—Ahora dime que lo de Clyde no fue premeditado...
—No por mi parte, Gay. Clyde llegó a Oak Knoll cuando se me estaba beneficiando su padre, en cumplimiento de última voluntad. Murió ante sus ojos, y me exigió hacer el amor o contarlo a los periódicos. No tuve más remedio que plegarme a sus deseos. Por eso fallecieron de la misma manera, el mismo día.
Podía ser verdad. Podía engañarme como otras veces. Lo único cierto es que la amargura se me hacía más aguda.
Tiró la chaqueta. Se me puso encima. Me restregó el virgo.
—¡Basta de palabras nene! ¡Vamos otra vez! ¡Qué no se diga!
—¡Espera! —ordené, perentorio e inactivo—. ¿Por qué no viniste la noche prometida a mi oficina, después de lo de Morny?
—Berenice no me dejó...
—¿Y después?
—No me dejaron las sacerdotisas. ¡Les gusto tanto!...
Me puso la lengua en la boca. El rescoldo se avivó. Pero ahora tenía la Voluntad de mi parte.
—Nones, muñeca.
Gimió.
—Nunca se lo había dicho a un hombre. ¡Te amo, detective marica!
—También creo que te amo yo, tortillera culona, pero lo que no puede ser, no puede ser.
—¿Por qué?
—Tienes el sexo tinto en sangre.
—Eso es cuando me viene el mes.
—Tienes el sexo tinto en sangre por los crímenes del Vampiro.
—¡Te equivocas! ¡Se lo advertí a todos! ¡No hay crímenes! ¡Poseo sus declaraciones firmadas!
Repliqué con dolor inmenso:
—¿Cómo la mía, hermosa? ¿Cómo la mía, que firmé cuando ya no podía más?
—Lo tuyo no ha sido igual. Tenía órdenes de Putain. Adrienne ha telefoneado que sabías demasiado y eras peligroso.
—Y has intentado matarme, pequeña. Y quieres intentarlo otra vez porque la primera no ha resultado, que yo soy "gay" y los "gays" no funcionamos como los otros.
—¡Te juro que no! ¡Te lo juro por lo más sagrado! ¡Por la memoria de mi padrastro, que Dios lo tenga en la gloria!
Toma castaña.
—¡Contigo sé que puedo hacer el amor sin desencadenar la muerte! —continuó—. ¿No comprendes que eres mi liberación, insensato?
Quería dar crédito a sus palabras, lo prometo. Pero eran demasiados engaños los que tenía apuntados en su cuenta.
Me levanté de la cama. Hablé con profunda pena.
—Habías hecho nacer algo distinto en mí. Algo extraño y bello, con sonido de violines y perfume de espliego. Algo diferente en lo que tenían mucho que ver tu culo redondo y prieto, tus muslos tersos y calientes y tus piernas de bailarina con hoyuelos en las pantorrillas. Pero me has llamado cuando ya es tarde.
—¡No me rechaces, Gay!
—Demasiado tarde, Azalea. Las mujeres han sido perniciosas en mi vida, cuando dejé paso a los sentimientos. Me han hecho daño, han jugado conmigo. Por ello terminé refugiándome en el cariño masculino. Por lo menos, es más seguro.
—¡No vayas con ellos! ¡No seas "gay", Gay! ¡Sé que te apetezco! ¡Lo he notado! Además, leche, que todavía se te ve...
Fui hacia la puerta. Le dije que no temiera que descubriera la identidad del Vampiro a O'Mara, que su secreto estaba bien guardado, que tenía mi palabra, que la palabra de Gaylor R. Flower es tan de fiar como la de Franklin D. Roosveelt. No se sabría del Vampiro ni de la responsabilidad de las Hijas de Cleis, si no volvía a actuar. El caso quedaría archivado como uno más sin solución. Era mi homenaje de despedida. Terminé con fatalismo:
—Podías haber sido algo recto, limpio y bueno en mi vida. Y hemos fracasado. No te culpo del todo. Tal vez debí darme cuenta al principio, cuando estabas en lo alto de la escalera en la mansión Stradivarius y me enseñabas las caderas de guitarra, el culo inigualable y las piernas bellísimas. Estoy solo muñeca, y siempre lo estaré.
—¿A dónde vas?
—Voy a hundirme en la mierda. Es mi manera de hacer penitencia.
Sin más palabras, que ya estaba bien, la dejé, convencido de que era el adiós definitivo, caminando por el largo corredor como el reo hacia el cadalso, ante los guerreros antiguos y los cuadros de precio, en pos de Tatiana Putain ex-Connally con un pañuelo conteniendo la hemorragia del lóbulo.
Abrí el que creía su cuarto y me topé con Jessica revolcándose con Adrienne. Murmuré un:
"Perdonen",
y pasé al siguiente. Esta vez acerté. Triple M. pegó un bote al verme volver.
Era la hora de la penitencia y también la del desquite.
—¡No es posible! —chilló.
Di un paso y tiré la chaqueta sobre un sillón.
—¡El Vampiro no falla! —volvió a gritar.
Di otro paso y me quité la corbata y la camisa.
—¡Vienes del otro mundo a vengarte! —graznó.
Di el paso siguiente y me deshice de los calzoncillos con puntillas.
—¡Eres un fantasma! —ocultó el rostro entre las manos.
Le arranqué los armiños, bajo los cuales apareció tan desnuda como el día en que la parieron.
—¡Vade retro, aparición! —bufó.
Le pasé el brazo por la espalda.
Pegué mi vientre contra su vientre.
—¡No! ¡No! —berreaba.
La tiré sobre la cama de dieciocho plazas, montándola a base de bien, y entonces las aletas de la nariz se agitaron, las fosas nasales se agrandaron y las verdes pupilas se llenaron de lucecillas de inteligencia, comprendiendo que lo que le daba era real después de superar el combate con el Vampiro Seminal de Pasadena. Abrió las piernas para recibirme, enlazándome los costados con la parte interior de los muslos.
Le toqué los tobillos, las largas piernas, las caderas, tan firmes como los de un tío.
Yo seguía llevando el sombrero en plan de símbolo.
Extendió un brazo y puso en marcha el "pic-up".
Sus pezones esta vez no me herían porque como precaución me había puesto la cota de malla de uno de los guerreros del pasillo.
Nos movimos a un tiempo cuando la cabalgaba.
Yo había cerrado los ojos, tratando de no pensar en Azalea.
Lágrimas de rabia me bañaban el rostro.
Mientras me la tiraba para purificarme, la habitación se llenó con los aires marciales de "Barras y Estrellas".