se levantó, no hizo más que ponerse un pantalón seco. Le gustaba después de haberse lavado y bromeado con su mujer, estar un rato desnudo de cintura arriba. Su cutis blanco, de una blancura de mujer anémica, estaba marcado por cien cicatrices producidas por el carbón en la mina, de las cuales se mostraba orgulloso, y por eso le agradaba lucir sus robustos brazos y su desarrollado pecho, blanco como el mármol y lleno de vetas azuladas. En verano, todos los mineros salían así a las puertas de las casas. Aquel día, a pesar de lo húmedo del tiempo, Maheu salió un momento, y cruzó una broma con un compañero suyo, que, desnudo también de cintura arriba, pasaba revista a su jardín. Otros aparecieron con la misma ropa, y los chiquillos, que jugaban en las aceras de la calle, levantaban la cabeza y reían, alegres ellos también de ver toda aquella carne de obreros puesta al aire libre.

Mientras tomaba el café, sin haberse puesto todavía la camisa, Maheu contó a su mujer lo que había sucedido aquella mañana con el ingeniero. Estaba tranquilo, comedido, y escuchaba, aprobándolos con movimientos de cabeza, los prudentes consejos de su mujer, que, de ordinario, mostraba muy buen sentido en aquellos asuntos. Siempre le decía que no se ganaba nada con ponerse en pugna con la Compañía. Enseguida habló a su marido de la visita de la señora del director. Sin decírselo uno a otro, los dos estaban orgullosos.

—¿Se puede bajar? —preguntó Catalina desde lo alto de la escalera. —Sí; tu padre ya ha acabado.

La joven se había puesto la ropa de los domingos: una falda de lana azul, raída y descolorida ya por muchos sitios. En la cabeza llevaba una toca de tul negro, muy sencilla.

—¡Hola! ¡Te has vestido!… ¿Adónde vas?

—Voy a Montsou, a comprarme una cinta para el sombrero… He quitado la que tenía, porque estaba muy sucia.

—Pues cómo, ¿tienes dinero?

—No; pero la Mouquette me ha prometido prestarme diez sueldos.

La madre la dejó marchar. Pero cuando ya estaba en la puerta de calle, la llamó otra vez.

—Mira, no vayas a comprar la cinta a casa de Maigrat… Te robaría, creyendo que estamos nadando en la abundancia.

El padre, que se había acomodado al amor de la lumbre para acabarse de secar la espalda, se contentó con añadir:

—Procura volver antes de que sea de noche.

Por las tardes, Maheu trabajaba en su jardín. Ya había sembrado patatas, habas y guisantes, y tenía preparadas desde el día antes otras semillas, que se puso a arreglar entonces. Aquel rinconcillo de la huerta les proveía de legumbres, excepto de patatas, porque nunca tenían bastantes. El minero era muy inteligente, y había logrado coger alcachofas, lo cual constituía un lujo que le envidiaban todos los vecinos. Precisamente cuando se estaba preparando para dar comienzo a su tarea, salió Levaque a su jardín, y se puso a contemplar unos guisantes que Bouteloup había sembrado aquella mañana. Ambos empezaron a charlar por encima de la tapia. Levaque, que estaba excitado después de la paliza propinada a su mujer, trató inútilmente de llevar a Maheu a casa de Rasseneur. Pues qué, ¿le daba miedo un jarro de cerveza? Jugarían un rato a los bolos; pasearían un poco con los amigos, y se volverían tempranito a cenar. Aquélla era la vida que debía hacerse después de salir de la mina. Verdaderamente, no había mal en ello; pero Maheu se empeñó en no salir, diciendo que si dejaba las semillas para otro día se echarían a perder. La verdad es que se negaba porque no quería pedir a su mujer un cuarto del poco dinero que le quedaba.

Daban las cinco, cuando se presentó la mujer de Pierron a preguntar si su Lidia se había marchado con Juan. Levaque respondió que así debía de ser, porque también su Braulio había desaparecido, y los tres demonios aquellos andaban siempre juntos. Cuando Maheu los hubo tranquilizado, hablándoles de otras cosas, él y Levaque la emprendieron con la joven. Ella se enfadaba, pero no se iba, disfrutando en el fondo de aquellas palabrotas obscenas, que la hacían reír con todas sus fuerzas, al mismo tiempo que fingía defenderse del ataque. La escuela se había cerrado ya; toda la chiquillería del barrio estaba en la calle corriendo, gritando, pegándose y revolcándose en las aceras, mientras los padres que no estaban en la taberna charlaban en grupos de a tres o cuatro, sentados sobre sus talones, en la misma postura que solían tener en el fondo de la mina, y fumando sus correspondientes pipas.

La mujer de Pierron se fue furiosa a su casa, cuando vio que Levaque se empeñaba en ver si tenía los muslos firmes y este último se decidió a ir solo a casa de Rasseneur, mientras Maheu se quedaba trabajando en el jardín.

Anochecía, y la mujer de Maheu encendió el quinqué, furiosa contra sus hijos, porque ninguno de ellos, ni Catalina, habían vuelto. Era de suponer, porque, como decía, no había medio de hacer todos juntos comida alguna; jamás se veían todos los de la familia alrededor de la mesa. Además, estaba esperando los berros que había de traerle Juan: ¿qué demonios podía estar cogiendo aquel maldito muchacho con una noche tan oscura? ¡Y vendrían tan bien unos berros con el guisado de patatas y cebolla frita que tenían en la lumbre! Toda la casa estaba impregnada del olor de la cebolla frita, ese olor que trasciende tanto, que pronto penetra a través de los ladrillos, y que envuelve de tal modo los barrios de los obreros, que desde muy lejos se advierte aquel olor a cocina pobre.

Other books

The Laughing Policeman by Sjöwall, Maj, Wahlöö, Per
The Chase by Lynsay Sands
The Chinese Egg by Catherine Storr
Starfish Island by Brown, Deborah
Your Magic Touch by Kathy Carmichael
52 Loaves by William Alexander