Germinal (34 page)

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Authors: Emile Zola

Tags: #Narrativa

BOOK: Germinal
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—Vamos a ver —preguntó—: ¿qué harías tú en mi caso? ¿No tengo razón en querer salir de esta inactividad?…

¿No es verdad que lo mejor es entrar en esa Asociación?

Souvarine, después de lanzar una bocanada de humo de su cigarrillo respondió con su frase favorita:

—Sí; una tontería… Pero, en fin, siempre es algo… Por algo se ha de empezar. Además, la Internacional marchará por el buen camino. Ya se está ocupando de ello…

—¿Quién?

—¡Él!

El ruso pronunció estas palabras a media voz, con cierto aire de fervor religioso, y dirigiendo una mirada a Oriente. Hablaba del maestro, de Bakunin, el exterminador.

—Sólo él puede dar el golpe —añadió— pues todos esos sabios que tú admiras son un atajo de cobardes… Antes de tres años, la Internacional estará obedeciendo sus órdenes, habrá destruido la sociedad vieja.

Esteban prestaba gran atención. Ardía en deseos de instruirse, de comprender ese culto de la destrucción, sobre el cual el ruso no pronunciaba nunca más que palabras vagas, como si quisiera conservar secretos sus misterios.

—Bien… Pero explícame al menos qué quieres hacer.

—Destruirlo todo… Que no haya más naciones, ni gobiernos, ni propiedades, ni Dios, ni culto.

—Comprendo; pero ¿qué se conseguirá con eso?

—La sociedad primitiva y sin forma; un mundo nuevo; otra vez el principio de todo.

—¿Y los medios de acción? ¿Con cuáles contáis?

—Con el fuego, con el veneno, con el puñal. El bandido es el verdadero héroe, el vengador del pueblo, el verdadero revolucionario en acción, sin frases aprendidas en los libros. Es necesario que una serie de atentados horrendos espante a los poderosos y despierte al pueblo.

Y a medida que hablaba Souvarine, iba adquiriendo una expresión terrible, feroz. El éxtasis en que se hallaba le hacía levantarse de su asiento; de sus ojos azules salía una llamarada mística, y con sus delicados dedos, contraídos, agarrados al filo de la mesa, parecía querer hacerla pedazos. Esteban, asustado, le miraba, pensando en las historias cuya vaga confidencia le había hecho el ruso; en las minas cargadas de dinamita debajo del palacio del Zar; en los jefes de la policía muertos a puñaladas; en una querida de Souvarine, la única mujer a quien había amado, ahorcada en Moscú una mañana de mayo, mientras él, confundido entre la multitud, la besaba por última vez con los ojos.

—No, no —murmuraba Esteban, haciendo un gesto como para rechazar aquellas visiones abominables—: nosotros no estamos todavía en ese caso. ¡El asesinato, el incendio! ¡Jamás! Eso es monstruoso, eso es injusto; todos los camaradas se levantarían como un solo hombre para ahogar al culpable.

Y seguía no comprendiendo ni palabra de aquello, porque su razón rechazaba la terrible pesadilla de aquel exterminio general. ¿Qué haya después? ¿De dónde surgirían los pueblos nuevos? Ante todo exigía una respuesta a esas preguntas.

—Explícame tu programa. Nosotros, sobre todo, queremos saber adónde vamos.

Entonces Souvarine, que se había puesto a fumar otra vez, contestó con su tranquilidad acostumbrada:

—Todo razonamiento sobre el porvenir es un crimen, porque impide la destrucción y detiene o se opone a la marcha de la revolución.

Esto hizo reír a Esteban, a pesar del estremecimiento nervioso que le produjo aquella respuesta dada con una perfecta calma. Por lo demás, confesó que no dejaba de haber mucho bueno en todo aquello, y que poco a poco se iría lejos. Pero no podía hablar de semejantes cosas a sus amigos, porque sería dar la razón a Rasseneur, y lo que necesitaba en aquellos momentos era ser práctico.

La viuda Désir les propuso que almorzasen. Ambos aceptaron, y pasaron a la sala de la taberna, separada del salón de baile por un tabique de madera que podía quitarse y ponerse fácilmente. Cuando acabaron de almorzar, era la una. La inquietud y la ansiedad de Esteban iban en aumento; decididamente Pluchart faltaba a su palabra. A eso de la una y media empezaron a llegar los delegados, y tuvo que salir a recibirlos, para evitar que la Compañía enviase espías. Examinaba atentamente todas las papeletas de invitación, y miraba a cada uno de los hombres que entraban; muchos penetraron sin papeleta; bastaba que él los conociese, para que les abriera la puerta. Al dar las dos, vio llegar a Rasseneur, que se quedó fumando su pipa junto al mostrador, charlando, como si no tuviese prisa. Aquella calma irónica acabó de exasperarle, tanto más cuanto que habían acudido algunos burlones por entretenerse, tales como Zacarías, Mouque hijo, y otros; a todos estos les tenía sin cuidado la huelga; satisfechos con no trabajar y sentados en una mesa, se gastaban en cerveza los últimos cuartos que les quedaban, burlándose de los compañeros que, de buena fe, acudían a la reunión.

Transcurrió otro cuarto de hora. Souvarine, que había estado fuera un momento, entró diciendo que la gente se impacientaba. Entonces Esteban, desesperado, hizo un gesto resuelto, y ya iba a salir detrás del maquinista, cuando la viuda Désir, que estaba asomada a la puerta de la calle, exclamó de pronto:

—¡Ya está aquí ese señor que esperabais!

Todos se precipitaron a la calle. Era Pluchart, en efecto.

Llegaba en un coche arrastrado por un caballo. De un salto echó pie a tierra, luciendo su levita, tan mal llevada, que le daba todo el aspecto de un obrero con traje prestado.

Hacía cinco años que no trabajaba en su oficio y que no pensaba más que en cuidarse, en peinarse sobre todo, y en darse tono con sus triunfos oratorias; pero su aspecto era muy ordinario y, a pesar de sus esfuerzos, las uñas de sus manos, comidas por el hierro, no crecían como él hubiera deseado. Era muy activo y recorría las provincias sin descanso, haciendo la propaganda de sus ideas.

—¡Ah, no me guardéis rencor! —dijo, para evitar que le hicieran preguntas—. Ayer por la mañana di una conferencia en Prouilly, y por la tarde tuve una junta en Valencay. Hoy, entrevista con Sauvagnat en Marchiennes… Al fin he podido tomar un carruaje. Estoy extenuado; ya veis cómo tengo la voz… una ronquera espantosa. Pero en fin, eso no importa, y, de todos modos hablaré.

Ya iba a entrar en la Alegría, cuando se detuvo.

—¡Caramba! ¡Se me olvidaban los títulos de socio! —dijo.— ¡Estaríamos listos!

Volvió al carruaje, y sacó de él una caja de madera negra, que se llevó debajo del brazo.

Esteban, contento, caminaba junto a él, mientras Rasseneur, consternado, no se atrevía ni a darle la mano. El otro se la estrechó con efusión, y apenas si aludió ligeramente a su carta. ¡Vaya una idea que había tenido! ¿Por qué no celebrar aquella reunión? Los obreros debían reunirse siempre que pudieran. La viuda Désir le invitó a que tomase algo; pero él, agradeciéndolo, se negó a aceptar nada. ¡Era inútil! No necesitaba beber para pronunciar discursos. Lo único que decía, era que tenía mucha prisa, porque aquella noche pensaba llegar a Joiselle para celebrar una conferencia con Legoujeux. Todos entraron juntos en la sala de baile. Maheu y Levaque, que llegaron un poco tarde, se apresuraron a reunirse a los demás, y la puerta quedó cerrada con llave para no ser interrumpidos, lo cual hizo que los más bromistas rieran de la precaución. Zacarías y Mouque hijo, sobre todo, tuvieron jocosas ocurrencias.

En el salón cerrado, donde aún se percibían las emanaciones del último baile, un centenar de obreros esperaban sentados en las filas de bancos. Empezaron a cuchichear y volver la cabeza, mientras los recién llegados tomaban posesión de la mesa presidencial. Todos miraban a aquel señor de Lille cuya levita había causado gran sorpresa y cierto malestar.

Pero enseguida, y a propuesta de Esteban, se constituyó la mesa. Él iba pronunciando nombres propios, y los demás levantaban la mano en señal de aprobación.

Pluchart fue nombrado presidente; luego designaron como asesores a Maheu y a Esteban. Hubo el consiguiente ruido de sillas mientras los de la presidencia se instalaron en su puesto, y todos miraban al presidente, que había desaparecido un momento detrás de la mesa para colocar en el suelo la caja que llevaba debajo del brazo, y que no abandonaba desde su entrada en el salón.

Cuando se hubo sentado en su sitio, pegó un puñetazo en la mesa para reclamar la atención, y enseguida comenzó a decir con voz sonora:

—Ciudadanos…

Se abrió una puertecilla que había detrás de la mesa, y tuvo que interrumpirse. Era la viuda Désir que acababa de dar la vuelta por la cocina y que entraba con seis vasos de cerveza puestos en una bandeja —No os molestéis —dijo—. Cuando se habla se tiene sed.

Souvarine, sentado cerca de la presidencia, tomó la bandeja de manos de la tabernera, y la colocó en una esquina de la mesa. Pluchart pudo continuar; pero su discurso fue solamente para dar gracias por la buena acogida que le habían dispensado los mineros de Montsou, acogida que le conmovía, y para presentarles sus excusas por el retraso, hablando de su cansancio y de que tenía la garganta mala. Luego concedió la palabra al ciudadano Rasseneur, que la tenía pedida. Éste se había colocado junto a la mesa. Una silla, cogida por el respaldo para apoyarse en él, le servía de tribuna. Estaba muy nervioso y tuvo que toser varias veces para poder decir con voz enérgica:

—Camaradas…

Una de las razones de su influencia sobre la gente de las minas era su facilidad de palabra, merced a la cual podía estarles hablando horas enteras sin cansarse. No gesticulaba, y hablaba incesantemente con una eterna sonrisa, con la misma inflexión de voz, hasta que su auditorio, animado, por decirlo así, le gritaba: "Sí, sí, es verdad; tienes razón". Pero aquel día, desde las primeras palabras comprendió que había en el público gran hostilidad. Así, que procedió con la mayor prudencia. No discutí más que la continuación de la huelga, con la esperanza de ser aplaudido antes de entrar a hablar de la Internacional.

Indudablemente la dignidad y la honra se oponían a ceder a las exigencias de la Compañía; pero ¡cuántas miserias! ¡Qué porvenir tan terrible les esperaba si era necesario obstinarse todavía mucho tiempo! Y sin declararse explícitamente partidario de la sumisión, hacía esfuerzos para entibiar los entusiasmos, describía las cosas de los obreros pereciendo de hambre, y preguntaba con qué medios contaban los partidarios de la resistencia. Tres o cuatro amigos suyos trataron de aplaudirle lo cual acentuó la silenciosa frialdad con que le oían casi todos, la desaprobación, casi la cólera producida por algunas de sus afirmaciones. Entonces, desesperando de ganar el terreno perdido en la opinión, vaticinó a los obreros consecuencias terribles, grandes desgracias, si no dejaban dominar sus imprudentes provocaciones llegadas de tierra extranjera. Todos se habían puesto de pie, gritaban, le amenazaban, y se oponían a que siguiese hablando, puesto que los insultaba, tratándolos como si fueran niños incapaces de saber lo que les convenía. Y él, bebiendo trago tras trago de cerveza, seguía hablando, a pesar del tumulto, y gritaba con todas sus fuerzas que no había nacido todavía quien le obligase a faltar a su deber.

Pluchart se había puesto de pie también, y como no había campanilla pegaba puñetazos en la mesa, y repetía con voz ronca:

—¡Ciudadanos!… ¡Ciudadanos!

Al fin consiguió que reinase un poco de calma, y la asamblea, consultada al efecto, retiró la palabra a Rasseneur. Los delegados que habían representado a las minas en la entrevista con el director, animaban a los otros, dominados todos por el hambre e influidos por las ideas nuevas, que sin embargo no acertaban a comprender bien. Era un voto prejuzgado.

—¡A ti te importa poco, porque comes! —rugió Levaque, enseñando el puño a Rasseneur.

Esteban se había inclinado por detrás del presidente, acercándose a Maheu para tratar de calmarlo, porque estaba también furioso con aquel discurso; mientras Souvarine, sin decir palabra, inmóvil, contemplaba aquella escena, luciendo en sus miradas cierta expresión despectiva para todos.

—Ciudadanos —dijo Pluchart— permitidme que tome la palabra.

Reinó el silencio más profundo y habló. Su voz salía de la garganta ronca y penosamente; pero él estaba acostumbrado a eso; porque hacía años que estaba paseando su laringitis con su programa propagandista. Poco a poco iba hinchando la voz, que arrancaba efectos patéticos. Con los brazos abiertos hablaba, acompañándose de cierto movimiento de hombros, y uno de los rasgos característicos de su extraña elocuencia era la manera enfática de terminar los períodos, cuya monotonía acababa por convencer.

Su discurso versó sobre la grandeza y los beneficios de la Internacional, que los ejercía principalmente en las localidades recién conquistadas por ella. Explicó el objeto que perseguía la Asociación, y que no era otro que la emancipación de los trabajadores; mostró la grandiosa estructura de aquella Asociación; abajo, el municipio, más arriba la provincia, después la nación, y allá, en la cúspide, la humanidad. Sus brazos se agitaban lenta y acompasadamente, como si fuera colocando uno encima de otro los cuerpos de edificios de la catedral inmensa del mundo futuro. Luego habló de la administración interior; leyó sus estatutos, habló de los congresos, indicó los grandes adelantos que estaba realizando, el agrandarse del programa, que, habiéndose limitado a discutir los jornales, trataba ahora nada menos que de la liquidación social, para concluir con el sistema de pagar jornales. Ya no habría más nacionalidades; los obreros del mundo entero, unidos en la común necesidad de justicia, barrerían la podredumbre burguesa, y fundarían al fin la sociedad libre, en la cual el que no trabajase no comería.

Un movimiento de entusiasmo agitó todas las cabezas. Algunos gritaron:

—Eso es, eso es lo que queremos.

Pluchart, cuya voz ahogaban los aplausos frenéticos, seguía hablando. Se trataba de la conquista del mundo en menos de tres años. Y hablaba ya de los pueblos conquistados. De todas partes llovían adhesiones. Jamás religión alguna había tenido tantos fieles en tan poco tiempo. Después, cuando fuesen los amos, dictarían leyes al capital, y a su vez los obreros lograrían tener la sartén cogida del mango y a sus explotadores rendidos a sus pies.

—¡Sí, sí!… ¡Así queremos!

Con el ademán reclamaba el silencio, porque iba a tocar la cuestión de las huelgas. En principio, las desaprobaba; eran medios demasiado lentos, que agravaban la mala situación de los obreros. Pero, y mientras no pudiera hacerse nada mejor, cuando eran inevitables, había que hacerlas, porque tenían la ventaja de atacar el capital también, y la de perjudicarle. Y en ese caso, presentaba a la Internacional como una providencia para los huelguistas, y citaba ejemplos: en París, cuando la huelga de los broncistas, el capital había cedido enseguida a todo lo que pedían, asustados al saber que la Internacional estaba dispuesta a enviarles ayudas; en Londres, la Asociación había salvado a los trabajadores de una mina, pagando los gastos de viaje, para volver a su patria, a unos belgas llamados por el propietario. Bastaba con adherirse, para hacer temblar a las Compañías, porque los obreros entraban en el gran ejército de los trabajadores, decididos a morir los unos por los otros, antes que continuar siendo esclavos de la sociedad capitalista.

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