—¡Maldita sea…! ¿Habremos llegado ya? —murmuró casi sin poder respirar, y con un terrible dolor de riñones.
Habían llegado, en efecto. Al cabo de un kilómetro de camino, la galería se ensanchaba un poco, e iba a desembocar en un trozo de la mina que estaba en buen estado de conservación. Era el antiguo pie del pozo de subida, y estaba abierto en la roca viva, pareciendo una gruta natural. Tuvo que detenerse, pues veía a pocos metros de distancia al muchacho, que acababa de poner la vela entre dos piedras, y que se instalaba allí con la tranquilidad de quien se encuentra en su casa. Una instalación completa trocaba aquel trozo de galería en una habitación confortable. En el suelo, en un rincón, había paja extendida, que formaba una cama relativamente cómoda, y sobre unos pedazos de madera vieja, que servían de mesa, había un poco de todo: pan, velas, tarros de ginebra; era aquello una verdadera cueva de ladrones, donde se había ido acumulando el botín de muchas semanas, botín inútil, porque se veía allí hasta jabón y betún, robados por el gusto del hurto nada más. Y el muchacho, solo, en medio del producto de sus rapiñas, tenía el aire de un bandido egoísta, que no quisiera hacer a nadie partícipe de su alegría.
—Oye, niño; ¿te estás burlando de la gente? —exclamó Esteban cuando hubo descansado un momento—. ¿Te parece a ti que se puede tolerar que tú te atraques a lo grande, cuando los demás nos morimos de hambre?
Juan, asustado, estaba temblando. Pero, al conocer a Esteban, se tranquilizó enseguida…
—¿Quieres comer conmigo? —acabó por decir—. ¿Eh? Te daré un pedazo de bacalao asado… Ahora verás.
No había dejado la bacalada que llevaba en la mano, y empezó a quitarle el pellejo con un cuchillo nuevo, uno de esos cuchillos puñales con mango de hueso que llevan inscrita alguna divisa. En el de aquél se leía la palabra "Amor".
—Bonito cuchillo tienes —observó Esteban.
—Regalo de Lidia —respondió Juan, olvidando añadir que Lidia lo había robado por orden suya a un mercader de Montsou, que tenía su puesto ambulante frente a la taberna de la Cabeza cortada.
Luego, sin dejar de raspar el pellejo, continuó diciendo:
—Se está bien en mi casa, ¿no es verdad? Se está más calentito que allá arriba, y huele mucho mejor.
Esteban tomó asiento, deseando hacerle hablar. Ya no tenía rabia; al contrario, experimentaba cierta simpatía y cierto interés hacia aquel granuja tan atrevido y tan industrioso: además, disfrutaba de cierto agradable calor en aquella caverna; la temperatura no era demasiado elevada tampoco, y se agradecía más, porque fuera de allí los fríos de diciembre se ensañaban particularmente con los mineros, que carecían de defensa contra él. A medida que el tiempo pasaba, iban desapareciendo de las galerías los gases nocivos, y el grisú había desaparecido por completo. No se notaba allí más que el olor a las maderas viejas en fermentación, un olor muy sutil a éter. Aquellos trozos de madera tenían, además, un aspecto agradable, una palidez amarillenta, como la del mármol, adornada de caprichosas labores blanquecinas que semejaban delicados bordados de seda y aljófar. Otros maderos aparecían cubiertos de hongos, y todos ellos estaban poblados de mariposas blancas de moscas y arañas, todo un pueblo de insectos, que jamás había visto la luz del sol.
—¿De modo que no tienes miedo? —preguntó Esteban. Juan le miró con asombro.
—¿Miedo de qué? ¿Pues no estoy solo?
Ya había acabado de raspar el bacalao. Encendió lumbre con unos pedazos de madera, y empezó a asarlo. Luego cortó un pan en dos pedazos. El regalo era terriblemente salado; pero, así y todo, muy a propósito para estómagos fuertes.
Esteban aceptó la parte que le ofrecía.
—Ya no me extraña que engordes mientras nosotros adelgazamos. ¿Sabes que es una bribonada?… ¿No piensas en los demás?
—Toma, ¿por qué los demás son tan tontos?
—Después de todo, haces bien en esconderte, porque si tu padre supiera que robas, seguro que te ponía como nuevo.
—Por qué, ¿no nos roban a nosotros los burgueses? Tú lo estás diciendo siempre. Este pan que le he quitado a Maigrat, nos lo había robado él antes.
El joven, con la boca llena, guardó silencio, verdaderamente confundido. Le miraba con atención, contemplando aquellos ojos verdes, aquellas orejas enormes, aquel aspecto de aborto degenerado, oscuro de inteligencia, pero de una astucia instintiva extraordinaria. La mina, que lo había producido, acabó de completarlo, rompiéndole las dos piernas. —¿No traes aquí a Lidia algunas veces? —le preguntó Esteban.
Juan sonrió desdeñosamente.
—¡A esa niña! —contestó—. ¡No, por cierto!… Las mujeres son muy charlatanas.
Y siguió riendo, lleno de inmenso desdén hacia Braulio y Lidia. Jamás se había visto dos chiquillos más estúpidos. El recuerdo de que a aquella hora se encaminaban a sus casas muertos de hambre y de frío, mientras él se comía la bacalada al calor de un fuego, le hacía desternillarse de risa. Luego, añadió, con la gravedad de un filósofo:
—Vale más hacer las cosas solo, porque siempre está uno de acuerdo.
Esteban había acabado de comerse el pan. Bebió un trago de ginebra. Por un momento creyó que no sería corresponder mal a la hospitalidad de Juan cogerle por una oreja y llevárselo a su casa, prohibiéndole merodear más, y amenazándole con decírselo todo a su padre si volvía a las andadas. Pero, al ver aquel escondite confortable, acudía a su mente una idea: tal vez lo necesitara para él o para los amigos, si las cosas tomaban un giro desagradable. Hizo que el chico le prometiese solemnemente no faltar a dormir en su casa, como le sucedía algunas veces desde que había descubierto aquel retiro, y, cogiendo una vela, se marchó, dejándole que arreglase tranquilamente su vivienda.
La Mouquette se impacientaba esperándole, sentada en un madero, a pesar del mucho frío que hacía. Cuando le vio, saltó a su cuello; y cuando le dijo que no debían volver a reunirse, sintió como si le clavaran un puñal en el corazón. ¡Dios mío! ¿Por qué? ¿No le quería ella bastante? Esteban, para no caer en la tentación de entrar en su casa, se la llevaba hacia la carretera, explicándole, lo más dulcemente que podía, que le comprometía ante los compañeros, y que comprometía, por tanto, la causa política, que a todo trance era necesario defender. Ella no entendía qué relación podían tener sus amores con la política.
Luego pensó que se avergonzaba de ella, lo cual no la ofendió, porque era natural, y se conformó con todo, y hasta llegó a prestarse a que le diera un bofetón en público, para que todos comprendieran que habían reñido. Pero quiso que le prometiese que la vería un ratito de vez en cuando. Desesperada, le suplicaba y le rogaba, jurando esconderse para que nadie los viese juntos, y que en cada entrevista no le entretendría más que cinco minutos. Él, muy conmovido, se negaba a todo. Era un sacrificio necesario. Al separarse, quiso ella darle un beso. Poco a poco, fueron llegando hasta las primeras casas de Montsou, y estaban abrazados estrechamente a la luz de la luna, cuando una mujer pasó junto a ellos dando un salto de sorpresa, como si hubiera tropezado con una piedra.
—¿Quién es? —preguntó Esteban con inquietud.
—Es Catalina —respondió la Mouquette—. Vendrá de Juan-Bart.
La mujer en cuestión se alejaba, con la cabeza baja, las piernas temblorosas y el andar cansado. Y el joven la miraba, desesperado de haber sido visto por ella, y con el corazón dolorido por un remordimiento cuya causa no se explicaba. ¿Acaso no vivía ella con otro hombre? ¿Acaso no le había impuesto la misma pena allí mismo, en el camino de Réquillart, entregándose a otro? Y, sin embargo, le desolaba haberle devuelto el sufrimiento.
—¿Quieres que te diga una cosa? —murmuró la Mouquette con lágrimas en los ojos, cuando perdieron de vista a Catalina—. No me quieres porque quieres a otra.
Al día siguiente, amaneció el cielo sereno y hermoso; era uno de esos magníficos días de invierno, fríos, pero despejados. Juan se había ido de su casa a la una; mas tuvo que esperar a Braulio detrás de la iglesia y por poco tuvieron que marcharse sin Lidia, a quien su madre había vuelto a encerrar en el sótano. Acababa de sacarla de su encierro, colgándole una cesta al brazo, y diciéndole que, si no volvía con ella llena de berros, la volvía a encerrar toda la noche, para que se la comiesen las ratas. Así es que, llena de miedo, quería ante todo ir a coger berros. Juan la disuadió de su idea: luego verían lo que había de hacer.
Desde muchos días antes andaba dándole vueltas a Polonia, la coneja de Rasseneur. Precisamente al pasar por la puerta de la taberna vio al animalito, que andaba correteando por allí. La cogió de un salto por las orejas, la metió en la cesta que llevaba Lidia, y los tres salieron al galope, gozándose de antemano en lo que iban a divertirse haciendo correr a la coneja por el llano.
Pero se detuvieron para ver a Zacarías y a Mouque, que, después de haber bebido un jarro de cerveza con otros dos amigos, se disponían a jugar una partida de toña. Se jugaban una gorra nueva y un pañuelo colorado para el cuello, depositados en casa de Rasseneur. Los cuatro jugadores, dos a dos, señalaron para la primera parte de la partida la distancia que había entre la Voreux y la finca Paillot, unos tres kilómetros próximamente; y Zacarías ganó, porque apostó a recorrer la distancia en siete viajes de la toña lanzada al aire, mientras que el hijo de Mouque no se comprometía a hacerlo en menos de ocho. Pusieron la toña en el suelo, con una de las puntas al aire. Cada cual empuñó su correspondiente palo sujeto a la muñeca por un cordel. Al dar las dos, arrancaron. Zacarías, manejando magistralmente su pala, lanzó la toña a más de cuatrocientos metros a través de los sembrados de remolacha, porque estaba prohibido jugar en las calles del pueblo y en la carretera, a causa de haber ocurrido algunas desgracias ya. Mouque, que tampoco era manco, lanzó la suya a unos ciento cincuenta metros. Y la partida continuó, dando palos a la toña, siempre corriendo, sin cuidarse de los rasguños que los pedruscos les hacían en los pies.
Al principio, Juan, Braulio y Lidia habían galopado detrás de los jugadores, entusiasmados con los buenos golpes y las peripecias del juego. Luego se acordaron de la pobre Polonia, que daba saltos en la cesta; y dejando a los jugadores en medio del campo, sacaron a la coneja, deseosos de ver si corría mucho. El pobre animal salió como disparado; ellos se lanzaron en su persecución, y aquello fue una cacería salvaje Por espacio de una hora, en medio de gritos desaforados para asustar al animal. Si la coneja no hubiera estado preñada, seguro que no la habrían podido alcanzar.
Iban ya sin aliento cuando voces desaforadas les hicieron volver la cabeza. Acababan de ponerse delante de los jugadores y Zacarías había estado a punto de romper la cabeza a su hermano. Los jugadores estaban, en la cuarta partida: desde la finca Paillot habían corrido a los Cuatro Caminos; de los Cuatro Caminos a Montoire, y entonces habían de recorrer en seis golpes la distancia que hay entre Montoire y el Prado de las Vacas.
Aquello representaba una carrera de dos leguas y media, en una hora; habían bebido cerveza en la taberna Vincent y en el cafetín de los Tres-Sabios. Mouque esta vez tenía la mano. No le faltaban más que dos jugadas, y su triunfo parecía seguro, cuando Zacarías, bromeando como de costumbre, dio un golpe tan hábil en uso de su derecho, que la toña cayó en un foso muy profundo. El compañero de Mouque no pudo sacarla de allí, y aquello fue un desastre. Los cuatro gritaban; la partida se hacía muy reñida, porque estaban iguales, y era necesario volver a empezar. Desde el Prado de las Vacas hasta la punta de Verdes Hierbas, no había menos de dos kilómetros, y apostaron a recorrerles en cinco golpes. Cuando llegaran allí, refrescarían en casa de Lerenard.
Pero Juan acababa de tener una idea. Los dejó marchar, y luego, sacando del bolsillo un cordel, lo ató a la pata izquierda de la pobre Polonia, y la diversión fue grande; la coneja corría delante de los tres galopines estirando las patas y haciendo tales contorsiones para huir de aquel tormento, que los chiquillos no se habían reído tanto en su vida. Luego la ataron por el cuello para que corriese; y como el animalito estaba cansado, la arrastraron unas veces sobre el lomo, otras sobre la barriga, como fuera un cochecillo de juguete. La broma duraba ya más de una hora; pobre animal estaba reventado, cuando tuvieron que cogerla precipitadamente para meterla en la cesta y esconderse detrás de unos matorrales mientras pasaban los jugadores, con los cuales habían tropezado de nuevo. Zacarías, Mouque y sus dos compañeros se sorbían los kilómetros como suele decirse, sin darse más tiempo de reposo que el estrictamente necesario para echarse al coleto un jarro de cerveza en las tabernas que se señalaban como término de cada partida. Desde Verdes Hierbas habían corrido a Buchy, luego a la Cruz de Piedra, y después a Chamblay. La tierra, endurecida por la escarcha, crujía bajo sus pies, que no cesaban de correr detrás de la toña, la cual rebotaba en el suelo; el día era muy a propósito, porque, como la tierra estaba dura, se podía correr sin miedo de hundirse en los surcos levantados por el arado: no había más peligro que el de romperse las piernas. En el aire seco, los golpes del palo sobre la toña resonaban como tiros. Las fornidas manos empuñaban los palos con furor, y hacían tanta fuerza con el cuerpo como si trataran de matar a un buey de un puñetazo: y todo esto durante horas y horas, de un extremo a otro de la llanura, saltando vallas, salvando fosos, cruzando senderos y sembrados. Precisaba tener para aquel ejercicio buenos pulmones y músculos de acero. Los mineros se entregaban con furor a esas carreras, que servían para desentumecerles los miembros.
Algunas veces recorrían así ocho o diez leguas; pero esto mientras eran jóvenes, porque a los cuarenta años no había quien jugase a la toña.
Dieron las cinco, la hora del crepúsculo. Convinieron en jugar otra partida hasta el bosque de Vandame, para ver quién se llevaba la gorra y el pañuelo, y Zacarías, que, como de costumbre, se reía de todas aquellas cosas de política, dijo que sería gracioso llegar allí en el momento de la reunión, para lo cual se habían dado cita los mineros de todos los alrededores. Juan, desde que saliera de su casa, seguía recorriendo los campos por entretenerse y esperar la hora de acudir a la reunión. Con ademán indignado amenazó a Lidia, que, llena de remordimientos y de miedo, hablaba de volver a la Voreux, a fin de coger los berros que le encargara su madre: pero ¿cómo habían de privarse de aquel espectáculo? ¡Pues apenas si tenía gracia ir a oír lo que dijesen los viejos! Empujó a Braulio; propuso para que el camino se hiciese más corto y más entretenido soltar a Poloy perseguirla a pedradas; su proyecto secreto era matarla de una pedrada, porque le habían dado ganas de llevársela y comérsela tranquilamente en su escondite de Réquillart. La pobre coneja emprendió de nuevo vertiginosa carrera, con las narices abiertas y las orejas echadas atrás: la piedra le peló el lomo, otra le cortó el rabo; y, a pesar de la oscuridad, e iba en aumento, la hubieran matado, a no ver en un claro, a la entrada del bosque, a Esteban y a Souvarine que estaban charlando. Se abalanzaron sobre el animal, lo volvieron a meter en la cesta, y casi al mismo tiempo aparecieron Zacarías, Mouque y los otros dos, después de terminada su partida. Todos acudían a la cita.