Gay Flower, detective muy privado (15 page)

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Authors: PGarcía

Tags: #Intriga, Humor

BOOK: Gay Flower, detective muy privado
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En un salón de belleza me depilé las piernas. En un principio me ponían pegas, pero con billetes por delante allané dificultades. Ya más aplacadas, las "esteticiénes" me sugirieron el tratamiento eléctrico, pero como tenía prisa las engañé diciendo que más adelante, y que con la cera saldría del paso.

Allí mismo me arreglé con todo lo adquirido y cuando me miré al espejo tuve que reconocer que me acababa de convertir en una de las mujeres más sensacionales que puedan verse. El sombreado de los párpados me daba un aire enigmático, el carmín me hacía una boca de tentación, la melena se me ahuecaba en ondas señoriales sobre la nuca, el busto era firme con sus rellenos de papel apretado y las uñas tenían destellos de sangre coagulada.

Cuando abandoné el establecimiento dos tíos quisieron echárseme encima, incapaces de reprimir sus impulsos, y aunque no estaban nada mal les esquivé como pude corriendo hacia el Sedán turquesa-demencial con visillos, no fuese a llegar tarde al Templo de Cleis.

El rey de las salchichas frustrado tenía razón. El espectáculo impresionaba. Automóviles en larga caravana, conducidos exclusivamente por mujeres, que nunca hubiese creído que existieran tantas con el permiso correspondiente con lo burras que son, se deslizaban con lentitud hacia el santuario o lo que fuera. La escasa fluidez del tráfico era debida a que bastante antes de llegar un control formado por tiarronas de caqui y carabina al hombro revisaba cada coche con mirada de águila. Unos recibían pronto la autorización para seguir adelante, pero a otros se les obligaba a abrir hasta el maletero como precaución contra cualquier infiltración masculina.

Cuando me llegó el turno, una cabeza que era toda pelo espeso y cejas como tiras de felpa se introdujo por la ventanilla. Abrió la bocaza en la que habría cabido holgadamente un domador de leones hasta los hombros, y dijo:

—¡Coño, qué guapa eres! A ti no te hago perder el tiempo, belleza, Pasa.

Y es que para las chicas con palmito todo resulta pan comido.

Seguí adelante, orgulloso de mi éxito. Los vehículos se desparramaban por la explanada del Templo. Focos potentes daban un aspecto irreal a la escena. Varios cientos de mujeres, la mayoría jóvenes y ataviadas con esmero, se apiñaban en el interior del recinto acotado. Antes de acceder a él una pareja de matonas de color canela subido, también de caqui y armadas hasta los dientes, pedían identificación a las que iban a entrar.

Quise escabullirme ante este control más riguroso, pero era demasiado tarde. Me hallaba en el centro de una fila de cinco en fondo y me empujaban hacia adelante, sin el menor resquicio para escurrir el bulto. Aún lo pasé peor cuando una de las guardias me puso la zarpa en el hombro, me pidió el carnet de Cleis y me encontré nada menos que ante la inolvidable Jessica Spearing.

—¡Identificación! —exigió la exchófer de Teo, sin percatarse de la palidez que se me extendía bajo el maquillaje.

—Soy nueva... —tartamudeé atiplando la voz, lo que no me costó demasiado trabajo.

Se fijó en mí.

—Nueva y guapísima —dijo pasándose la lengua por los labios—. A lo mejor tienes algo contra las negras...

—No, señora —contesté en plan modoso—. Me parecen muy simpáticas.

Me pasó el brazo por la cintura.

—Dame un beso, guapa.

Una pecosilla de curvas sensuales protestó a mi lado:

—¡Qué vergüenza! Los policías hacen lo mismo en todos los sitios: magrear con la excusa del cumplimiento de su deber.

La intervención fue providencial. Jessica me empujó adentro y yo pasé sin más requisito, con la chiquilla de las pecas.

—Son unas abusonas —dijo, caminando a mi lado—. A mí casi todos los días me soban metiéndome la mano entre piernas con el pretexto de ver si una es un hombre disfrazado.

Dejé escapar un suspiro. Si me llegan a someter a ese examen, Jessica se habría quedado de cemento.

Permanecimos de pie, en medio de la muchedumbre de féminas. En el ambiente palpitaba una emoción sólida como un pedazo de queso. Unos altavoces difundían cantos gregorianos coreados por las circunstantes. Algo me rozó el costado. Miré. La pecosa me tocaba con la cadera, como quien no quiere la cosa. La verdad es que se estaba aprovechando de las apreturas para rozarme.

En la puerta del Templo hizo su aparición una muchacha alta y esbelta. La multitud la acogió con un clamor que repetía: "¡Maestra! ¡Bienvenida, Maestra!". Hubo una pequeña avalancha hacia adelante y la curvilínea de las pecas perdió contacto con mi costado, y menos mal, porque me estaba poniendo nervioso.

La Maestra lucía una túnica blanca hasta los pies, abierta por delante hasta el ombligo, y melena de cobre bruñido que le caía hasta media espalda. Subió a un estrado, alzó los brazos desnudos adornados con pesadas ajorcas de oro y esmeraldas, levantó el rostro hacia las estrellas y se quedó rígida, en una postura majestuosa y dominante. Su porte me era familiar.

—¡Hermanas! —declamó—. ¡Invoquemos el espíritu de la divina Cleis para que por su intercesión su madre Safo condescienda en habitar en nuestro seno!

—¡Sí! —rugió la muchedumbre—. ¡Invoquémosla!

Yo no hacía caso de la concentración femenina. Estaba tratando de recuperarme porque acababa de reconocer la voz de la muchacha de la túnica y los brazaletes que valían una fortuna. Pese a la distorsión metálica de los amplificadores aquella voz era la de la tía que en una ocasión me había impedido hablar con Teo. La Maestra del Templo de Cleis no era otra que Adrienne Diabetes. Al cabo del tiempo me encontraba con las tipas de la otra vez: Jessica, de guardia; Adrienne, en el estrado. El Destino insistía en sus bromas pesadas. Había ido allí para olvidar el caso Stradivarius y me obligaba a recordar dolorosamente el caso Connally.

—¡De rodillas! —mandó, imperiosa, la Diabetes.

Todo el público se puso de hinojos y yo hice lo mismo, aunque temía cargarme una media. Entonaron una salmodia que decía, más o menos:

Madre Safo, tú que nos escuchas desde la Eternidad.

Madre Safo, tú que descubriste hace dos mil años la Esencia del Amor.

Madre Safo, tú que sabes lo que padecemos y sufrimos,

Baja, por la intercesión de tu Hija, la divina Cleis,

Desciende y habita la humilde morada de nuestro corazón.

Insúflale tu Espíritu,

Inúndalo con tu Iluminación,

Haz que brote, caudaloso, el Amor por la Belleza, la Ternura y el Bien,

Que sólo en la Mujer puede anidar.

Presérvanos de las asechanzas del Hombre.

Ayúdanos a despreciarlo y humillarlo, que nuestro Enemigo es.

Safo,

Madre Safo,

Habita nuestro corazón.

Mientras duraba la letanía alguien me acariciaba la pantorrilla. Busqué a la atrevida y en la semipenumbra nocturna brillaron los dientes de Jessica Spearing que había abandonado su puesto de guardia para buscarme con intenciones deshonestas.

Terminada la salmodia nos pusimos en pie.

La Maestra Diabetes se descolgó con una plática contra el amor heterosexual poniendo a parir a los hombres, que no está mal pues no siempre han de ser las mujeres las que paran, al tiempo que cantaba que la Liberación sólo se alcanzaba por el tribadismo como más de veinte siglos antes cantara la poetisa de Lesbos, a cuya hija se consagraba el Templo que en poco tiempo superaría en magnificencia a los erigidos por las supersticiones institucionalizadas.

Interrumpida en diversos pasajes de la perorata por las ovaciones, la Maestra siguió dale que te pego a denigrar al macho durante más de media hora, diciendo que eran feísimos, en lo que no tenía ni pizca de razón porque yo podía mostrarle cinco o seis preciosos, y que la Belleza estaba depositada en la mujer, tabernáculo del amor.

Mientras duraba la paliza Jessica se las había apañado para situárseme al lado y agarrarme la mano. Yo no me atrevía a rechazarla para no despertar sospechas. En alguna etapa del discurso se escucharon disparos lejanos a los que las seguidoras del culto sáfico no prestaron la menor atención. Notando mi sobresalto, la negra susurró:

—No te asustes, criatura. Sucede todas las noches. Los tíos de Santa Mónica quieren colarse en el recinto, pero nuestras tiradoras los hacen desistir.

Al dar por finalizado el rollo la Diabetes recitó unas estrofas de Safo y nos invitó a pasar a la gimnasia y a la música, parte de los ejercicios colectivos extraídos de la doctrina de la Madre Safo para la práctica grupal, antes del Gran Sorteo y la danza de cierre.

A tales alturas de la sesión otra tortillera se me había colocado detrás y me restregaba el vientre por el trasero sin el menor escrúpulo, tocándome la espalda con los pechos, sin importarle que la negra me tuviera agarrada la mano, que allí se aprovechaba la gente más que en el autobús. Miré hacia atrás creyendo que sería la pecosa de las curvas tratando de recuperar el tiempo perdido, y casi caí de bruces, porque no era ella sino la mismísima Kristine Kleinman, enfermera de Huston Orrin Stradivarius, quien practicaba el froteurismo contra mi retaguardia.

Era la caraba. Había acudido al Templo de Cleis por culpa de Azalea y me encontraba a todas las demás tías conocidas en los últimos meses. No me reconocían y confundiéndome con una chavala auténtica, me atacaban. Hube de admitir que al acicalarme con esmero me había pasado.

La orden de la gimnasia sirvió para que me apartara de aquellas calentonas. Hubimos de situarnos en filas y componer estéticas figuras levantando los brazos y alzando grácilmente las piernas y cuando terminamos con el ejercicio entonamos cánticos diversos.

—¡Ahora llega el momento del Sorteo, por todas esperado! —anunció la Maestra—. ¡Las diez agraciadas podrán pasar la noche amando a las Sacerdotisas de Cleis!

Dos chicas ataviadas como Adrienne transportaron una caja de cristal que le pusieron delante. Adrienne sacaba tarjetas e iba cantando nombres. Más que una ceremonia religiosa, me recordaba un concurso de televisión. Las afortunadas gritaban de alegría, abriéndose paso a codazos hacia el caserón.

Concluida aquella especie de rifa carnal, la Maestra se despidió:

—¡Os dejo, hermanas! ¡La divina Cleis os espera mañana! ¡No faltéis! ¡Traed a otras hermanas en el Amor! ¡Quedad con la danza y gozad, ahora que la inigualada Safo está en vosotras!

Un gran clamor le dio el adiós. Los altavoces transmitieron una enervante melodía de siringas y pífanos, y las reunidas iniciaron por grupos de dos o de tres un cimbreo de frenesí creciente, un tanto en plan poseso, mientras se despojaban del vestuario. Yo comencé a deslizarme disimuladamente hacia la salida esquivando las garras que intentaban apresarme.

A mitad del recorrido me atrapó la Kleinman. Estaba encuerada y el sudor brillaba en sus grandes brazos, en sus pechos agitados y en los muslos musculosos.

—¡Baila conmigo, guapa! —graznó tratando de quitarme la blusa.

—Es que me he dejado la cena al fuego...

—¡A la mierda la cena!

Me debatí cuando me besaba la barbilla y el cuello haciendo que perdiera los pendientes. Una pantera de ébano vino en mi auxilio.

—¡Esa nena es mía! —rugió Jessica, tan desnuda como la noche en que la vi salir de la habitación 510 del "Luxor".

—¡Es mía! —la agarró de los pelos la enfermera.

—¡Es mía, que yo la he visto antes!

Rodaron por el suelo pegándose mandobles y yo escapé como alma que lleva el diablo de un paraje que se había convertido en un circo de locas que se montaban unas sobre otras, revolcándose por el polvo en un follón de lujuria tortilleril muy poco apropiado para paladares con delicadeza.

Corrí dejándome un tacón por el camino y salí quemando nafta para reincorporarme al sosiego de la avenida de Yucca, Laurel Canyon, sin detenerme ni a cambiar el disfraz.

Sammie, que tenía el turno de noche, no me reconoció bajo la caracterización y hasta paró el elevador entre plantas, tratando de propasarse. Le solté tal sopapo que se le fueron las ganas, y yo mismo manejé la palanca hasta mi piso.

Abrí la puerta de la oficina sin accionar el conmutador de la luz porque el destello del intermitente del
drugstore
de Perry era suficiente y me permitía orientarme sin gastar kilovatios, que soy muy ahorrativo a veces. Los muebles, bajo los destellos, tenían perfiles fantasmales. En el apartamento vecino Glenn Miller interpretaba
"How i'd like to be you in Bermuda"
lo que quería decir que la vagina de Flossie estaba trabajando.

De improviso un sexto sentido funcionó para avisarme que no me encontraba solo. No me pidan que explique cómo son estos asuntos. Cuando uno se dedica a la vida azarosa y aventurera suele recibir tales advertencias. Andaba metido en algo en lo que se había producido un intento de asesinato, estaba por medio un "gángster" de gran talla y toda precaución era poca, aunque uno las hubiera dejado en olvido por su incursión marginal en el Templo de Cleis. En las oficinas propias es donde los investigadores nos llevamos las sorpresas más desagradables.

Quise volverme y dar la luz maldiciendo la manía del ahorro, y no conseguí ninguna de las dos cosas. Mucho antes un objeto pesado me alcanzaba en la nuca, llenando el despacho de ruido de vidrios rotos.

—¡Leche! ¡Mi florero! —mascullé.

Fue lo último que dije antes de sumirme en la inconsciencia.

18

Caminaba por un desierto helado. Estaba desnudo y los pies se me hundían hasta los tobillos en la nieve. Las estrellas habían sido hurtadas del firmamento y el cielo resultaba negro como la pez. Tenía mucho frío. Caminaba, aterido, por la estepa glacial, dando diente con diente. En medio de las tinieblas alguien se apiadó de mí y un cuerpo me abrazó transmitiéndome su calor. Dedos suaves como alas de mariposa, tan diferentes a lo que debían ser los de las hijas de Cleis, me revolotearon por el tórax. "Arthur —musité, creyendo identificarlos—, dame calor".

Caímos en la blanda nieve que se fundía al contacto de los cuerpos. La piel de Arthur era como melocotón. Pétalos de rosa me llovían en el pubis. Estrechamente ceñido a Art el panorama cambió. Reposábamos ahora en la negrura sin estrellas sobre una duna del desierto arenoso. Los hielos quedaban muy lejos. La aterciopelada oscuridad se llenaba de caricias. Henchido de amor me derramé inundando de cariño el cuerpo de mi benefactor.

—¡Al fin! —sonó una voz de soprano, satisfecha.

Alcé los párpados. Ya no estaba en desierto alguno, sino en mi prosaica oficina. En el suelo, desparramados, los claves que la víspera, como todos los días, había subido Frank cumpliendo el encargo que le tengo hecho. La falda, la blusa, la combinación, el bolso, las bragas, la peluca y el resto de los adminículos que compusieran mi disfraz, aparecían dispersos junto a los fragmentos del florero de cristal.

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